Por Frank Padrón / Fotos: Sonia Almaguer
Lujo increíble, broche de oro de un evento en sus jornadas finales. El Berliner Ensemble puso una nota especial en la XVIII edición del Festival de Teatro, cuando durante dos funciones engalanó el coliseo Martí con El círculo de tiza caucasiano de quien fundara esa compañía hace 70 años: el siempre vigente, cada vez más grande e imprescindible Bertold Bretch.
La célebre pieza, que conociera su estreno a fines del año 1954 en la entonces RDA dirigida por su propio autor, estuvo cuatro años ininterrumpidos en cartelera y desde entonces se ha representado en medio mundo con semejante éxito.
En Cuba el revolucionario (desde todos los puntos de vista) dramaturgo y teatrista posee una significación especial al influir extraordinariamente en Vicente Revuelta, quien fue uno de los discípulos aventajados del alemán, al aplicar a sus montajes y concepciones mucho de la estética bretchiana, y por llevar a la escena de Teatro Estudio —compañía que integró bajo la guía de su hermana Raquel— varias de las piezas de aquel, incluso El círculo de tiza… en la que, como si fuera poco, asumió como actor el personaje del juez Azdak. De modo que al estar dedicada esta edición del festival habanero precisamente a Vicente, la presencia del Berliner Ensemble entre su programación es doblemente relevante.
La conocida historia de las dos madres que van a juicio para que un juez decida quién es la verdadera según su proceder ante una sencilla estrategia, fue tomada por Bretch de la Biblia, en específico del antiguo testamentario Primero de Reyes, en capítulos dedicados a exaltar la sabiduría del rey Salomón, en este caso fungiendo como magistrado. Pero el autor alemán como siempre, adapta y transforma las fuentes en función de sus ideologemas y su cosmovisión: aquí el juez por el contrario no es nada honesto, lo cual no le impide finalmente inclinar la balanza con verdadera justicia.
Todo en el corpus escritural de El círculo… detenta un magistral equilibrio entre los registros grave y humorístico, específicamente una ironía deliciosa como caracterizó toda la obra del autor; no por lo desgarradora de la microhistoria, anclada en la Historia macro —la primera revolución rusa— deja esta de ser salpicada por guiños y trazos que, rayanos en el cinismo, matizan extraordinariamente el relato; ello va muy en consonancia con la solidez y riqueza caracterológicas de que gozan los personajes, y mediante los cuales Bretch se burla de convenciones e hipocrecías sociales y ontológicas.
La madre biológica, esa aristócrata que reclama de sus criados llevar sus vestidos caros mientras acechan los invasores; la ingenuidad enternecedora y la bondad sin límites de la madre adoptiva, Grusche; el hermano pusilánime y falsamente caritativo; la beatería despiadada e hipócrita de la cuñada o la rapacidad de la suegra y su hijo son algunos de esos caracteres mediante los cuales el dramaturgo lanza sus afilados dardos. Y entre, sobre todo esto, la poesía infaltable de quien fuera y dentro del género, fue en todo momento un exquisito y sensible bardo.
La puesta, dirigida por Michael Thalheimer, fue un ejemplo de precisión, organicidad entre sus elementos técnico-expresivos y rigor tanto en el despliegue de los mismos como en las elevadas actuaciones.
La música de Bert Wrede, ejecutada en vivo por Kai Brückner, logró que las curvas alternantes de tensión/calma obtuvieran a nivel sonoro un perfecto complemento: la guitarra eléctrica y una oportuna percusión fueron poblando la escena de un catalizador de emociones , algo que también lograron las luces (Ulrich Eh/Benjamin Schwigin) diseñando zonas de iluminación/ penumbras según las peripecias de la trama, o abarcando espacios concentrados, que focalizaban a la protagonista o se ampliaban con la presencia de otros personajes, como el propio narrador, acentuado solo cuando su participación era pertinente.
Los desplazamientos denotaron una sabia y eficaz utilización del espacio, y el sentido dialógico de aquellos y otros actantes (como los músicos) según las cadenas de acciones del texto. El subtitulado electrónico permitió la perfecta y sincronizada traducción simultánea de los diálogos.
Tales elementos fueron los soportes esenciales de una puesta carente de escenografía propiamente dicha, excepto algunos elementos indispensables que solo acentuaban el minimalismo preciso y certero que la caracterizó.
Ello y por supuesto, los superlativos desempeños de un elenco integrado por competentes actores que encararon sus roles con pasión y contención, con infinidad de matices y sutilezas, auxiliados por las no menos exquisitas y profesionales labores de la maquillista Ulrike Heinemann y el vestuarista Alexander Zapp, ambos en las tesituras sico-sociales de los personajes y las circunstancias por las que atraviesan, contribuyendo desde sus rubros a que la proyección ideoestética de la obra llegara en todo su alcance y majestuosidad.
Porque Bretch —y este Círculo… desde su redondez y perfección lo confirman— sigue siendo ese dramaturgo contemporáneo, que en un mundo cada vez más empeñado en desterrar las utopías resulta cada vez más oportuno y necesario. El Berliner Ensemble que fundara y dirigiera en 1949, sigue haciéndolo posible, y nosotros desde Cuba agradecemos infinitamente su visita.
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