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Nuevas Sendas Para El Alma: «El Escarabajo», De Títeres-Retablo Del Arca

El Festival Nacional de Teatro de Camagüey ha acogido al títere cubano desde que este perdiera su propio festival nacional de teatro para niños, celebrado por última vez en 1991.
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Por Elena Llovet

El Festival Nacional de Teatro de Camagüey ha acogido al títere cubano desde que este perdiera su propio festival nacional de teatro para niños, celebrado por última vez en 1991. Desde entonces el evento ha brindado sus salas a la trouppe titiritera, que siempre llega en menor número de puestas que el teatro para adultos. Es por esta razón que dicha muestra siempre resulta más contundente que su homóloga en tanto se somete a una revisión de mayor rigor.

Christian Medina, fundador del colectivo cienfueguero Títeres Retablos en 1999, ha sido una de las presencias cruciales en las ediciones del festival agramontino donde el títere ha dicho presente. Quien fuese ganador del reconocimiento Villanueva otorgado por la crítica en 2015 con la puesta en escena La muchachita del mar, acude a la 17 edición del evento con un nuevo montaje tituladoLa casa del escarabajo.

El director, diseñador y actor esta vez toma un sitio en la platea para dejar la animación a cargo de tres jóvenes con la compleja misión de insuflarle vida tanto a las figuras como a la fábula. Ilu vive con su padre científico, especializado en el estudio de los insectos. Aunque también le apasionan estos animales, la niña se cuestiona si es correcto disecarlos en nombre de la ciencia. Un día aparece Scarabaeus sacer, especie indómita de escarabajo con poderes ancestrales, que decide tomar venganza por los suyos robando el alma del padre de Ilu.

El teatro de Medina está muy lejos de calcar la realidad del niño tal cual, por el contrario, en él hay sitio para la fantasía del infante que difiere del imaginario limitado que el adulto le propone. De este modo, en sus historias —que afortunadamente el autor se encarga de llevar a escena— no se esquivan tópicos como la muerte, el abandono o la soledad, ni se jerarquiza en cuanto a la apariencia de sus personajes: es posible encontrar niños de carne y hueso, sirenas o espectros. En esta mixtura de seres y paisajes, el alma suele ser un denominador común, sin la cual la existencia se limita a sus funciones vitales y carece de sentido.

En un texto como La muchachita del mar (2013) se muestra el alma como una distinción del humano, un privilegio que le posibilita la vida post mortem. Mariana, no conforme con los 300 años de su existencia como sirena y prendada de amor por el príncipe, cambia su cola por piernas y sale a la superficie para conseguir un alma humana y así poder ascender a las estrellas. El tratamiento que Medina le brinda al tópico de la muerte, está atravesado por la cuestión del alma y la infinitud de la existencia, un modo de explicarle al niño que se trata de un tránsito hacia otra forma de vida que no está en desventaja con la que conocemos. Visión que encontramos plasmada en un texto como Historia de cementerio:

Cadáver: ¡Esto es maravilloso! ¡No imaginé que estar muerto fuera tan divertido! (…) ¡Tengo tantas cosas que ver! ¡Quisiera recorrer el mundo! ¿Vienes conmigo?

Dentro de la dramaturgia cubana para niños la escritura de Christian Medina se ubica en un sitio peculiar; está muy lejos de advertirle al infante sobre su deber cívico respecto a la masa, a la usanza de tantas obras precedentes —como los Tres pavos reales (1975), por solo mencionar un ejemplo—, y aunque se emparenta con un texto posterior como Galápago (1986), de Salvador Lemis, en tanto construye atmósferas oníricas y recrea la muerte sin afeites, se distancia de esta pieza —parteaguas indiscutible de dicha dramaturgia—, que posee un marcado carácter aleccionador al advertir sobre el peligro que representa la contaminación del medioambiente.

Christian Medina encuentra mayores vínculos con textos aislados, difíciles de ceñir a una estética, como puede ser La tiza mágica (1949), creación brevísima de Vicente Revuelta y Clara Romay que a fines de la década del 40 advertía sobre el respeto a la diferencia y el derecho a cuestionar nuestra identidad desde edades tempranas. Estas preguntas también se encuentran en los personajes del creador, donde la moraleja no se ausenta sino que muta en una filosofía que, traducida a la acción titiritera, es cercana y seductora para el niño: toda acción tiene en la tierra un efecto directo en la existencia del hombre, que al deshacerse de su coraza de carne y hueso queda en resumido a su esencia,  una energía (representada con una pequeña luz roja) que antes insuflaba en el cuerpo humano, la vida.

El autor asume el riesgo de introducir en el imaginario infantil la religiosidad no como el dogma que impone el mundo adulto, pues no brinda una fórmula o credo inamovible que explique qué sucede con el alma; sino con tal de sembrar en el niño el conocimiento de algo místico que trasciende la existencia física de las cosas, ya sea convertida en seres níveos hechos de aire o en un cadáver volador.

En La casa del escarabajo el alma es arrebatada al padre de Ilu precipitadamente por el Scarabeus sacer, especie encargada de transportar las almas de los hombres al más allá. El pacto se mantuvo inquebrantable durante años hasta que se comenzó a liquidar a los insectos para analizar su anatomía. Ilu, la niña héroe de esta historia a quien el tiempo que pasa a solas le ha incrementado su imaginación, es criticada por su pasión por los bichos. La soledad es una condición inherente a los héroes de Medina, basta con recordar al niño de El hijo del viento que desde sus primeros parlamentos evidencia su añoranza por la madre ausente.

Ilu será la única capaz de devolverle el alma al padre, que despojado de sus sentimientos se distancia de la niña. La verdad sobre la venganza que trama el Sacer le será revelada por los cocuyos en una escena de gran artificio donde los títeres con las luces de sus cuerpos narran la leyenda mediante sombras. Otro escarabajo llamado Plucio, al que solo ella puede escuchar, será su compañero en la contienda, donde debe renunciar a su cuerpo y adoptar la forma de un Scarabaeus para recuperar el alma perdida, una suerte de escudero que le alertará de peligros y será el encargado de esclarecer una trama que por momentos se torna inaccesible.

Una vez que el conflicto ha quedado expuesto en una escena en el jardín donde Plucio le revela que debe ir en busca del Sacer para retornarle el alma a su padre, comienza a complejizarse una trama que se distiende debido a las numerosas trabas que la heroína encuentra en su camino. Este exceso de peripecia tiene un abrupto desenlace cuando un pájaro devora al Sacer, enemigo preponderante por sus poderes ancestrales y tamaño, casi el doble del resto de las figuras animadas. Lo que pudo ser un intento del director/autor por demostrar el poder del azar, deja inconclusos varios aspectos de la historia que aparecen tan solo enunciados, como el cuaderno de apuntes de la niña que se presenta al inicio como un objeto fundamental para luego no ser utilizado.

Respecto a otros argumentos como el de La muchachita del mar, las acciones en La casa del escarabajo no alcanzan el peso argumental de las de aquel, donde se mostraban con un alto nivel de síntesis las pruebas que la protagonista debe superar. La complejidad de los obstáculos que el Sacer le impone a Ilu no encuentran equilibrio en sus desenlaces, como es el caso del juego, donde Plucio le revela a la niña en qué esfera se encuentra el alma del padre. Son agentes externos (escarabajo Plucio, Pájaro) los que despejan el camino para Ilu; tal exceso de buena fortuna en la protagonista la aleja del esquema funcional donde el héroe alcanza el éxito por sus propios actos. Aún es necesario despejar la fábula de acciones que si bien aportan al ritmo trepidante del espectáculo, ensombrecen a nivel argumental, como la aparición de Vanesa, madre de Ilu, solo para dar a conocer la poca atención que esta le dedica a la niña, cuando es algo que podemos inferir desde que se presenta el argumento.

Afinado creador de muñecos, Christian Medina suple con astucia los instantes en que la fábula se dilata, haciendo de una sencilla persecución una danza acompasada de títeres. La fusión de técnicas como el guante, el marotte y el pelele de mesa enriquecen la visualidad al tiempo que aportan diferentes planos a las acciones, que transitan desde lo micro hasta lo macro. De una caja verde emergen los distintos espacios donde se desarrolla la historia: laboratorio, habitación de IIu, jardín, guarida del Sacer; mediante un vasto conocimiento del mecanismo se arman escenarios hechos a detalle y a diferentes escalas.

Si en una puesta en escena como La muchachita del mar, los objetos se transformaban de forma metafórica, un cubo de madera en un castillo o una cesta en un barco, en La casa del escarabajo hay una construcción más fidedigna de los espacios que recrea hasta el artículo más pequeño con total fidelidad. Dicha elección acompaña al argumento que toma como motivo la ciencia, y esta pudiera ser la razón por la cual todo objeto parece estar construido con precisión milimétrica. Al rodear a los títeres de un mundo objetual que los define: padre/laboratorio, Ilu/jardín, la caracterización de los mismos viene dada en gran parte desde la visualidad y no desde la palabra, aspecto propiamente titiritero.

Los mecanismos y figuras son accionados por Aylén Luna Suarez, Ángel Luis Montaner y Geydicary González Zamora, quienes logran armonía en un registro de interpretación que contempla el potencial del titiritero también como actor. Aunque la ambivalencia resulta una ganancia en momentos en que los actores enfatizan la carga dramática con una expresión y en otros donde el énfasis debería estar en el muñeco, nuestra atención se traslada hacia el cuerpo del actor. Los tres actores, aunque manejan con exactitud la partitura física de la obra y el despliegue de técnicas utilizadas, deben vencer la complejidad de la manipulación en esta puesta en escena que radica en transitar de la interpretación actoral a la anulación total en favor del títere.

La casa del escarabajo continúa una investigación para la escena que Christian Medina ha llevado a cabo mediante una praxis sostenida del ejercicio escénico, del que demuestra conocer sus claves. Sus piezas se ganan un lugar en el entorno del títere cubano en tanto apelan a explotar el potencial del niño como espectador poco prejuiciado por esquemas sociales y, por ende, con un diapasón de lecturas inagotable. Su poética no omite el divertimento; sin embargo, practica algo que parecía haberse ausentado casi por completo de la escena del títere: formar a un espectador desde edades tempranas con tal de que asista al teatro no solo como partícipe de juegos interactivos, sino para apreciar también desde la expectación, la artesanía y el artificio de un universo donde lo místico e irreal siempre tiene cabida.

Tomado de La Jiribilla