Por Roberto Pérez León
No hay peor reprobación que escuchar: “eso es puro teatro”. Hablando clarito y raspado, comúnmente, ser teatral es fingir a cara destemplada.
Así es que la teatralidad no es exclusiva de las artes escénicas. Lo teatral se manifiesta en muchos eventos de la cotidianidad.
La teatralidad puede ser una estrategia efectista para lograr algo o simplemente para “afocar”, llamar la atención mediante determinados comportamientos públicos generalmente exagerados.
Callejeramente la teatralidad es poner énfasis, hacerse notar ostensiblemente en tono de representación. Esa consistencia teatral que no se adquiere en ninguna escuela, que está suelta y sin vacunar en el diario discursear es una capacidad complementaria del engaño y del fingimiento cotidiano. Y punto.
La teatralidad cuando es al duro y sin careta puede ser una cualidad socialmente peyorativa; asumida la teatralidad desde los ángulos de la doblez tenemos que el concepto se desmantela en un calificativo displicente y despectivo.
Ahora bien, la teatralidad tiene matices o mejor decir niveles, viene nace del Teatro como agente transformador de la realidad y de la existencia misma del ser humano. Para entender la teatralidad lo primero es el otro, la mirada del otro: el espectador.
La teatralidad únicamente tiene realidad mientras está ocurriendo; solo queda de ella la transformación espiritual y emocional de quien la percibe a través de propuestas de apretadas sucesiones visuales y sonoras; todo ocurre ante nuestros ojos por un tiempo determinado en una propuesta espacial insólita dentro del discurso de la cotidianidad.
Como mi propósito es comentar el frenesí de la teatralidad de La Lupe, esa fabulosa cantante cubana, quiero decir que no hay nada más convocante para desarrollar una teatralidad ramplona que interpretar un bolero; hasta cuando se cantan en la ducha, ahí mismo es irresistible la necesidad, en cueros y todo, de ponerse teatral y llegar a lamentables expresiones corporales y vocales tras la cortina de la bañadera.
El oleaje de la teatralidad está en la visibilidad que aporta la representación como accionar desde la expresión de la corporalidad del intérprete; esa corporalidad es la depositaria de un caudal enunciativo donde la voz es un agente dinamizador de la teatralidad.
Cantar un bolero debería ser una más de las decimonónicas situaciones dramáticas de Georges Polti. Y otro cantar más fino es cuando se trata del filin con esas tan literarias propuestas que no escapan del riesgo de anegarse patéticamente en lo teatral.
Pensándolo mejor: ¿El filin es parte del bolero o el filin tiene personalidad propia? Habría que considerar la dialéctica que impone el desarrollo socio cultural y podríamos decir que el filin posiciona al bolero de una nueva estética musical. Entonces, dentro de nuestra cancionística comienza una era dadora de nuevo contenido además de musical, literario. Y por supuesto otra posibilidad de ser sensacional y emotivamente “teatral” si no se tiene cuidado.
Helio Orovio quien más pasión ha puesto a esto del bolero y su presencia en nuestra cultura era del criterio de que…
“aun cuando las canciones filinescas posean libertad interpretativa en lo formal, están sujetas a la posibilidad de ceñirlas a un esquema rítmico fijo, y entonces funcionan como boleros”.
Tuvimos una tropa de mujeres prodigiosas: Moraima Secada, Omara Portuondo, Elena Burke, Blanca Rosa Gil, La Lupe, entre otras. Con estas mujeres y con muchos hombres también se desarrolló el bolero y se inauguró lo que ya venía gestándose desde la Vieja Trova Santiaguera, pero que se configura plenamente por los 50 con la consagración del filin, y de ahí para acá hasta la Nueva Trova.
Lupe Victoria Yoli Raymond es La Lupe. Tal vez entre todas nuestras intérpretes musicales la cantante que hacía de ella un personaje de teatralidad sostenida, capaz de dinamizar la sensibilidad y la sensorialidad del espectador o del oyente.
La Lupe se cuestionaba su propio género y en el escenario fue según Hemingway “la creadora del frenesí”; Jean Paul Sartre la catalogó de un animal musical; Picasso dijo que era un genio y Cabrera Infante la definió como fenómeno fenomenológico. No sé si todos estos calificativos forman parte de la ilustre mitología de la cantante, como quiera que fuera la definen magistralmente
La desbordante teatralidad de La Lupe hacía que fuera admirada; admirada antes de entenderse; admirada porque sí.
Es que en todas las mujeres augurales de la cancionística nuestra prevaleció siempre, con mayor o menor intensidad, la interpretación como acontecimiento y convergencia de acciones, pasiones y actuaciones en un hacer comunicativo, o más bien narrativo; interpretar como acontecimiento que crea significados a través de un accionar capaz de impresionar y transformar al espectador; interpretar para producir un efecto como la clave del giro semiótico de la interpretación.
La Lupe tuvo una manera de interpretar que era un caos con orden dado por el ritmo que imponía desde la vocalización y la corporalidad donde montaba su voz.
La Lupe era unánime, cuando cantaba su unanimidad estaba armada desde lo discordante, lo desigual.
Melódicamente La Lupe era una sorpresa constante; ella fue lo que en matemática se denomina un conjunto disjunto; su armonía estaba precisamente en su incongruencia, en el desatino realizativo que era su accionar escénico.
El rumbo melódico de sus expresiones vocales se espesa y deja de ser transparente para mostrar progresiones y descensos que ahora son gemidos y luego notas de una insuperable y singular manifestación sonora.
Los registros vocales, el súbito de sus transformaciones, los matices encaramados en una particular corporalidad hacían de la presencia escénica de La Lupe un verdadero performance inusitado para el momento.
La Lupe era un performer cuyo maniobrar escénico era un permanente acontecer; todos sus espectáculos fueran donde fueran, desde la televisión hasta al cabaret, estaban dentro de lo performativo.
Y si digo performativo debo agregar que es a la vez asumiendo el concepto de teatro energético expuesto por J. F. Lyotard. La Lupe desplegaba en escena una intensidad de una lógica más allá de lo narrativo, ella no representaba, nada la hacía ficticia pese a que se posicionaba de un matiz más allá de la realidad, ella se presentaba en cuanto tal y por eso saltaba la barrera de la representación. Su accionar escénico estaba inextricablemente unido a una producción de sentido para el espectador que no era otra cosa que un suceder, un acontecer, repito, que amplificaba sensaciones y emociones, un suceder de un proceso riesgoso para ella y expectante para el espectador.
La letra de una canción en boca de La Lupe, fuera de quien fuera, era sometida a un proceso de deconstrucción; ella, como performer de fluidez y ambigüedad de desplazamientos semióticos y semánticos, agregaba códigos dadores de un nuevo sentido al descarrilar y singularizar superponiendo significados por medio de una vocalización y corporización extremas.
Quisiera poder incorporar a este texto la posibilidad de quien lo lea pueda escuchar la interpretación que La Lupe hace por ejemplo de “Puro Teatro”, esa canción tan despampanante que compuso su amigo Tito Curet para ella, donde se percibe la expresión de una subjetividad performática en tanto el cantar de esta mujer se traduce en un proceso indagativo, un acontecimiento que es notable cuando escuchamos al menos dos interpretaciones de la canción en tiempos y espacios diferentes.
La Lupe participaba de un trance al cantar. La Lupe no solo cantaba, enunciaba performativamente con desenvuelta y a la vez extraña mixtura haciendo un amasijo entre su hacer y su decir.
La Lupe en el escenario era un collage pero sin montaje, sus deslizamientos sémicos iban dando bandazos y cada espectáculo suyo era un potente ready-made.
La escritura escénica de La Lupe era caótica; consciente de su estar en el escenario dejaba que todo manara, que todo sucediera en ella, y en ese acontecer desmedido era notable su involucramiento al actuar dentro de un torbellino de emociones que producían inquietud, expectación en el espectador. En el caos estaba el riesgo que tenía que asumir como performer.
La Lupe en cada aparición era un dialogar vibrante entre gestos con el diablo en el cuerpo entero y todo su sistema fónico; lograba una singularidad dentro de lo plural de su presencia escénica de exclusiva energía concreta, brotante entre tensiones musculares y nerviosas, acudo ahora a la memoria que tengo del preclaro concepto de energía de Eugenio Barba que sin abstracciones conceptuales calificaba la energía actoral como energía artesanal, amasada, ordenada, encausada por lo performativo para dar el ánima correspondiente al cuerpo.
La Lupe fue una forja entre pasión/razón/acción/afección en el temple de la picardía de lo cubano.