Por Edgar Ariel
Signos cósmicos: Los toros de Eetes. La Balanza de Alcínoo. El Carnero de Frixo. La Cabra, símbolo de lujuria, para recordar los amoríos en Lemnos. El León de Rea. Los aguadores de Egina. Los Dioscuros como los mellizos Celestiales. Medea con manto de virgen, quizá por enseñarle a los marrubios, tras continuos destierros, el arte del encantamiento de las serpientes (serpiente que será Escorpión en el Cosmos egipcio, como el Escarabajo, símbolo de regeneración, será Cangrejo). Heracles como arquero –poco le servirá, el arco, en la lucha contra el Toro, que será a manos limpias. Dé qué vale el arco, y la flecha, si a ese Toro, cretense, solo se le dará muerte en la llanura de Maratón.
Todos signos del zodíaco.
Signos anestésicos: La ciudad circuida por columnata: Antinoe, mandada a construir a la vera del Nilo, donde se pudre, entre el légamo verde, el muchacho bitinio. El cianuro consume la garganta de Emma Bovary; sobre el alféizar que domina el bosque color de otoño un pañuelo azul y, bordado, el nombre León empapado de lágrimas. Canto miserable de Gavroche delante de la barricada. Seppuku[1] admonitorio de un joven enviado a Manchuria y, en el desangre, el Segundo, gran maestro de la espada y amante del Señor de la guerra, le da muerte, después de varios golpes fallidos.
Todos signos del dolor.
Signos posdramáticos: El marco que encuadra el Guernica en el MoMA, hecho con maderas de coníferas, diseñado por Picasso y realizado por la empresa catalana Castelucho-Diana, muestra decenas de pequeños agujeros, presumiblemente horadados por insectos de la familia Termes, aún por definir. Los contaminantes más peligrosos para este armazón, explica AnnyAviram (restauradora), son el polvo, las fibras de los abrigos y la saliva que la gente lanza al hablar. El MoMA, llamado necromuseo por Paul B. Preciado, se convierte en el primer museo que manifiesta su desacuerdo con las leyes migratorias del presidente Trump. Siete obras de la colección permanente (Picasso, Matisse, Picabia…) fueron sustituidas por otras de artistas de países vetados por Trump. El MoMA es un museo performático que subvierte la categoría política. El arte contemporáneo no se permite que “el artista” no sea ensayista, teórico, y conocedor de su rama. Que la conozca más que el pájaro que se posa en ella, y en ella hace sus necesidades y le recuesta sus partes pudendas. Al parecer la Abramović lo dejó claro: el arte, para que sea arte, no puede permitir que el Guernica y su armazón de conífera sean devueltos al Prado, total, ya ha sufrido demasiado y no hay que exponerlo a nuevos peligros. Allí está perfectamente expuesto, no hay que someterlo a otro viaje trasatlántico. Ya se acabaron los tiempos de conquista y dominación.(Mientras se escribe este panfleto el cuadro con su marco de conífera son trasladados, subterráneamente, al Reina Sofía.)
Todos signos polifónicos y no monódicos; es su naturaleza. La naturaleza del signo es indirecta. Ni el tiempo, gran escultor, modifica esta variable.
Capacidad ritual del signo (elucubraciones personales)
A partir del signo no se puede explicar, entender, una obra de arte. Eso sería vulgarizar la creación artística. Descuartizarla en nada. En fragmentos insuficientes.
El signo, para ser, tiene que repetirse. “Basta (…) que haya un signo, es decir, una repetición”[2]. Asimismo, el rito designa conductas específicas ligadas a situaciones y reglas precisas, marcadas por la repetición. El signo, si lo asumimos desde una perspectiva dinámica, es ritualizador.
Así como la ritualización precisa la adaptación de esquemas arcaicos de comportamiento en una función específica de comunicación, como capas que se superponen en el devenir humano, a manera de palimpsesto, el signo se define como el “antecedente evidente de un consecuente, o el consecuente de un antecedente, cuando se han observado previamente consecuencias semejantes”[3]. Esta definición, tautológica en su síntesis, parece superada, pero el signo, no lo olvidemos, es una invención humana, y el humano necesita la confirmación.
Sentencia Derrida: “Rechazar la muerte como repetición es afirmar la muerte como gasto presente y sin retorno”. Rechazar la naturaleza repetitiva –si se quiere reproductiva y representativa– del signo, es afirmar el acento taciturno del ser humano y negar su retórica de la reproducción. El signo nos sigue pareciendo misterioso a fuerza de evidencia. Como nos sigue pareciendo misterioso el abatimiento ante las heridas de una caravana fúnebre. Ni en la muerte encontramos significados, todo lo contrario; es en la muerte donde se patentiza y legaliza el significante infinito.
Pueden existir ritos sin dioses y sin misterio, pero el rito no existiría sin la fe y tampoco, sin duda, fe sin rituales. Los signos son una convención que han necesitado, para subsistir, de la fe. El signo es una creencia, una construcción idealizada, por tanto, para que exista, necesita de la fe. Todo se funda en la fe, y quizá, también, en el signo.
Si bien no existe ritual que no conciba al cuerpo como soporte directo o indirecto, el signo es inseparable de la palabra. El ritual prefiere el cuerpo porque este es el único mapa donde puede fijar las marcas de su acción y su proyecto.
Con Foucault, en Vigilar y castigar, “el cuerpo existe en y a través de un sistema político”. El signo también está rodeado de fuerzas políticas, atrapado por mecanismos de poder.
La ritualidad concibe un enlace básico entre la fe y la corporeidad. De igual manera, la palabra asegura la representación del signo y su posibilidad de repetirse “más allá del ser”, eso que Artaud llama con propiedad cuando dice que “el problema del ser no es más que la consecuencia de aquello”[4].
Sin embargo, toda repetición conlleva desgaste, entiéndase mutación de las pulsiones sígnicas. El signo desecha el “significado” per se y lo convierte en un “significante” infinito. El signo sobrevive en medio de una crisis perpetua de significantes. En medio de una crisis perpetua de la fe. La crisis perpetua de significantes erotiza al signo. Tal vez sea por esto que le creemos y lo asumimos como verdad.
El último recurso reposa sobre el yunque, ensangrentado
Hay mucha violencia en El último recurso, pieza de la compañía Los hijos del director con material coreográfico de George Céspedes en colaboración con los bailarines.
Será porque estos son tiempos violentos. De los seis cuerpos que componen la armazón coreográfica, dos son hombres, cuatro mujeres. Los hombres dejan crecer su barba no al descuido. La chiva, como se conoce a la barba que se deja crecer en la zona de la barbilla es tendencia. Esta forma de barba no es romana, pero pienso en Claudio, el Emperador, pienso en el libro que escribió Robert Graves en su nombre.
Busco en el libro un fragmento que recuerdo de esa lectura de juventud. No encuentro la página, abajo, a la derecha. Quizá ni exista el relato, pero conservo el recuerdo de la anécdota, apócrifa, tal vez, construida en mi memoria. El momento en que muere Livila, la hermana de Claudio, y este ordena a todos los romanos a no cortarse la barba como símbolo de duelo.
Aun en la escultura que se conserva en el Museo Vaticano de Claudio divinizado como Júpiter, o en el busto encontrado en la isla de Thasos donde Claudio es coronado por hojas de roble y conservada en el Louvre, observamos, sobre su rostro lampiño, una sombra. Estos son tiempos muy violentos.
El argumento de esta obra, como lo razona Pierce, un signo de ley necesariamente verdadero y concretizado, radica, creo –en cuestiones de significación siempre dudo– en el momento que los bailarines se concentran y construyen con sus manos, en un ejercicio de pantomima, una esfera. Dentro de la esfera imagino el último recurso, protegido por manos de pórfido durísimo. Desde el inicio parecen guerreros, parecen el más antiguo ejército asirio.
Toda batalla convoca a la sangre, y la sangre, a su vez, al rito. Los guerreros muestran su coraza ensangrentada (overoles), sus torsos quedan desnudos. Miran fijamente, de manera agresiva, con intención de fulminar (no a los pobres espectadores) a un ente que, sobreentiendo, los oprime.
El último recurso es una obra ritual, donde los bailarines-guerreros ritualizan ese último recurso como material (inmaterial) significante.
En el programa de mano que acompaña a la pieza hay una fotografía de la réplica de la estatua ecuestre de José Martí construida por la escultora estadounidenseAnna Hyatt Huntington. En el programa de mano, el Maestro tiene, como remedo de una cabeza extraordinaria, una nube. ¿Qué significa la nube? Quisiera responder, pero ese es un significante infinito.
[1]Término que se prefiere al de harakiri, más popular.
[2]Concepto largamente definido por Jacques Derrida en El teatro de la crueldad y la clausura de la representación. Documento digital (s.f.). Centro Criterios.
[3] Definición de Thomas Hobbes en Leviatán, citado por Umberto Eco en Tratado de Semiótica General.
[4]Citado por Derrida ibíd
En portada: El último recurso / Foto Simon Wachter / Tomada de la página en Facebook LOS HIJOS DEL DIRECTOR
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