Vaslav Nijinski en L’Apres-midi d’un faune. Foto: Tomada de Internet
Por Noel Bonilla-Chongo
Ya se sabe, el estilo académico definido por Petipa nos donó como gran botín, “el ideal de completo control del cuerpo y de cada una de sus partes”. Así entró la danza al naciente siglo XX -época de grandes acontecimientos sociales, económicos, políticos, científicos, culturales y artísticos- como acción perpetua de motilidad.
En la danza, se diseñan dos grandes tendencias: la asimilación de las herencias del pasado, y su mordaz discordia. Paralelamente a la persistencia de los códigos del clasicismo, a veces sacudidos y puestos al gusto del día, se viene produciendo una verdadera estampida de formas, conceptos, modos cambiantes.
La danza del siglo XX tuvo varios perfiles: la evolución del ballet clásico, el nacimiento de la danza moderna que más adelante tomará el camino de la danza contemporánea en detrimento del modern jazz; así como la emergencia de nuevas danzas (hip hop, danzas orientales…) dejan ver una expansión muy importante. La mezcla de culturas, la pluralidad de fuentes temáticas, la disparidad corporal, los avances en los estudios sobre las leyes del movimiento, la exploración de las nuevas tecnologías, etc., estarán al centro de las obras contemporáneas.
Por otra parte, la “deliteración” vivida por el arte teatral desde finales del XIX, dejan emerger muchas prácticas que significan un retorno del cuerpo (mimético, ritual y de poder), dinamizando los modos de “ser en danza”, el sentido constructivo del movimiento en un espacio-tiempo determinado y la propia corporalidad del lector-espectador, convidado por las experiencializaciones de espacio teatral que sobrepasa la frontalidad del clásico teatro a la italiana, su sala y su escenario. Se aviene entonces, un “giro performativo” (no solo en la danza, sino en todas las artes en el transcurso de todo el siglo XX y lo que va del XXI.
De Loïe Fuller, François Delsarte, Emil Jacques Dalcroze, Isadora Duncan, Ruth Saint Denis, Vaslav Nijinski, Rudolf von Laban, Mary Wigman, a otras figuras modélicas que fraguaron cierta “fisión” de “una” estética de la danza tras el hibridismo, la alianza de diferentes prácticas artísticas y los múltiples dispositivos de la experiencia estética puestos en juego en los procesos creativos y producciones simbólicas; las derivaciones favorecidas por la danza moderna, posmoderna y contemporánea, hoy por hoy, permiten apreciar ese umbral (señales, preludios, accesos, términos) entre el placer de hacer (“performatividad”) y la necesidad de decir (“semioticidad”) tan recurrente en el discurso coreográfico. Igualmente, nos advierte cómo entre la materialidad del cuerpo danzante, las contingencias del espacio, las dinámicas del movimiento, el descubrimiento del espectador como un co-jugador corporal de la puesta en escena, etc., será testigo de los tránsitos a recorrer en lo adelante.
Dentro de una férrea voluntad de hacer tabla rasa del pasado, la(s) nueva(s) danza(s) explorará(n) todas las capacidades del cuerpo en juego para desarrollar su eficacia movimental en el espacio danzante. A partir de ahora, todo será posible. En este aun debutante siglo XXI, tener una perspectiva lo suficientemente dilatada del asunto, permitirá analizar cómo las diferentes evoluciones y revoluciones, en sus continuidades y rupturas, dejan ver la inoperancia de aquella barrera infranqueable entre “lo clásico” y “lo contemporáneo”. A partir de entonces, prorrumpirá una forma de arte que coloca tradición e innovación al servicio de una gestión artística y creativa auténtica.
El siglo XX exhibirá como marca la celeridad que acompaña sus múltiples cambios, la parcelación del espacio y la new mecanización del movimiento. La danza, inscripción por excelencia del movimiento en el espacio, encontrará en él, una plaza privilegiada y la ocasión precisa para amplificar sus desafíos. Maneras de pensar desde el cuestionamiento, el proceso creativo deviene búsqueda de oposiciones, rupturas, negación de la narratividad, experimentación con la temporalidad y la visualidad. De la gestión futurista de Diaghilev y la intuición inspirada de Isadora al modelado psicoanálisis de Martha Graham; de las estudiadas construcciones de Rudolf Laban a los espacios imaginarios de Mary Wigman; de la revolución “serena” de Merce Cunningham a la revuelta de sus cadetes postmodernos, etc., las turbaciones del pensamiento se expandirán en todas direcciones. Hecho este que, al presente (por fortuna), no ha depuesto sus instrumentos de pugilato.
Por igual, el ya anunciado tiempo de progreso que trajo el XX, desde los descubrimientos científicos a la expansión colonial, en esa mezcla excitante desconocida desde el Renacimiento, hará que la humanidad dance sobre un volcán: el preludio de una guerra mundial que cambiará inexorablemente el orden de las cosas al pasar a una new era industrial.
Nacerá la nueva sociedad, siendo otras las necesidades, los deseos, las utopías. Ellas se cristalizan a partir de la noción de “modernidad”, bajo el signo del “movimiento” (automóviles, aviones, imágenes cinematográficas, cuerpos liberados por la moda, por la práctica deportiva y enfatizados por la iluminación eléctrica. Y la danza, para participar de esa dinámica tendrá que buscar otros subterfugios, pues “su” institución, la Ópera, estaba quebrantada por su inmutable tradicionalismo.
Quizás, entre esas alianzas recurrentes, se les debe a las visiones fulgurantes sobre el mundo aquietado del ballet y el rol de las bailarinas en él, ciertas alertas del status quo del espectáculo balletístico parisino contenidas también en el art poético de Mallarmé. Alentado por Richard Wagner, se vuelve espectador crítico constante y advierte que “al igual que la poesía, la danza no tiene una sola lectura ni una única memoria”. En “Les fonds dans les ballet”, Mallarmé remarca que todo debe ser espectáculo, que la mirada es quien transforma las cosas y el tema encerraría toda la problemática teatral. No olvidemos que fue él quien inspira L’Après-midi d’un faune en 1876, coreografiada mucho después por Nijinski. Luego, al ver a Loïe Fuller (predilecta del público parisino), ponderaría su “elegant fusion aux nuaces vélocées”.
Sin dudas, la danza le brindará las más elocuentes figuras metafóricas a Mallarmé, al punto de significar la sensación de un poder infinito para el cuerpo del danzante. Pero el poeta francés fue un incomprendido por sus contemporáneos y por el pequeño mundo de la danza en la Ópera; su pensamiento, de una agudeza aventajada, definió como ninguna otra al espíritu de la danza clásica del momento.
Al parecer, la novedad se asoma fuera de las paredes del templo de la danza, a dos cuadras. En el Edén Palace, se presentó Excelsor, acción coreográfica en seis partes y once cuadros del italiano Manzotti. Había sido creada en Milán en 1881 y oponía el progreso de la civilización al oscurantismo del pasado, dentro de un estilo heterogéneo que ya vendría divulgando las revistas de music-hall, les Folies-Bergère y las operetas de feria del teatro Châtelet.
Hechos estos que van avisando cierto aire de esperanza renovadora en los modos de pensar la escena coreográfica. El espectáculo de ballet, sus intérpretes y promotores, estimulados por el gusto exótico, por danzas de Cambodia e India muy en boga, van encontrando otros puntos de partida hacia una nueva era en el arte coreográfico.
Tal como anunciamos, serán las norteamericanas Loïe Fuller e Isadora Duncan quienes encarnarán la nueva danza. Ambas, libres de toda formación clásica, retornan –por analogía- al inicio de la historia del ballet, o sea, colocar sus cuerpos al servicio de la expresividad. Consideradas, Isadora más legitimada que Fuller, como ascendentes de la danza moderna que procuran situar otras concepciones sobre el arte danzario. Muy diferentes, particularmente en cuanto al nivel operativo de la técnica y el tratamiento espectacular del cuerpo; estas dos pioneras en el plural camino del XX al XXI, están muy distantes del ambiente reinante.
Michel Fokine queda perturbado por la danza de Isadora, entonces, en sus venideras propuestas con Les Ballets Russes, tratará a toda prueba, de trasferir sangre renovada al exiguo clasicismo. Igualmente, París será el lugar de entrecruzamiento del músico suizo Émile Jacques-Dalcroze, unos de los teóricos precursores de la danza moderna y el joven Rudolf Laban quien, desde su obra polifacética, esencialmente reorientada hacia el análisis del movimiento (aún hoy el instrumento de investigación más completo que existe para profundizar en la “idea interna” de la danza); allí, en la Ciudad Luz se va gestando la partida de la escuela expresionista alemana. Ruth Saint-Denis, gran dama de la danza libre americana, también hará sus apariciones esporádicas en París. Colette (más conocida por su obra literaria) se dedica en los bulevares a la pantomima, arte en plena expansión.
Reina en París una atmósfera de fuerte emulación escénica, se escucha con frecuencia hablar de una danza moderna que gana terreno, manifestaciones estas reservadas a la vanguardia citadina. Aquello que el gran público está por descubrir, a pesar de todo, todavía está en los registros del ballet académico. La danza moderna, hija legítima de los progresos del siglo XX encontrará escenario fértil en Alemania y Estados Unidos, donde la tradición clásica ejerce menos peso coercitivo. París, aguardará por Sergio Diaghilev y Les Ballets Russes, quienes, en su “fuga” de San Petersburgo a “occidente”, sintetizarán la seducción por la novedad.
Referencias:
Carlos Pérez Soto. Proposiciones en torno a la historia de la danza, LOM Ediciones, Chile, 2008.
Histoire de la danse http://www.theatreducapitole.fr/pdf/Histoire_du_Ballet.pdf
Stéphane Mallarmé. Les fonds dans les ballet, Divagations, Gallimard, París, 1945
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