Por Roberto Medina
La palabra coil alude, en inglés, al movimiento repetitivo y cíclico en espiral. Además da título a una obra del coreógrafo cubano Julio César Iglesias, quien continúa apegado a Danza Contemporánea de Cuba, a pesar de residir desde hace años en Europa.
Coil presenta un sobrecogedor mundo distópico, sustentado en relaciones personales de violencia física y sicológica, arraigadas en lo profundo del tejido social. Según la perspectiva adoptada por el coreógrafo, es ad eternum, es decir, un modo permanente de interrelacionarse los seres humanos, donde el individuo, inmerso en medio de un estado generalizado de agresividad, adopta por costumbre social esa actitud y la devuelve hacia los demás.
Como para no dejar duda sobre la agresividad, vista como un estado natural del hombre, apenas comenzada la obra introduce un detalle significativo: los bailarines se abofetean mutuamente, ejecutado con un efecto sonoro que acentúa el impacto gestual del golpe. Se propone lograr una fuerte sacudida en el público. Llamar la atención hacia ese modo de actuar.
La mujer no está exenta de reciedumbre en ese proceder porque al igual que los hombres, ripostan sin titubear con movimientos fuertes. Golpean al hombre con igual o aun mayor furia. Se agreden sin emoción, de forma maquinal e instintiva, de uno a otro bailarín y viceversa, con una complacencia y disfrute que por momentos adquiere un carácter semi-sádico.
Se satisfacen violentándose recíprocamente en lo físico y en lo sicológico. No hay, por consiguiente, agresores o agredidos. A lo cual se añade el hecho de ser sometido un bailarín a la tortura de las cosquillas que les hacen los otros; comenzadas como un juego ingenuo y gracioso – del cual todos hemos sido partícipes en algún momento– pasa a convertirse en una situación en extremo incómoda para quien las recibe.
Por consiguiente, se construye una gama de relaciones no ajenas a la agresividad que se efectúan en la vida cotidiana. Modo de conducta al cual están habituadas en principio las personas y las perpetúan socialmente.
Desde el punto de vista de la recepción, el coreógrafo acerca esos signos de un modo sintético al público. Le hace llegar indirectamente el mensaje. Nadie está exento de culpa.
Se reafirma la ejercitación sistemática de la violencia con el salto a caballo de un bailarín sobre otro, realizado con satisfacción de forma recíproca y en ritmo creciente. Con esto se traduce simbólicamente a movimientos la idea poco ética de “saltar o pasar alguien por encima de otro, con tal de lograr su objetivo”, donde se intercambian los roles del saltador y del que es saltado.
El carácter biunívoco está marcado con mucho énfasis y cualifica el modo de darse esa relación. No representa una manera unilateral de ejercerse dominio de unos sobre otros. Ejecutada en reciprocidad es el signo de una respuesta condicionada del individuo, incorporada por todos en el diario vivir, sin aflorar detrás un margen de libertad dubitativa por el coreógrafo para decidir si hacerlo o no. Esta acción es mostrada casi a manera de un mecanismo de acción-reacción, instantáneo e inconsciente, aunque calculado por sus ejecutantes en la realidad: si me golpeas te golpeo. Muy alejado de poner la otra mejilla, según prescribe la ética cristiana.
Julio César, en su reflexión artística sobre la sociedad, aborda la violencia de forma abstracta en el sentido de ser algo inalienable al ser humano. La resalta de alcance transhistórico, no restringida a un contexto histórico concreto. Es manejada por el creador como si estuviese sustentada en los criterios de observación utilizados por la “instrumentada objetividad” de la ciencia conductista, la cual describe modos del comportamiento humano y encuentra notorias similitudes con la agresividad de los animales.
La analogía de lo humano a lo animal atraviesa toda esta obra coreográfica y es un hilo conductor a ser considerado en el análisis e interpretación de su presupuesto conceptual. Moviéndose en una formación circular de un carácter ritual muy primitivo, en medio de una sonoridad musical ajustada a ese fin.
Los bailarines, atrapados en un remolino que no los deja escapar, se entregan con acrecentadas energías de modo casi inconsciente, aturdidos y embelesados a ese ceremonial oscuro. Forman en imagen una unión que recuerda en mucho el comportamiento de una manada en la cual los miembros están agrupados pero no establecen lazos solidarios, pues en un momento dado se auto-agreden salvajemente en una reacción con mucho de instintivo e irracional.
La comunidad danzaria es mostrada claramente gregaria en escena, pero no colaboracionista entre sus miembros. Se explicita en la colocación de los bailarines, quienes a pesar de estar agrupados en un cuerpo coreográfico –en símil a un cuerpo social— se comportan semejantes en sus movimientos pero sin contacto entre ellos.
Es muy significativo que nadie se acerca al otro en esa manada o agrupación ritual. Inmersos dentro de ella, los bailarines están simbólicamente en la más extrema soledad, signo de un grado de artificialidad de lo social que en ciertas ocasiones se desgarra y revela lo ancestral del trasfondo de un proceder animal no olvidado, aparentemente apaciguado, susceptible de ser rastreado de un modo impactante a través del arte.
Mientras tanto musitan palabras o sonidos a la manera rítmica de “aullidos”, de sonoridades guturales, como si a pesar de los milenios de progreso, el hombre no se hubiera podido desprender de lo salvaje, siempre actuante en lo profundo, aunque las formas civilizadas del comportamiento social parezcan haberlo dejado atrás.
En el reforzamiento de ese mensaje conceptual son allanadas las individuales inconformes, deseosas de escaparse de esa condición, como es observable en lo escenificado, para ser castigadas “ejemplarmente” esas actitudes escapatorias del redil por algunos representantes de ese mismo cuerpo social, quienes salen del conjunto danzario arremolinado, encargados de reducir a la nada y con una fiereza extrema cuanto intento de separación de lo grupal se trate.
Siendo observados esos enfrentamientos por el resto de la manada social, con inexpresividad y fuera de estremecimientos emocionales, a pesar de resultar esos duelos una contracción de la individualidad y resultar en ocasiones mortales para algunos de los contrincantes escapados, como se hace escénicamente evidente, sin que se exprese por parte de los observadores-testigos el deseo o la voluntad de intervención separadora de los bailarines enfrentados.
Los personajes agrupados en una masa anónima se presentan confinados a una situación alienada de la cual no son conscientes y no pueden ni luchan por escapar. Todos se entregan de una manera ciega a esa agrupación sustentada en la ritualidad, que asemeja a los participantes de un modo indiferenciado, sin dar asomo a verdaderas individualidades. La culpa interiorizada o el temor es la exigencia del poder para dominar la mente y el cuerpo de los sujetos.
El coreógrafo no deja margen en Coil a la ternura, a la conmiseración, esto recuerda poderosamente en filiación lo anticipado décadas atrás por el teatro de la crueldad. La idea dominante de esta obra danzaria es la de ser la vida humana un eterno escenario de combate. Muestra un camino civilizatorio que conduce al despliegue de lo salvaje en el hombre. Nada extraño si se mira el panorama actual donde las represiones sociales no provocan igualmente una sublevación general, y las personas permanecen acalladas ante la agresividad ejercida por unos grupos sobre otros por temor a las represalias. Se quedan en ser pequeños intentos de separase, de manifestar su deseo interior de independencia para caer nuevamente bajo el trenzado de las redes del poder.
Como es también propio en sus coreografías anteriores, la música en Coil se hace progresivamente más inquietante. Deja ver en las músicas seleccionadas el universo dramático que le atrae: sus obras están regularmente cargadas de fuertes conflictos, de violencia, de lucha física. Nada de dulzura se destila en sus creaciones. Es la presentación reiterada de un mundo no-armónico, expresado en la articulación imbricada entre lo rasgado de lo sonoro y el movimiento danzario considerado bajo ese mismo carácter.
Nuevamente en Coil, como hiciera igualmente en una obra suya anterior, La segunda piel, el ambiente opresivo de la música se desata en la danza en la manera agreste de ejecutar los bailarines los movimientos coreográficos en medio de una ritualidad desenfrenada, matizada por la violencia sin blandura alguna; marcada por un sentido sórdido, posesionado en los movimientos de los cuerpos danzantes en sus acciones grupales e individualizadas.
Julio César nos tiene acostumbrados a las sonoridades extrañas, secas. Adscritas en cercanía a la música experimental y la música techno, tomadas de los grupos europeos a los cuales tiene acceso por residir en Europa y que emplea para sus puestas.
Sonoridades peculiares a veces elaboradas desde lo folk que crean atmósferas peculiares como es este el caso, apropiadas a la presentación de esos mundos desgarrados, y de pasados remotos, presentes o futuros, nada complacientes, que conforman peculiarmente sus visiones creativas. Ese puede considerarse un rasgo distintivo general de la naturaleza estética de su mundo expresivo, no solo de esta obra. Él siente el estremecimiento de las hirientes vibraciones sonoras de esas músicas. Le hacen imaginar las situaciones coreográficas de esos mundos que nutren su imaginario creativo tan distintivo dentro de los coreógrafos cubanos.
El rasgo hipnótico de esas músicas estimula en sus creaciones coreográficas la visión de las personas insertas en acciones colectivas. Diluidas sus individualidades en esas arremolinadas agrupaciones sociales, se dejan arrastrar en ese fluir sonoro y gestual en donde sus vidas opacas encuentran un impulso, una fuerza, un dinamismo impetuoso del que no pueden ni quieren sustraerse. Obligadas las personas a acatar esa contracción de sus vidas, arrastrados en un torbellino repetitivo que parece no tener jamás fin, afirmado lo humano en el egoísmo, en el eco social del comportamiento animal.
En Coil no estamos ante un espectáculo escénico que nos retrotraiga necesariamente a los orígenes remotos de la humanidad. Por el contrario, los bailarines vestidos de blanco parecen más pertenecientes a la visión distópica de una sombría sociedad futura en la cual aún permanecen las semejanzas de las conductas humanas respecto a la agresividad animal.
En concordancia, la música envuelve a los bailarines con una sonoridad inquietante cuya dureza despliega las fuerzas de lo irracional. Si alguno de los individuos decide mostrar al público los entresijos de su atormentada sique solo lo hará cautivo en su soledad, como ocurre escénicamente hacia el final a través de un bailarín, modelo del comportamiento posible de lo que le ocurre a los demás.
Ese pobre y limitado recurso es el muy estrecho margen de libertad que el confinamiento social les permite a sus vidas. Esa voz danzaria singular es la representación del íntimo y acallado deseo general de atisbar un reducto de armonía que los sustraiga del conflicto y el caos que envuelve a todos.
Lo grupal se instituye en una zona de peligro, caracterizado por un pronunciada negatividad. Connota lo desquiciado, el signo de la enajenación, de la pérdida descontrolada del camino, supuestamente civilizado en el cual el hombre transita por la historia. No deja avizorar una salida. Unos bailarines hacia el cierre dan vueltas lentamente sobre sí mismos. Más que materialidades corpóreas de los cuerpos danzantes, parecen almas en pena, condenadas a seguir en esa continuidad de manera permanente de por vida.
Aquí lo cíclico, el sentido oculto del término coil usado como un paratexto para el título, se hace manifiesto. Es la imagen conceptual y artística sobre la cual el coreógrafo ha construido íntegramente el espectáculo. Es un moverse en redondo formando un movimiento circular, girar y dar vueltas sobre sí infinitamente bajo un haz de luz, que lejos de ser una luz redentora, indica simbólicamente la presencia de un confinamiento, la reducción a ese escaso espacio de encierro permanente.
La imagen final de dar vueltas sobre sí mismos mientras cae una arenilla lentamente desde muy arriba, evoca un reloj de arena. Lo es en sí. Es por tanto una imagen danzaria del transcurso del tiempo, del tiempo infinito al cual están condenadas las vidas individuales; y del suceder individual, generación tras generación, a perdurar bajo un sufrimiento interior muy callado, con un doloroso y permanente sufrimiento existencial.
Idea que encuentra en la filosofía oriental su expresión más esclarecida como condición permanente del Ser en el mundo, y luego proliferara en el pensamiento contemporáneo y el arte occidental como una visión estremecedora de lo civilizatorio que pende amenazante.
En portada: Coil / Foto tomada de la página en Facebook Danza Contemporánea de Cuba (DCC)
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