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En La Escena, Un Oficio De Patria

Por la demanda del público, la puesta en escena Oficio de isla se extenderán hasta el 21 de octubre. Ese día habrá doble función, 3:00 pm y 6:00 pm.
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Por Vivian Martínez Tabares / Fotos Sonia Almaguer

Muy recientemente, un acontecimiento moviliza el teatro cubano: Oficio de isla, la puesta en escena dramático-musical-danzaria-performativa e instalativa creada por Osvaldo Doimeadiós con un numeroso grupo de artistas, mayormente jóvenes, a partir de la provocación que fue para él el texto Tengo una hija en Harvard, del actor y realizador cinematográfico Arturo Sotto.

El estreno tuvo lugar significativamente el pasado 10 de octubre, en consonancia con el esencial sentido patriótico del montaje, que articula un productivo rescate del vernáculo, acorde con nuevos tiempos de la escena, con notable presencia del humor y la música, y dentro de un contexto artístico en el que se integran un performance como obertura de notable carga simbólica y un grupo de instalaciones como coda útil para el intercambio y la tertulia entre artistas y espectadores.

El detonante temático es un acontecimiento histórico singular y poco conocido ocurrido en Cuba en pleno albor del siglo XX, un hecho que, como afirma con acierto el ensayista Víctor Fowler –y lo cito de las notas al programa de mano: “no solo merece ser reconocido como un hito en cualquier reconstrucción de la diplomacia cultural mundial, sino que fue en su momento una gigantesca puesta en escena de las fuerzas que daban forma a Cuba y a los Estados Unidos”. Se trata del viaje de 1273 maestros cubanos a la Universidad de Harvard en el año 1900, propiciado por el alto centro docente como un gesto que, en el contexto de la ocupación estadounidense, permitiera a los docentes, durante seis semanas de convivencia con sus anfitriones, cultivarse y aprender de la manera en que se ejercía la educación en la gran potencia.

El tema ha dado pie a un libro, luego a un documental, y a la pieza teatral de la que parte este espectáculo. En Oficio de isla Doimeadiós combina en el escenario a un numeroso elenco de actores de diversas procedencias con la banda de música de Rancho Boyeros bajo la dirección de Daya L. Aceituno Rodríguez, y la Banda de gaitas Eduardo Lorenzo, de la Sociedad Artística Gallega, y la bailarina y coreógrafa Gretel Montes de Oca. El director estructura el espectáculo al sumar a la breve obra de Arturo Sotto fragmentos de la “revista política, joco-seria y bailable en un acto, cinco cuadros y apoteosis final” ¡Arriba con el Himno!, escrita por Ignacio Sarachaga en colaboración con Manuel Saladrigas en 1900, y cuya relectura nos sorprende hoy por la perdurabilidad de algunas cuestiones aludidas en sus pasajes.

Este referente se trata de una obra netamente revisteril y en la cual la contradicción esencial pasa por el destino de la nación cubana, en medio de la discusión entre un “simpático” interventor yanqui y el hombre que le sirve de guía y le muestra facetas de la realidad a través de personajes populares y de los barrios habaneros, los periódicos, las calles de la capital y las corrientes políticas, personificados en libérrimas alegorías que rescatan un recurso medieval característico de las moralidades, marcado por la debilidad de la acción y la acentuada finalidad satírica. Así, el desfile de figuras alterna con abundantes números musicales, de los cuales el montaje actual rescata el elocuente y chispeante forcejeo entre el cubanísimo danzón y el foráneo y el tieso e insustancial Two Step.[1]

La puesta en escena, itinerante en su inicio y final, ocupa una nave del Muelle Juan Manuel Díaz, y nos adentra en las circunstancias y las tensiones entre las que se produce, a nivel personal y familiar, el paso de Cuba del dominio colonial español a la condición neocolonial bajo el dominio de los Estados Unidos y su impacto cultural más amplio. El diseño escenográfico de Guillermo Ramírez Malberti y el de vestuario de Oscar Bringas –también director asistente—y Álida Gutiérrez, optan por el color blanco y el primero dispone una serie de siluetas de fragmentos de la ciudad en miniatura y antes las filas de espectadores, que enmarcan la escena y refieren sintéticamente a la urbe colonial que fue La Habana. El diseño de luces de Tony Arocha y el de sonido de Juan José Gómez, atemperan el artificio teatral con la atmósfera diurna junto al puerto.

Una historia de amor es el centro, atravesada por el interés de una joven muchacha en ser parte del grupo de maestros viajero, y por las reacciones de sus padres, de algunos de sus pretendientes y del cercano representante de la Iglesia. Las opiniones que se cruzan, salpicadas de los temas más cotidianos y de efectivos juegos de palabras, dan pie a un jugoso debate sobre la nación y sus más genuinas aspiraciones.

Pero lo más importante a mi juicio de Oficio de isla más allá de su efectivo rescate de la tradición es que, lejos de ser una pieza museable, que salva del olvido hechos reales de nuestra historia y los recrea por los medios de la escena, se trata de un espectáculo teatral y musical vivo, que al tiempo que analiza las contradicciones de aquel momento, está arrojando luz sobre el presente, examinando el devenir de circunstancias históricas que marcan nuestra herencia cultural y social, y marcas específicas de nuestros tiempos.

La Isla de Cuba como meta deseada y objetivo político recurrente de numerosos poderes coloniales y neocoloniales, se muestra en tensión con la expresión de sentimientos propios y contradicciones viejas y actuales, lo que le da a la obra un interés vital en el aquí y el ahora de nosotros, sus espectadores.

Para ello, el montaje de Osvaldo Doimeadiós emplea el vernáculo y los pasajes del más auténtico bufo del siglo XIX con la presencia de la tríada clásica de personajes, para demostrarnos cuán vivo está el género entre nosotros, y cuál legítimo puede ser en nuestra creación escénica, asumido desde una inteligente recontextualización que, alegremente y con agudeza crítica, somete a escarnio vicios y deformaciones del presente, y pone su mirada analítica en circunstancias de nuestros días. Al trío clásico le suma además, en justa reivindicación, a un cuarto personaje salido de lo ignoto en la dimensión narrativa de la trama –como un elemento aún pendiente de ser ponderado como merece–: el negro mambí, que entona el libertario “Lamento esclavo (lucumí)”, de Eliseo Grenet con letra de Aurelio Riancho, como un momento singular.

La actuación se vertebra con la presencia sostenida de la música para darle a la obra una dimensión espectacular inusitada, pues reúne en la escena a más de una veintena de actores y a otros tantos músicos en dinámico contrapunto, y hay escenas coreografiadas que fluyen orgánicamente entre las más dramáticas. El director consigue un elevado nivel de conjunto gracias a la cuidadora apropiación que cada uno de los que intervienen en esta obra hace de su rol, lo que revela un cabal compromiso artístico y un evidente goce.

Destacan Rebeca Rodríguez Aragón e Iván Balmaseda Sicilia, como Doña Georgina y José de la Caridad, padres de la muchacha, en un binomio que articula la picaresca y el ingenio en el lenguaje. Y en su sostenida organicidad la Margarita de Daliana B. González Álvarez, el Ignacio Escobar de Amaury Millán –un actor que en su corta carrera siempre luce un talante seguro–, y Carlos A. Busto Loyola y Ray Cruz, que alternan al español Felipe Moro –el primero más grave y natural, y el segundo en una cuerda más histriónica–. Arturo Sotto sabe sacarle el partido físico y de comportamiento sicológico al taimado Mr. John Power, al componer posturas que lo modelan a la vista de todos como el petimetre que es, y Leandro Cáceres derrocha gracia y sarcasmo convincentes en su Padre Orozco. Sobre la tarima y tras la banda, el retablo bufo se regodea en la cubanía, con el trío que arman Rolando Rodríguez Alfonso, quien hace gala de su timbre vocal como el orador latoso y demagogo, Yailene Jessica Aguilar en los personajes de la mulata sandunguera y Danzón, y los alternantes Reinaldo Ugarte –uno de los miembros más llamativos de Pagola La Paga— y Osvaldo Doimeadiós, en activa dinámica psicofísica como Pancho. La aparición de Jonathan Navarro Elóseguis –debutante en el filme El techo— como el Mambí, desde la sobriedad y el canto preciso, abre un paréntesis reflexivo de raigambre brechtiana, en el que curiosamente razón y emoción se funden.

Cuando el espectador llega al muelle cercano al monumento a La Coubre y es conducido hasta la nave semi abandonada, en la que aún permanece una zona de almacén, el conjunto es una metáfora de un país en actualización de su modelo económico, y la desolada imagen del muelle con parte del horizonte a la vista vacío, también nos enfrenta a las consecuencias palpables de las nuevas medidas económicas aplicadas contra la Isla en franco recrudecimiento del bloqueo. Entrados a la nave, luego de apreciar una breve acción titulada Ara, que se enfrenta en el espacio opuesto con un enorme letrero que consigna “La Patria es ara, no pedestal”, percibimos una huella conocida en el tiempo pasado. Y cuando nos acomodamos en una de las dos áreas de gradas enfrentadas entre sí, en medio de las cuales transcurre la obra principal, si uno se sienta del lado sur, tendrá como visual de fondo la extensión marina de la Bahía de La Habana, insuperable marco plástico y metáfora perfecta para la acción que disfrutaremos, en la omnipresencia azul que nos hace pensar en tantos barcos y tantos visitantes que lo han atravesado a lo largo de la historia.

A ese preciso sentido del lugar en el que estamos y de la clave conceptual de la obra contribuye también el sonido de la banda de música entonando a paso acelerado el Himno de Bayamo, que nos hace ponernos de pie sin previo aviso. Pensaremos y reiremos con los artistas durante alrededor de una hora, hasta que la canción “En el claro de luna”, de Silvio Rodríguez, entonada como otro himno mucho más cercano en el tiempo, nos despedirá emocionados. Camino a la salida, la “Travesía” final por seis instalaciones a partir del concepto de Doimeadiós y la realización de Guillermo Ramírez Malberti y Patricia Díaz Martínez revelan valiosos documentos y no menos significativas construcciones simbólicas de la saga insular.

Si en el 2015 un cabaret desacralizador como Cuban Coffee by Portazo’s Cooperative, de Pedro Franco y El Portazo, sacudió el polvo acumulado en ciertas zonas muertas de la escena cubana, hoy Oficio de isla nos pone a pensarnos otra vez desde el pasado. Además de tener en común ambos montajes la asesoría teatral de Eberto García Abreu, comparten el uso productivo del choteo y la combinación de lo dramático y lo musical como elemento subversivo y detonante clave de nuestra tradición escénica, y sumamente útil para debatir temas muy serios a partir de la desacralización y la hibridación de las formas.

Desde el título de la puesta en escena, nada simple y sí un muy feliz hallazgo, creo ver la clave profunda de esta obra. La palabra oficio, como tantas de nuestra rica lengua, abarca numerosas acepciones. Ligada a una raíz que significa obra, oficio es actividad laboral habitual y signo de dominio o conocimiento que prestigia a quien lo ejecuta; es también un servicio que se brinda, el asiento de una acción perdurable, o la acción de ejecutar una ceremonia. De todos esos sentidos está cargada esta atractiva idea hecha realidad, para pensarnos y calibrar los rumbos de nuestros actos y del país que somos.

Oficio de isla debería verse por todos los jóvenes cubanos, estudiantes que aprenderán de la historia en pleno goce, por los más y menos viejos, y por todos los que habitamos el archipiélago. La temporada de estreno se había anunciado hasta el día 20 de octubre en propósito conmemorativo –del Grito de Yara al día primero en que se entonó nuestro Himno Nacional–, pero por la demanda del público las presentaciones se extenderán un día más: el 21 de octubre habrá doble función, 3:00 pm y 6:00 pm.

Aunque hasta el momento han mantenido el espacio a tope y con entusiasta respuesta de los espectadores, aún falta acercar a los vecinos más próximos al Muelle Juan Manuel Díaz, para muchos de los cuales esta puede ser, probablemente, su primera experiencia teatral. Ojalá el Consejo Nacional de las Artes Escénicas, entidad productora junto con el Centro Promotor del Humor, el Ministerio de Cultura y el resto de los colaboradores involucrados, hagan posible que la temporada de esta obra se extienda hasta que se agote por sí misma. Dará mucho que hablar.

[1]  La obra puede leerse en la antología con selección y prólogo de Rine Leal: Teatro bufo siglo XIX, t.II, Editorial Artes y Literatura, La Habana, 1975, pp. 277-330. En un pasaje de iArriba con el Himno! se hace referencia a una pretendida venta del cine Payret para ser convertido en hotel. Cuando hace algunos meses circuló un rumor semejante por La Habana, ¿será que alguien se inspiró en la pieza bufa para revivir apetencias o para circular una falsa “bola”?

 

 

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