Por Esther Suárez Durán
El Teatro de Muñecos Okantomí, que dirige el maestro Pedro Valdés Piña y cuenta con la dirección artística de Marta Díaz Farré (nuestra Rirri), acaba de estrenar su particular versión escénica de Para subir al cielo se necesita…, un texto teatral de mi autoría. Mi condición de dramaturga de la pieza me impide establecer cualquier juicio crítico fuera de los predios del equipo de creación de la puesta, por lo tanto me limitaré a brindar algunos datos del texto así como del propio proceso de trabajo que estos otros creadores han realizado sobre él.
Para subir al cielo… fue mi segundo texto teatral, encontró una buena acogida en 1985, fecha de su terminación, cuando participó en el Concurso UNEAC de ese año y recibió el Premio Ismaelillo en la categoría de obras de cualquier género literario dedicadas a los infantes y adolescentes.
Desde esta distancia debo decir que su jurado tuvo la audacia de premiar, en primer lugar, un texto suigéneris puesto que parte de sus personajes eran objetos (se trataba de una obra de teatro de objetos) y, en segundo lugar, sus peripecias incluían una estación (la del Deportista mañoso que hace trampas para ganar la competencia) que el pensamiento adocenado aún vigente en esa época podía considerar inconveniente e inoportuna.
Era aún la etapa en que el arte tenía terrenos y protagonistas imposibles, no olvidar que poco tiempo después los Molinos de viento, del Teatro Escambray, que trataba el fraude escolar y el papel en él de los docentes, así como la distancia entre discurso y realidad, llegaba a la escena luego de superar un incómodo camino de debates e incomprensiones en una zona nada despreciable de la institucionalidad del país.
Ediciones UNIÓN lo pudo ver publicado en 1997 –era el tiempo en que los libros con ilustraciones a cuatro colores, las cuatricomías, como se les llamaba, debían viajar hasta la URSS y regresar al país para culminar su proceso de impresión—, y constituyó una especie de milagro poder contar con el libro, puesto que ya para esa época la URSS no existía y su lugar era ocupado por un conjunto de nuevos países y federaciones.
Antes, en 1987 tuvo la obra su primera puesta en el Teatro Nacional de Guiñol, la cual hubo de quedar finalmente a mi cuidado, con la asesoría de Xiomara Palacio y la buena disposición de lo que en ese entonces valía y brillaba en las filas míticas de aquel teatro, que aún era mucho: Ulises García, Gilda de la Mata, Silvia de la Rosa, Miriam Sánchez, Sara Miyares, Armando Morales y Perucho Camejo, como asistente de dirección, y el maestro Héctor Angulo, quien hizo una banda sonora de puras voces.
En los años 90, Luis Emilio Martínez realizó otra puesta en escena en el Teatro de la Villa, en Guanabacoa, y con posterioridad grupos de teatro amateur integrados por niños, así como colegas profesionales que conducen talleres teatrales con infantes la han llevado a escena.
En los primeros meses del año en curso, Teatro Okantomí decidió incluirla en su repertorio. Tras la puesta en uso por el propio grupo (instalación eléctrica, montaje de una puerta y su yale, etc.) del espacio que se les asignó como local de ensayo y almacén de su patrimonio en la casona de Línea, que fuera sede exclusiva del grupo Rita Montaner hasta fecha más o menos reciente, comenzaron las sesiones de expresión corporal con el maestro Eddy Veitía, y de análisis en activo y montaje de la obra a cargo de Rirri.
En mayo Rirri y Augusto Blanca andaban grabando con las respectivas voces de los actores parte de las escenas de lo que se conceptualizaba como un musical, hasta que hacia fines de julio se manifestó una realidad frecuente para todos nuestros grupos teatrales: por una u otra razón cuatro de los ocho actores del reparto debían abandonar el proyecto de trabajo, con lo cual lo que se había avanzado (casi el noventa y ocho por ciento del montaje), se venía abajo.
Desde un inicio se había acordado con la Sala Llauradó, el 31 de agosto, como fecha de estreno y una programación de tres fines de semana. El asunto se tornaba serio. Ya a estas alturas se había incorporado al equipo la reconocida actriz Jaqueline Arenal como directora de arte y coreógrafa (labor que compartió con el maestro Veitía), quien decidió llamar a casting mediante las redes y, tras algunas entrevistas, se completó el elenco con colegas de la narración oral que deseaban trabajar en la compañía (como Lisette Núñez, a cargo de los personajes de la Guitarra y uno de los Innovadores), con jóvenes músicos interesados en el arte de la actuación (Chabely Obregón, transformó en Gata el personaje del Gato) y con otros valores jóvenes como Antonio Zamora (el Deportista) y Franklin López (el Butacón).
Rocío Castaneda Rojas, todo un talento de las artes visuales, tuvo a su cargo los diseños de la apariencia y caracterización externa de los personajes –que va más allá del vestuario e incluye aparatos y dispositivos–, junto con Anita Rojas hizo la compleja realización, con ella compartió labores el compositor y trovador Augusto Blanca quien, además de componer, grabar, ecualizar y masterizar la banda sonora con sus doce temas y su música incidental, diseñó, atrezó y elaboró junto al actor Tomás Galo los muros que funcionan como retablillos en la puesta y el avión que aparece en sus dos conceptos y dimensiones. En el caso de Augusto, una vez más con Okantomí se trata de un regreso a sus orígenes, cuando comenzó en el mundo del arte como diseñador escénico en Santiago de Cuba.
El diseño de luces y la asistencia de dirección corrieron por cuenta de Graciela Peña, quien hubo de lograr los ambientes y los efectos adecuados con la batería de equipos de luces que no estaba siendo usada por el espectáculo para adultos que comparte la sala con la programación para niños.
Entre los actores también figuran Sorangel Solano (a cargo de las nubes que flotan en el cielo), Ellen Montero en el personaje de la Silla y de la otra Innovadora, Tomás Galo Hernández, quien anima el Sombrero, en “una dupla” con Sorangel, y el avión que se percibe como Teatro de Sombras, mientras el jovencísimo José Raúl Castro interpreta al pequeño Muelle protagonista de esta historia; un quinceañero resultado de la línea de trabajo de Okantomí con sus talleres con niños, varios de ellos confraternizando en los escenarios con sus actores de experiencia. De este modo llega José Raúl aquí, tras haber interpretado a uno de los Hansel, en los cuatro elencos que participaron en la puesta de Hansel y Gretel de esta compañía, y a El Titiritero en Bebé y el señor don Pomposo.
El trabajo de producción ha estado a cargo de Carlos Ernesto Peralta y ha sido intenso, puesto que toda la producción de este espectáculo ha corrido por cuenta de los recursos, tanto humanos como financieros de la compañía, de otro modo no era posible hacer un estreno en este segundo semestre del año cuando todas las partidas del presupuesto han debido ser empleadas en el aumento salarial del sector. Tiempo y dinero propio han puesto en juego, una vez más, los artistas de Okantomí, lo que quiere decir que a la faena del diseño o de la actuación o de la dirección, se ha sumado la tarea de la realización material de la puesta en escena.
No como crítica, ni como investigadora sino como autora de la obra teatral posiblemente esté en condiciones de saber, como nadie, las complejidades que plantea el texto –tal vez expedito para el cine, para un animado– a su puesta en escena, y me maravilla ver cómo Rirri las ha conseguido sortear todas desde su personal concepción de la propuesta escénica.
Sin dudas, aquí se ha hecho teatro, esto es arte teatral y arte teatral para los niños, donde se acude a la esencia de las situaciones, a soluciones sencillas e ingeniosas y se tiene en cuenta la adecuación de los recursos con los cuales se establece la comunicación placentera con los infantes; por ello las escenas de persecución del joven Muelle están muy cuidadas, apenas sugeridas, para que la violencia, que lamentablemente parte de nuestras vidas y está más presente de lo necesario en el universo audiovisual que consumimos, se halle absolutamente bajo control y solo aparezca en la dosis imprescindible.
Ha contado Rirri con aliados formidables a los cuales ya he hecho referencia. Pero esto es Okantomí, una comunidad que hace del Teatro ara y no pedestal, un espacio de relaciones humanas y profesionales que excluye cualquier vanidad o ego ocioso. En sustancia, a la vuelta de todos estos años de trabajo que el público que los sigue tan justamente reconoce, pienso que se trata de un formidable espacio de crecimiento personal.
Desde estas páginas quisiera agradecerles no solo por la selección del título para incorporarlo a su repertorio, sino, y sobre todo, por la imagen que me han devuelto desde el escenario con tal dignidad y fineza de espíritu y por permitirme compartir, una vez más, ese latido acompasado y radiante, con el júbilo de los que saben querer.
Foto cortesía de la autora.