Por Frank Padrón
Ha muerto, más que una mujer, o una artista, una leyenda. O mejor dicho, la persona que engendró esa leyenda que, como las grandes, no muere, sino que crece y vive en el tiempo.
Conocí a Rosa Fornés a mediados de los años ‘80 del siglo pasado siendo yo muy joven, pero como llevaba algunos años ejerciendo la crítica musical tuve el honor de integrar el jurado de Escenas Líricas, un concurso en el que cantantes de ese género competían con segmentos de óperas y zarzuelas.
Ella era la presidenta y había que controlarla pues, de tan noble y solidaria, quería premiar a todo el mundo, yo mismo la acotejaba: “Rosa, es un solo premio y si acaso, una mención”, ella me miraba fijo, con sus grandes y hermosos ojos y me contestaba: “pero es que esos muchachos son tan buenas personas”.
Cuando le tocó presentar a sus compañeros de jurado cometió un desliz que iba siendo común: me confundió con el ya muy conocido y respetado realizador de dibujos animados, se lo dije después, y se llevó las manos a la cabeza: “es que estoy envejeciendo”, cuando la realidad era que entraba ya en una madurez preciosa.
Un tiempo después, en una sección que tenía dentro de una revista en la recién inaugurada Radio Taíno la llamamos por teléfono, y en las coordinaciones al identificarme le dije: “Rosa, no me vuelvas a confundir”, estalló en una sonora carcajada y me espetó cariñosa: “te pasas la vida regañándome”.
Iba a verla a sus presentaciones y conciertos pero en realidad no volvimos a encontrarnos hasta muchos años después, cuando en el programa De Nuestra América pusimos un viejo filme que ella protagonizaba de su etapa mexicana. A su casa de Siboney se trasladó el equipo comandado por el entonces director, Radamé Pérez . Tras un tiempo menor que el que se supone en una vedette, apareció ataviada, preciosa, aun cuando ya era una mujer de la tercera edad, y su saludo fue: “!Sin regaños!”. Aun así, entre tomas, le dije: “no repitas tanto el “¿me entiendes?”, “ah de acuerdo”, pero inmediatamente lo incluyó, y lo dejamos así. La entrevista, realmente, quedó muy bien. (Lamento que la Televisión Cubana haya borrado ese programa).
Hablando de ese espacio televisivo, tuve durante varios años a su mismo diseñador de vestuario, Ismael de la Caridad, y en más de una ocasión, cuando iba a hacer pruebas de ropa a su apartamento y él la llamaba por teléfono, conversábamos muy animadamente durante unos minutos. A través de él me envió un CD de dúos que hizo con varios colegas suyos y había grabado por ese entonces.
No volví a programar más filmes suyos en el espacio televisivo, pero en la sección musical a cada rato sitúo algún número relacionado con el cine musical, extraído del cálido homenaje que el director de espectáculos Alfonso Menéndez, gran amigo suyo, le dedicó en 1990, además de reseñar en la prensa escrita algunos de sus shows.
El año pasado, durante el homenaje que se le dio en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, bajo la égida de otro amigo que la dirigió muchas veces, Raúl de la Rosa, la abordé rápidamente durante el intermedio en el palco donde se sentaba. Me reconoció y fue tan cariñosa como siempre. Recién llegaba de un viaje a México y le comenté lo mucho que la evoqué cuando vi allí una versión de Hello, Dolly, con Daniela Romo y que ella, como se sabe, protagonizó aquí con tanto éxito . “Qué etapa aquella”, comentó con nostalgia.
Aunque ha habido versiones memorables de las decenas que han llevado a la escena el personaje de la eficaz y jovial casamentera (comenzando por la inolvidable de la Streisand, a pesar de que el filme dirigido por Gene Kelly fue un fracaso de taquilla en su momento), nuestra Dolly-Fornés descolló por su criollismo y su carisma, el que le confirió su extraordinaria intérprete, como a tantas mujeres que animó en la escena, sobre todo en las piezas de su amigo Nicolás Dorr.
El cine no la incorporó mucho en su etapa revolucionaria. Aquella comediante que brilló dentro de la etapa dorada del cine mexicano, en los años ‘40 y ‘50 del siglo pasado, apenas apareció, entre otras escasas apariciones, en Se permuta (1984), de Juan Carlos Tabío y en Papeles secundarios (1989), de Orlando Rojas, pero bastan ambos desempeños, en cuerdas tan diferentes, para no olvidarla.
Hoy me uno a todos nuestros compatriotas que en cualquier parte del mundo lloran a una de nuestras mayores artistas: pudiera sonar a lugar común, pero sabemos que el perfume de esa Rosa es de los que tienen fijador, y nos acompañará para siempre.
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