Por Roberto Pérez León
En la Raquel Revuelta ha estado Luz Negra, una propuesta de Teatro Espacio con dirección artística y general de Alfredo Reyes.
Al llegar a la sala me topé con un escenario sugerente entre penumbras. Claro, no había telón, como es usual; hay teatros donde no es que no se use, sino que no tienen telón, a veces esto no es efectivo para la expectativa que se debe suscitar en el público.
Esta ausencia de telón es algo que tenemos como corolario de la vanguardia que nos ha tocado; nuestra vanguardia está alejada de las de los inicios del siglo XX, salvando las distancias y las parejas resonancias, unos la llaman posmodernidad o la otra modernidad o llamémosle rareza sin agudeza, inquietud por removerlo todo sin ton ni son para desajustar límites y fronteras, bueno, eso mismo ha ido eliminando poco a poco el telón de boca y con ello el espacio escénico ha adquirido una dimensión menos súbita.
Entonces, el escenario ofrecía la visión de una escenografía onda, años 50, con telones de colores planos, cortados de forma tal que armaran arcadas y columnas que lograran un diseño fresco, luego me enteré que era una plaza aquello, y en el medio un artefacto poco reconocible porque la luz antes del inicio de la representación no me permitía distinguir mucho desde donde estaba sentado.
Luz negra es una obra que algunos consideraron, en su momento, perteneciente al absurdo dramático, puede ser vista como fantástica con pretensiones de incitación para una reflexión o despertar social ya fuera del foco actual.
Luz negra es de Álvaro Menen Desleal, controvertido escritor salvadoreño, en 1965 ganó el Certamen Hispanoamericano de Teatro y fue publicada en 1966, enseguida se tradujo a varios idiomas y puesta en diferentes partes del mundo, hasta donde sé creo que ahora llega por primera vez a nosotros.
Así que fue escrita hace casi medio siglo, eso es mucho para una obra que reflexione, como lo hace Luz negra, sobre la libertad, el poder, las luchas sociales, más si el montaje no tiene el reacomodo que los nuevos derroteros político-ideológicos han estampado a estas temáticas.
Si se asume una obra como Luz negra sin remiendos se podrían producir vacías escenas retóricas, como ha sucedido en este montaje de Teatro Espacio. Y no es que hayan caído en desuso o tengan que ser escamoteados esos temas, sino que en estos tiempos van teñidos con otros matices o subsumidos en un particular marasmo sociocultural, y al mostrarlos con la grandilocuencia de los años sesenta resulta una acción enunciativa pertinaz sin el ánima que correspondería hoy.
No es que haya un hiato entre la libertad de hace medio siglo y la de hoy, sino que ahora existe otra sensibilidad, otra realidad. A veces no es necesario declarar, solo basta sugerir, para eso están las metonimias y las metáforas en connivencias para revelar lo real como ficción y la ficción como real, a través de las posibles conexiones simples en su proximidad o complejas por su nivel propositivo en la ruptura o transferencia.
En Luz negra algunos componentes escénicos se expusieron con ciertas pretensiones cinematográficas, cosa esta que me resultó agradable; la escena inicial fue prometedora, la luz, las apariciones actorales, la música hilaron fino; luego se hizo un apagón, como corte, de nuevo la luz dibujó un cuadro expectante, con conseguido equilibrio visual.
Puede resultar una imagen repulsiva, una vista aciaga dos cabezas separadas de los correspondientes cuerpos y los cuerpos en el suelo; lo siniestro, lo funesto es aquello que se ha revelado pero que debió haber permanecido oculto; estoy de acuerdo con Kant cuando en Critica del juicio nos dice que el arte puede atreverse a todo, pero se pone en riesgo la satisfacción estética cuando produce asco.
La pragmática escénica de Luz negra ha sido cautelosa, no se fractura la expresión estética; las dos cabezas, debidamente maquilladas e iluminadas producen expectativa, forman parte de una composición de seguro discurso sígnico y semántico, sin excesos visuales, no se persiguen efectos de realidad mas sí de verdad.
La acción se desarrolla en la plaza donde se produjeron las decapitaciones. En el escenario y en el tablado están las cabezas, los cuerpos yacen en el suelo. Las cabezas sin cuerpo dialogan.
Goter y Moter, los personajes, tratan de verificar si están vivos o muertos, quieren saber si lo que hablan puede ser escuchado por alguien más que ellos, lo cual demostraría que al menos las cabezas siguen vivas; hacen un plan para saber si las personas podrían oírlos, pero con la llegada del barrendero no pueden verificar nada, luego aparece un ciego y conversan con él.
Moter fue estafador; Goter tuvo empeños de mejoramiento social, quería llegar al poder para ayudar a la gente; ellos no se pueden ver las caras, pero no paran de hablar.
El texto dramático de Luz negra está preñado de sentencias, axiomas, aforismos, peroratas edificantes, anhelantes discursos de sapiencia existencial; estamos ante una sobrecarga de tópicos que hacen que derive en un texto gnómico por su empecinado afán moralizante, cosa que me resulta en su funcionamiento lingüístico algo latoso.
Deduzco por el programa de mano que el elenco que vi estuvo integrado por Elizabeth Nande en el personaje de Moter, Jaiko Ignacio Puig en los personajes del barrendero y el ciego, y Raysman Leyet en Goter.
En verdad la obra cuenta con solo dos personajes, Moter y Goter, pues el barrendero y el ciego dramatúrgicamente son de elaboración secundaria, podrían ser prescindibles si se vectoriza el montaje desde otras perspectivas energéticas y propósitos ideológicos.
La interpretación de Moter padeció de una cierta gazmoñería vocal y gestual, como diría Barthes: “el logos no alcanzó a cubrir las funciones de la praxis”. Por otra parte, el personaje de Goter tuvo una dinámica actoral poderosa, una sugestiva sonoridad, alcanzó la praxis correspondiente en las condiciones que impone la representación de Luz negra; el acto de enunciación con que se ha concebido el montaje tuvo lujosa manifestación en Leyet por la calidad vocal y los esplendentes performativos que fueron sus ojos y su boca; este joven actor con su irónica risa alcanza un discurso de sustancial performatividad, pese a las condiciones limitantes que requiere la presencia escénica en esta obra.
En la interacción entre Moter y Goter considero que, pese a no haber existido un abismo de calidades actorales entre ellos, sí fue patente la diferencia en la dialéctica del discurso verbal y su enunciación entre Nande y Leyet.
Por su parte Jaiko Ignacio Puig, tanto en el barrendero como en el ciego, estuvo muy básico, destacó peyorativamente entre las actuaciones de las cabezas parlantes; aunque el barrendero es una silueta, ni como silueta resultó la actuación, mucho menos en el papel del ciego; la expresión corporal, la actitud, el ritmo resultaron globalmente declamatorios, no encarnó, tampoco mostró al barrendero ni al ciego, personajes que resultaron construcciones elementales con estereotipos machacados.
En Luz negra acción hablada y acto de enunciación con los correspondientes enunciados tienen que estructurarse de manera sistémica en sus significaciones, por lo que el performance global en su ludicidad debe andar sin sinuosidades, vigilado desde una dirección de actores encauzada en la producción de sentido lingüístico y escénico.
Luz negra ha envejecido en significación, esencia e ideología, su contexto dramático ya hoy ha evolucionado. Pero el montaje cubano que acabo de ver destaca por su resolución en la representación escénica que ofrece al espectador un adecuado efecto teatral.