Por Abel González Melo
Una joven cuya vida transcurre alejada de la ciudad, amando profundamente su pedazo de tierra, en plena Ciénaga de Zapata: esa es la primera imagen que puedo recordar, entre el esfuerzo de mi memoria entonces adolescente y la espesura de un agua que regresa a la tierra. Si me afano, descubro también en ese espacio a una muchacha “de época”, ni tan honrada ni tan impura como la pensó Miguel de Carrión: más bien singular, elegante, rara. Y el siguiente intento del recuerdo me conduce ya al Teatro Nacional, a una función de Rey Lear en pleno Festival de Cine de La Habana, donde ella luce un fabuloso traje blanco que la eleva y distingue en el escenario inmenso de la Avellaneda.
Y se acaba la memoria, al menos la memoria disfrazada. Aquí está Broselianda, me recibe en su apartamento, en el último piso de un edificio de La Víbora, tan cerca de mi casa que ni me ha fatigado llegar, ni llamar desde abajo, ni aguardar la llave que lanza, ganar los escalones, empujar la puerta. No acepto ni té ni café, quizá un poco de agua. Ella me asegura que fumará.
AGM: Las historias de las actrices son infinitas. ¿Cómo empieza tu pequeña historia infinita?
BH: Yo estudié en el Instituto Superior de Arte. Me gradué con Roberto Blanco, en una puesta de El Decamerón. En el grupo Buscón hice mi primer papel, digámosle así, en el medio profesional: la Ofelia de Hamlet. Un enfrentamiento duro, una arrancada, como pensé y aún pienso, por la puerta grande. Ofelia me hizo entenderme como actriz, me mostró muchas cosas de mí misma, algunas que tal vez tenía calladas durante los estudios en la facultad. Después continué con los trabajos de la compañía, hasta que tuve la oportunidad de hacer Los asombrosos Benedetti.
AGM: Parece que el signo “Shakespeare” ha querido marcar tu carrera. Una y otra vez has tenido que volver sobre él, siempre en roles más complejos dentro de los dramas del inglés. Ofelia fue el debut. En el 97 estremecerías al espectador habanero con la Cordelia de Rey Lear, junto a Teatro El Público. Pero entre uno y otro se halla la Julieta que Carlos Díaz deseaba para el montaje de la pieza de García Lorca que da nombre a su compañía.
BH: La Julieta de El Público. Una Julieta surrealista que fornica con caballos, golpea, se emborracha, canta y parodia a esa otra Julieta indispensable que es la clásica. Mi Julieta dice que lo único que desea es amar, pero carga como yo, la actriz, con el pecado de la no ingenuidad, y con el mismo deseo de vivir en el amor y en el teatro. Quise jugar y jugué. Me apasiona volver al teatro como sitio de juego, jugar en la camita inundada de hombres desnudos, en el delirio del personaje, en la lucha entre la máscara y el rostro que El Público plantea.
Mi personaje no se puede morir. No puedo pensar que el tiempo transcurre sin que yo añada nuevos bríos, nuevas ínfulas. Es difícil explicar cómo lo consigo, cómo voy añadiéndole, despacio, curiosidades, detallitos, casi nimiedades. A veces hasta le añado caprichos que luego necesito agarrar muy bien, para que no se vayan por encima de mi fuerza.
AGM: ¿Y Cordelia?
BH: Hubiera preferido hacer el Bufón. Carlos me pidió la Cordelia, y como si me tocara por la libreta… lo hice. Pensé que los años pasarían y jamás se repetiría la oportunidad. Mi trabajo se acercó, pero no creo que estuvo logrado. Me costó hallar la manera de transmitir hoy en día tanta bondad, tanta “bondad sin filo”, como diría Lorca. En plena contemporaneidad, ¿cómo ser tan buena? En esta época en que los hijos no llegamos a ser todo lo fieles, todo lo agradecidos, ¿cómo revelar tanta pureza?
AGM: Cuéntame de tu relación con los directores.
BH: Mi relación con Carlos siempre fue de total comunión, nunca tiránica. Es más bien una especie de pacto, de mutua retroalimentación, de confianza. Solo me es posible actuar cuando no existen tensiones. Carlos fue el gran seductor, tiene algo muy valioso y es su sentido del humor. Los procesos de montaje con él eran una fiesta. Es como enamorarse, uno siente que tiene un amigo, un amante. A veces lo odias, lo impacientas, pero no te alejas. Si yo decidí trabajar con Carlos Díaz fue porque quise formar parte de su lenguaje, que es muy personal.
No ocurre así, desgraciadamente, con todos los directores. Si me decido a trabajar hoy con él y mañana con Flora Lauten es porque siento que mi estilo va a apoyar la idea, la noción de la vida que Carlos o Flora quieren mostrar. Para algo son directores: también para guiar tu estilo como actriz, para modularte, para hacerte parte de una experiencia única. Hay que atravesar esa experiencia única, una y otra vez y en cada nuevo empeño. Y la experiencia implica sudar, padecer, llorar con los personajes… y con los directores.
De pronto, y eso lo he visto, un actor puede estar muy bien como fenómeno aislado, pero se pierde dentro de un montaje con el que nada tiene que ver su estilo. El buen actor es capaz de recuperar el estilo que el autor le pide, el tono que él está palpando en el proceso. Por eso tengo muy claro siempre qué es lo que se quiere decir, y más: qué es lo que yo quiero decir.
Para mí fue vital trabajar con Flora Lauten. Hice una temporada con Lila, la mariposa. Ferrer era solo el pretexto, y sus personajes, la materia prima. Yo trato de que mi visión sea una junto a la del director, no que disuene o se vaya por encima del tono de la puesta. Irme por encima significaría un tremendo fracaso. Y no creo que soy una marioneta, sino todo lo contrario: me gusta estar dentro y no fuera.
El personaje va saliendo sobre la marcha, pero no en la casa, ni siquiera cuando leo el papel: ahí empieza, en un estado muy embrionario. Las tablas son las que te dicen si vale así tu Lila, o si no. Las tablas, y Flora, claro está, que me acompañó durante todo el tiempo, y a quien debo mucho. Yo busco mi sistema referencial. Lecturas, una pintura sugerente, un recuerdo que pueda superponerse a la imagen teatral. Pero no me enajeno.
Lo que te decía ahorita de las disonancias entre actor y director no es un fenómeno exclusivo del teatro. En la televisión vemos con frecuencia roles muy mal armados, que apenas se limitan a emitir los parlamentos. Yo pienso que lo escrito en el libreto es solo una guía: el subtexto, la forma de “vestir” y de hacer que el personaje crezca, tiene que ir de tu mano y de la mano del director. Si no, es como si estuviera desnuda.
En mi relación con los directores, no puedo dejar de mencionar a Roberto Blanco, de donde tanto bebió el propio Carlos. Cuando hice la María en Yerma, yo estaba mal de salud, pensaba que nunca podría volver a hacer teatro, y Roberto fue, más que el maestro que siempre será, el amigo dulce y sabio. Mi premio por María y los aplausos en el Lorca fueron lo más bonito que pudo pasarme. Estar cerca de Roberto es un privilegio absoluto, no se me olvidan sus manos sosteniendo mi cuello para un ejercicio de relajación, y la manera en que explica un gesto, un ademán, o cuando anima a los actores, a quienes no queda más remedio que amar ese mundo de cartón que todos llevamos dentro (en una época en que tantas dificultades de orden burocrático amenazaron la reposición de esa puesta ya mítica y bellísima que es Yerma).
AGM: ¿Te consideras una actriz atípica?
BH: Sin duda. Eso me da mucho placer. No quisiera parecerme a nadie. Puedo decirte que esa “atipicidad” me ha traído consecuencias nefastas: muchos directores de cine piensan que yo soy demasiado teatral, o que mi físico es extraño para lo que debiera ser una actriz cubana, un personaje cubano. Tal vez por eso he tenido más suerte con los directores extranjeros.
AGM: Me hablabas de los referentes que utilizas para construir tus personajes. ¿Cómo se conectan ellos contigo en la práctica misma?
BH: Te voy a poner el ejemplo de un personaje difícil, entrañable pero difícil. Cuando me plantearon el Escipión, de Calígula de Albert Camus, que montó Carlos Díaz, sabía de él lo que aparece en el programa de mano: “Escipión, joven amante de Calígula”. Y tenía, claro, el texto de Camus. Leí los parlamentos y comenzó a atormentarme la idea de cómo decirlos. Cómo iba yo a decir, sin falsos alardes o sobreactuación: “Oh, monstruo infecto…”. Por suerte Carlos, al llegar a la escena, ha estudiado mucho el texto, conoce la época, lo que quiere transmitir a plenitud. Y durante el montaje me pidió cosas muy precisas. El personaje fue parido como por gotas. Pero de todas formas me pasaba algo y era que entre Carlos y yo (creo que eso me pasará siempre con él) había una contradicción: una contradicción armoniosa, claro, una armonía muy exacta. Yo necesitaba tamizar todo lo que él me sugería, mezclarlo en mi mente.
¿De qué manera elaborar un personaje que para el espectador sea un enigma, sea un misterio, que no deje de tener todo el tiempo carisma sobre el escenario? ¿Cómo conseguir que nadie deje de mirar a mi personaje? Con Escipión traté de no romper jamás ese misterio. Lo andrógino tenía que traducirse en un acto en el que pudiera, partiendo de mí misma, decir más que las frases, más que los gestos, porque su esencia, y su presencia en la obra, desbordan lo que él dice. Desde mi punto de vista, por ejemplo, en él no hubo un cambio contundente de voz.
Todos los actores que íbamos a trabajar en la obra pudimos ver Orlando, la película a partir de la novela de Virginia Woolf. Ahí hay mucho material para crear un Escipión. En mi personaje, además, se fundía una de las ideas míticas: hasta cierto punto Escipión podía ser la hermana amada de Calígula. Ni siquiera lo hice para que fuera percibido por el espectador, sino como un ejercicio íntimo. El público solo tenía que distinguir algo que lo atraía: cómo seduce lo andrógino hoy, cómo no existen barreras entre los sexos. Yo me como las uñas y para el personaje tuve que dejar de hacerlo, justo para acentuar ese carácter dual, equívoco. Manejar tales detalles fue muy rico, aunque nunca quise preguntarme a ciencia cierta si Escipión era hombre o mujer. Más importante era averiguar qué había en mí de hombre y qué había en Escipión de mujer. Y estar a la altura de la poesía que ese personaje derrocha, el único, pienso, que se acerca en Calígula a una espiritualidad trascendente. Y aunque es tan poético, ya al final de la temporada lo interpreté con mucho más odio, con mucho más “diablo”, como diría Carlos: con las funciones fui eliminándole todo rasgo de conmiseración, de lagrimeo inútil. Si Escipión es capaz de amar a un ser violento como Calígula, es porque porta también una fiereza, una sordidez.
Tardé mucho tiempo en comprender una escena, dentro de la obra, entre Quereas y Escipión. Hoy me cuesta trabajo pensar en esa escena, en lo que costó. Pero a la vez me reconforta saber que una zona quedaba, y aún hoy queda, desconocida, inacabada para mí.
Los personajes en el teatro tienen ese valor: que van naciendo cada día. Cosa que no pasa en la televisión, o en el cine, donde tus personajes pasan a la posteridad, sí, pero estáticos, detenidos.
AGM: ¿Cuán visceral es el proceso de construcción del personaje?
BH: Cada proceso es diferente. Hay algunos que me lastran más que otros. Una obra difícil fue Morir de noche, que montamos en El Público con un director muy joven, Mario Muñoz, y yo hacía tres personajes. La pieza trataba de una relación imaginaria, parabólica, entre Émile Zola y Van Gogh, y los roles me dejaban muerta físicamente, y además muy triste. Llegaba un momento en el que tenía que cortar, decirme que había terminado la función, porque seguían pegados a mí.
AGM: ¿Y si tienes que doblar un personaje con otro actor, u otra actriz?
BH: Pocas veces me ha ocurrido. Puede ser fructífero, si pensamos que el doblaje se realiza a partir de una necesidad práctica. Pero también es un arma de doble filo: entre los dos debe existir una gran camaradería para que no sea desastroso. La comparación es innegable: como quien tiene un esposo y un amante y siempre los está comparando. Sinceramente, no me gusta doblar, ni que me doblen. Si estoy sola, el modelo lo impongo, pero si no… Aunque si se valora desde la evolución del personaje, tal vez resulte importante la reciprocidad que se establece.
AGM: Mucho se ha dicho de tu voz…
BH: Dicen que mi bisabuela tenía una muy linda voz y que además se escuchaba desde muy lejos, ella era maestra nocturna. Mi padre también tiene buena voz. Hay personas que han sabido explotar al máximo una voz mínima, no estoy para nada de acuerdo con un vozarrón en quien no sepa usarlo. Yo estoy en el camino de no ser una actriz colgada de mi voz, porque eso es muy peligroso. Tenerla es un atributo, pero no pienso que la meta sea explotarla, pues también se agota.
AGM: ¿Sales plena de confianza a la escena?
BH: Es terrible lo que siento al salir a escena. Siempre pienso en mi hija, en mi madre. Después me sereno, no debe ser un estado de locura la salida al escenario. Salir a escena es, aunque parezca cosa ya dicha, constatar que estoy viva. Vicente Revuelta, que fue uno de mis grandes maestros, hablaba mucho, refiriéndose a Grotowski, del contacto, ese “dedicarle la función a alguien”. Eso para mí es muy especial. Estar en el escenario es un acto de entrega; dedicarle tu trabajo a alguien, lo es doblemente. Y es una agonía, sí, que se renueva.
AGM: ¿Algún tipo de personaje?
BH: Los que todavía sueño y no he podido hacer, como la Yerma de García Lorca, y Shen-Te, de El alma buena… de Brecht.
AGM: De los que has interpretado hasta el momento, ¿cuál es el preferido?
BH: La Ofelia, que por ser el primero conserva un lugar único en mi memoria. Con él me demostré que yo podía con el teatro. Ahora creo que no me saldría tan bien como entonces, yo era tan joven… Ofelia reía como un manantial.
AGM: ¿Y el más odiado?
BH: Ninguno. Eso lo dejo para la televisión.
AGM: ¿Es que prefieres el teatro?
BH: No es que lo prefiera. Me encantaría hacer un buen personaje en cine. Pero siempre regresaré al teatro. Ni siquiera porque sea la escuela o la base, simplemente regresaré. Para mí, las diferencias entre los medios son pocas. La orden de “acción” en el cine es en teatro salir por una pata, y así en todo hallo similitudes. Cada día me convenzo más de que el actor, el de verdad, puede ubicarse en cualquier medio, modular su tono. Pese a la diferencia de lenguajes, las vivencias interiores me parecen idénticas.
AGM: ¿Y tu relación con la crítica?
BH: A menudo me entrevisto delante del espejo y casi repaso mis distintas experiencias: esto ha quedado bien, esto mal. Necesito confrontar de algún modo y admiro la crítica develadora. Pero, hasta donde sé, no existen entre nuestros críticos e investigadores demasiadas teorizaciones sobre el hecho mismo de la actuación, cómo se arriba al personaje: las reseñas y comentarios son, si se quiere, periodísticos, o valoran más al director, al escenógrafo, al autor, y no acompañan, no dialogan con el actor salvo en contadas excepciones. Se sabe poco de los procesos internos de formación del personaje, tal vez sea porque los críticos tienen una visión distinta del teatro, tienen prioridades. Para mí resulta muy esclarecedor ver los making of, atender a los procesos tanto como a los resultados, imaginar, por ejemplo, o recordar, el miedo que tuve un día al meterme en las aguas de la Ciénaga de Zapata. La crítica podría escarbar en el desarrollo del trabajo, quizá tanto como en el producto final. Revelar el enigma de la creación es interesantísimo. Yo sí creo en la crítica, y me gustaría reconocerme en ella, aprender de ella.
AGM: ¿Te autocensuras?
BH: No. Porque pienso que si a alguien le desagrada mi personaje, a otro le gustará. Yo disfruto el proceso, como te dije. Mira, no me satisfacen las funciones tanto como el tiempo de ensayo.
AGM: Admiro, Brose, que te preocupes tanto por estudiarte, por repensar continuamente tu razón de ser como actriz, sobre todo en un tiempo en el que abunda el actor de oficio, que resuelve un personaje como mismo va a la bodega, o a la panadería. Te reconoces, y acaso eso te ayude a persistir, aquí en Cuba y en este momento…
BH: Abelito, cuando me dijiste que vendrías, pensé al instante qué cosas responder. Es que a menudo las entrevistas no se interesan por “el arte secreto del actor”, y a preguntas minimizadas se responde también minimizadamente. Yo me incliné en un tiempo mucho hacia la Teatrología, quería ser teatróloga, o filóloga, que fue la primera opción en mi planilla del bachillerato. Siempre me gustó indagar, y recuerdo que una vez le hice una entrevista a Isabel Moreno, con una grabadora igual que la tuya, y salí de allí con unas ganas de actuar tremendas: ella fue a la esencia de su trabajo en Bodas de sangre, y eso me sirvió enormemente.
Tengo tanta fe en las preguntas que me hago, que poco importa lo demás. Creo en la magia del teatro, en su perdurabilidad, en una historia que voy haciendo mía. No puedo desechar los recuerdos de las grandes actrices, incluso de muchas que no conocí, eso forma también mi estilo, mi herencia. Y así se concatena todo.
Me nutro de la vida y por eso tengo que tomar de ella lo mejor que me da. Lo mismo con los directores, de quienes trato de aprehender lo bueno, lo sabio. La vida, mi tierra, mi tiempo… Esas son mis fuentes. Y de ellas bebo hasta saciarme.
Asistir a un espectáculo como Bacantes, en la iglesia de Loma y 39 donde hace quince años Buendía comenzó a fraguarse, y encontrar en él a Broselianda, parece ser un resorte que atestigua la perdurabilidad, entre nosotros, de un arte eterno. En Ágave se resume la parábola del devenir del grupo que dirige la maestra Flora Lauten. Broselianda, hoy para muchos actriz de culto, ha regresado y queda, con el mismo ímpetu que su personaje: a ello tal vez la obliga esa estirpe que renace en su vientre, que muestra la regeneración del mito como auténtica fuente de vida. Seguir los pasos de su Ágave, saber que permanecerá, como ella afirma, “aun sin mis hermanas”, enfrentando la soledad y la ausencia de los seres queridos, recupera para mí una respuesta avasalladora. No le pregunto por su Ágave, no querría hacerlo ya después de contemplarla espléndida en su humilde interpretación, en el riguroso acabado de su monólogo, en su gesto de retorno… Que quiera y pueda permanecer ya es suficiente.
Entrevista publicada en El Caimán Barbudo en 2002.
Foto de Portada tomada de la publicación original