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Rosita Fornés, Estrella A Tiempo Completo

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En Rosita Fornés, el oficio de estrella era un trabajo a tiempo completo, con una disciplina de obrera.

Recuerdo que el ómnibus atravesaba Boca Ciega cuando disminuyó la velocidad hasta detenerse. Las voces cesaron y solo se percibía el sonido de la brisa marina y las olas. Las miradas se centraron en una figura que avanzaba con elegancia faraónica hacia la playa. Llevaba una pamela de yarey y un pareo que marcaba unos muslos exuberantes. Era Rosita Fornés en su papel de Diosa del Trópico. Muy cerca caminaba Armando Bianchi atento a su media naranja. Un grupo de azafatas y admiradores escoltaba con expectación a la pareja. Desde la ventanilla observé cómo se alejaba la espalda cenital de la artista. Al borde del agua, se deshizo del pareo y desapareció en la neblina fosforescente que crean los rayos solares entre el mar y la arena.

Recuerdo que la edad de Rosita Fornés era tema frecuente de conversación en mi familia. Era un tema de interés nacional. Mi abuela y su hermana Marina acostumbraban a protagonizar para mí la siguiente escena:

Marina agitaba su saya plisada y, con pose de bailarina de can can, preguntaba:

  • Dime Lazarito si mis muslos tienen que envidiarle algo a los de Rosita Fornés.

A lo que mi abuela añadía:

  • Y eso que tú nunca te has hecho una cirugía plástica. La edad de Rosita viene de muy lejos…

Marina creía que sus muslos eran superiores a los de la vedette rubia que todas las semanas yo veía en la televisión. Por unos segundos, yo fingía que dudaba. Luego le decía a Marina que los suyos eran más hermosos que los de Rosita. Los niños intuyen cuando es conveniente mentir para ganarse la simpatía de los adultos y proteger el motivo de su temprana admiración.

Mi abuela se equivocaba cuando decía que la edad de la estrella venía de muy lejos. Rosita venía de esa zona en la cual las cronologías desaparecen, el glamour se reafirma, lo mítico trasciende, el personaje se fabula (derecho democrático de sus admiradores), y la memoria de una generación pasa a la siguiente.

Recuerdo que en la época de Radio Ciudad invité a Sigfredo Ariel a una de las revistas que Rosita protagonizaba en el teatro Mella, a finales de los ochenta. La artista interpretó la melodía “Mi hombre”. En una verdadera proeza para su edad, el cuerpo de Rosita era sostenido por el Chino Castellanos en una posición que desafiaba la gravedad, levantaba al público de los asientos y mostraba un continente físico inderrotable. Al otro día, en su programa de radio, el poeta se refería a los muslos gloriosos de Rosita Fornés.

Recuerdo la vez que secuestramos a Rosita Fornés. Estaba esplendorosa en su madurez física y artística. El cabaret Tropicana anunciaba un espectáculo en saludo al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Y entre las figuras convocadas sobresalía Rosita. Al famoso cabaret fuimos aplaudirla Gladys Pérez, Ondina Mateo, Joaquín Baquero y yo. La periodista Gladys, muy joven entonces como todo el grupo, había entrevistado unas semanas atrás a Rosita para un radio documental dedicado a Rita Montaner, donde Rosita expresaba su admiración por la Única.

Recuerdo que de pronto, Baquero se levantó y se perdió en el fondo del salón Arcos de Cristal. Unos minutos más tarde regresaba eufórico acompañado por la mismísima Rosita Fornés. En esa época él no conocía personalmente a la legendaria vedette pero se las ingenió para sacarla de los camerinos y traerla hacia nuestra mesa con el propósito de presentármela. El pretexto era el magnífico documental realizado por Gladys para Radio Progreso. Sentí una eclosión maravillosa entre mi timidez y el deslumbramiento. La estrella improvisó un discurso con glamurosa cortesía, evocó sus inicios en la radio, y dirigió una frase y una mirada en particular a cada uno de los integrantes del grupo. El diálogo fluía con entusiasmo hasta que apareció Armando Bianchi, quien tomándola del brazo y, apremiándola quizás por la proximidad de la salida de la artista a la pista le dijo:

  • Vámonos, Rosa, sabes que no me gustan los secuestros.

Recuerdo que mientras nos poníamos de acuerdo sobre la entrevista, el sonidista de Radio Ciudad encendió el equipo de grabación sin que Rosita lo advirtiera. Transcurridos unos minutos, ella descubrió que aquella conversación desordenada estaba siendo registrada por la máquina. Entonces hizo una transición y con horror de baja intensidad, como en un radioteatro, preguntó: ¡¿Tu estás grabando esto?¡ Le dije que solo era una prueba de audio. Hizo un falso mohín de contrariedad. Agitó las pestañas. Pero su enojo de estrella mimada duró pocos segundos. Se aclaró la voz y con la impostación que estimó adecuada, empezó a contar su vida. Durante la entrevista obvió con inteligencia algunas preguntas y amplió con profusión de detalles otras respuestas. Las divas tienen una poderosa intuición para administrar su biografía y terminan por imponer su propio guión.

Recuerdo la noche que un amigo me llevó a visitar a Rosita Fornés en su apartamento de la Avenida 26 del Nuevo Vedado. Luego de los saludos y las primeras anécdotas, la estrella nos brindó una copa de vino. Para ella prepararía una taza de café con leche. La tertulia se trasladó a la cocina y, mientras Rosita abría la puerta del refrigerador para extraer un pedazo de hielo para el vino, surgió el tema de la impresionante actuación de Reinaldo Miravalles en El hombre de Maisinicú. Frente al congelador y con una especie de hacha en una mano para picar el hielo, Rosita imitó con una gestualidad increíble al actor en su personaje de Cheíto León. Fue una breve e imaginable actuación improvisada para un público de dos personas. Luego vendría su rotundo papel en Se permuta, que le demostraría al ICAIC que había una Rosita que mucho pudo haberle aportado al cine cubano de las últimas décadas.

Recuerdo que la primera vez que fui a México pregunté por la ubicación del icónico teatro Tívoli. El edificio lo habían derrumbado muchos años antes cuando ampliaron la avenida Reforma. En la década del cuarenta, Rosita Fornés fue una de las máximas estrellas del Tívoli. Compartió la marquesina con nombres como los de Libertad Lamarque, Manuel Medel, Pedro Vargas, Tin Tan y Rosa Carmina. El periódico Excélsior afirmaba: “Rosita Fornés es el show. Nadie sabe si lo hace bien o mal porque cuando sale a escena se pierde el juicio”. La proclamaron primera vedette de América.

De las películas en las que actuó en México, el crítico Emilio García Riera destacaba “Del can can al mambo”. Es una lástima que los estudios Churubusco no aprovecharon al máximo las posibilidades artísticas de Rosita.

Recuerdo que en el viaje siguiente descubrí en la vidriera de la librería Gandhi de Avenida Juárez, el volumen titulado Armando Herrera, el fotógrafo de las estrellas. Alrededor del libro habían colocado fotos de conocidas estrellas del espectáculo en México. Entre ellas figuraba el rostro de la Fornés. No lo pensé dos veces y compré el libro.

Editado por el Fondo de Cultura Económica en 2009, sus páginas recogen historias y fotos tomadas por Herrera, entre 1934 y 1996, un fotógrafo que estuvo cerca de figuras muy populares durante la época de oro del cine mexicano, desde el ídolo Mario Moreno Cantinflas hasta la mítica María Félix. El libro incluye close ups del «Indio» Fernández y Martha Roth, pero también de cuerpo completo de Rosita Fornés, Rosa Carmina, Tongolele y otras bellezas.

Fue la noche de una emoción suprema en la vida de Rosita Fornés y de muchos de sus admiradores, el 2 de abril de 2019, Gala homenaje por sus ocho décadas de trayectoria artística.

Sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso: las luces encendidas, los espectadores de pie, exclamaciones espontáneas de delirio en la platea, sorpresa cuando la Fornés se incorporó de su butaca con la intención de dirigirse hacia el escenario. Gritó una frase. Fue un estallido de sentimientos. Le pidieron que hablara. Debieron haber previsto un micrófono en el lugar donde estaba sentada. Allí, durante el intermedio, decenas de devotos la habían rodeado y los teléfonos móviles rivalizaron para captar su imagen. Los más afortunados lograron hacerse selfies con ella. Durante esos minutos fue la mujer más fotografiada del planeta.

No dejó de sonreír. Devolvió saludos. Lucía regocijada y regia (rescatemos ese adjetivo). Y los artistas que participaban en el homenaje mostraban su orgullo por ser parte de un momento trascendente.

Después de unos instantes de expectación, informaron que finalmente Rosita no se sentía en condiciones de salir al escenario. Hubo inquietud y desconsuelo. Como a todas las personas que colmaban el salón, me hubiera gustado verla cerrar el espectáculo, en la que sería probablemente una de sus últimas grandes apariciones públicas.

Ella, que siempre desempeñó su oficio de estrella con la disciplina de una obrera, interpretó en el pasillo lateral entre el palco y el escenario del Gran Teatro, el papel más dramático y difícil de su vida. La fidelidad de sus admiradores, reiterada con frases de cariño y un aplauso que parecía no tendría fin, la conmovieron al punto de que esa noche, por primera vez en su carrera, no pudo articular palabras para expresar su agradecimiento al público.

Con el fervor de varias generaciones, Rosita entraba en el territorio de las emociones gloriosas, arropada para siempre en la leyenda.

Tomado del espacio «Rosita en la Memoria Popular, Portal Cubaescena.

Foto Internet