Roberto Gacio: un testigo de muy buena memoria

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Por Norge Espinosa Mendoza

Resulta imposible, para quienes conocemos el teatro cubano, no haber estado alguna vez cerca de este hombre que ha paseado sus 70 años por las experiencias más diversas de la escena. Como un testigo de muy buena memoria, Roberto Gacio ha mantenido una fidelidad hacia el arte de las tablas que definitivamente lo convierte en una referencia necesaria cuando de ajustar un dato, aproximar una fecha o rememorar alguna anécdota descacharrante se trate. Desde sus días en la Academia de Arte Dramático hasta estos, en los que aún se le ve en los ensayos, ha ido amasando esa serie de recuerdos que le permiten reclamar (a veces a voz en cuello, que lo he visto) su sitio en los espacios donde el teatro nacional quiera ser recuperado. Actor de sí mismo, dueño del personaje que es Roberto Gacio con su teatralidad cotidiana, narra ahora aquí varios de esos pasajes en los cuales, a veces desde el coro y otras como antagonista o protagonista, nos muestra su rostro más teatral.

Gacio, aunque eres parte ya del mito de una Habana teatral, en realidad naciste en Camagüey. ¿Cómo, de qué manera descubres el teatro, aquí o allá? 

Yo nací en Vertientes, Camagüey, pero muy pequeñito ya me trajeron para acá, para La Habana. Mira que he hablado de esto con las personas del Festival de Camagüey, a ver si me nombran hijo adoptivo o me dan la placa Avellaneda, pero no pasa nada con eso. Tú que tienes contactos con esas personas, trata de ayudarme a ver si me tienen en cuenta, chico. Mi abuela era muy amante del teatro, de la radio, era una ferviente admiradora de la gran Esperanza Iris. Mi abuela encendía el radio por la mañana, y prácticamente lo tenía encendido hasta la hora de acostarse. Y ya tenía mucha afición a leer las revistas de farándula de aquella época, y a los catorce años ya sabía qué era una primera actriz, un actor característico, y admiraba a Violeta Jiménez, Gina Cabrera y otros grandes nombres de la época. El cine fue también una gran influencia, y vi muchos shows de variedades en el Payret y en el antiguo Warner. Pude ver el show de Tin tan y Marcelo, las Dolly Sister, Antonio Molina, los Chavales de España, y los shows de Tropicana, cuando se llevaban al Teatro Encanto. Pero en el 54, a través de mi madre que lo supo en el hospital donde trabajaba, con la madre de Miguel Navarro y Helmo Hernández, se estrenó La ramera respetuosa, que era un montaje que tuvo mucho éxito y en el que los actores salían en ropa interior, algo escandaloso para ese tiempo. Y así empezamos a ir a ver el teatro de las salitas. Fui yendo a ver obras en Talía, a ver La vida privada de mamá; vi Fiebre de primavera, la última obra que hizo Rita Montaner, y en Prado 260 El caso de la mujer asesinadita, con Adela Escartín. Un día que fuimos a esa sala se había suspendido la función, cruzamos a Prado 111 donde estaba Teatro Prometeo, y ahí vi El difunto señor Pic, donde me quedé impactado con las actuaciones de Berta Martínez, Ernestina Linares y Manolo Pereiro. Ahí encontré el soplo de la verdad artística, y conocí el teatro de Morín, que era un gran director y le decía “Monstruo” a todo el mundo. 

¿Es de ese impacto que proviene la decisión de estudiar teatro? ¿Cómo te acercaste a la Academia, y qué encontraste en ese importante y no siempre recordado centro de estudios?

Yo llego a la Academia de modo muy coyuntural. En un programa que se llamaba Con la manga al codo, y en el que se hacía crítica también de teatro con cierta honestidad, anunciaron que la Academia Municipal de Arte Dramático abría su convocatoria para becas de actuación. Y sin saber nada ni conociendo a nadie me dije: voy a ir. Me inscribí, me dieron una hojita con un texto largo de Un enemigo del pueblo, y el monólogo de Bruto en el Julio César de Shakespeare. Me aprendí ese monólogo y me fui al examen donde estaba Mario Rodríguez Alemán y otros profesores. Empecé a hacerlo, y yo que era muy tímido, me dejé llevar por el tono de ese discurso y alcé la voz de una manera que yo mismo me asombraba. Y me aprobaron. Ahí podían estudiar personas desde los 16 años hasta los cincuenta y pico. Las clases empezaban a las siete de la noche, en 23 entre 4 y 6. Recuerdo a Héctor Quintero, a Nelson Dorr, Ulises García, Jorge Losada, Ramón Ramos (que dice que empezó a los catorce y nosotros siempre nos reímos mucho de eso), y Celia García. Tuve excelentes profesores, como ese maestro del diseño que fue Andrés García, y Roberto Fandiño, José Antonio Escarpenter, Mario Rodríguez Alemán y a Mario Parajón, que me dio Shakespeare. Marisabel Sáenz me dio teatro en verso, y conmigo fue muy amable siempre; me fue mejor con ella que con Ramonín Valenzuela en el primer año. En el segundo año ya hice el examen de la Asociación Cubana de Artistas, y en el tercer año Roberto Garriga se empeñaba en sacudir a la gente, y Cuqui Ponce de León nos dio un seminario de Stanislavski, porque la aprobaron a ella para hacer esto y no a Adolfo de Luis que sabía mucho más, y fue un amigo y profesor al que le debo mucho. Ya a inicios del 59 supe de la Academia de Teatro Estudio, donde se aplicaba la técnica stanislavskiana, que era lo más moderno, y pasé como un mes por allí, pero había que pagar y no tenía cómo. De lo aprendido en la Academia todavía me acompaña el inmenso amor al teatro, y la ética, porque esa gente ganaba un sueldo risible y se entregaba a aquello, una ética que a mi modo de ver se ha perdido bastante. Y por ejemplo, en lo técnico, creo que si dominas el buen decir, eso es algo que te acompaña para siempre. Ahí se cuidaba mucho la entonación, la dicción, la fonética, y luego cuando he ido a talleres con maestros como Eugenio Barba he visto que él también se ocupa de todo eso. 

Tuviste la oportunidad de experimentar, desde esos estudios, el tránsito que el país mismo conoció con el triunfo revolucionario. ¿Qué terminó para ti con el fin de tu paso por la Academia y qué nuevas opciones despertó ante el graduado Roberto Gacio ese tiempo en revolución?

En el año 61, cuando terminamos la Academia, nos dieron un curso para ver si queríamos ser instructores de arte, pero qué va, lo mío era ser actor. Se creó el grupo Ismaelillo que trabajaría para los niños sin títeres, y a mí me gusta trabajar para ese público aunque hace mucho que no lo hago. Me presenté y ahí estaba Jorge Lozada, Idalia Anreus, donde hicimos La mazorca imprudente, de Julio Riera, y en la que interpreté al malvado, al Gorgojo Feroz, y también hice obras de Lina de Feria, y conocí a los miembros del grupo El Puente, que te los encontrabas en la Biblioteca Nacional, en la Rampa, o te cruzabas con los que estudiaban en el Seminario de Dramaturgia, fíjate cuántas cosas ocurren en esa época. Todos los teatristas íbamos a ver lo que hacían los otros, íbamos a las exposiciones. Yo me iba a Marianao a ver las obras de Teatro Estudio, a la cinemateca que está ahora vacía de teatristas. Pero también quería hacer teatro para adultos, y ya en el 62 empiezo en obras como Mefistófeles, en el Teatro Experimental que dirigió Rine Leal en la sala Las Máscaras después que Andrés Castro se va de Cuba. Me integré a un curso que dio en la Casa de las Américas Julio Matas, y trabajé en una obra de Ignacio Gutiérrez que se llama La inundación. En el Festival de Teatro Latinoamericano aparecí en El pescado indigesto de Manuel Galich, y en La verdad sospechosa de Alarcón que también dirigió Julio Matas, con Ana Viña, Miriam Learra y Laura Zarrabeitia, una actriz camaleónica. En el 63 Adolfo de Luis quiso contratarme pero no pudo, y seguí trabajando en la sala Tespis y en obras como La dama boba, El velorio de Pura, de Flora Díaz Parrado; y hasta hice coros en Fuenteovejuna, porque yo vi aquello y quise participar en un montaje tan grandioso, después de haber participado en el estreno mundial de Aire frío. Lo hice al toro, como se dice, porque no sabía los movimientos, pero ahí conoce a Lilian Llerena y a Raquel, que ya me había dado clases en un seminario del grupo Ismaelillo, porque todos los grupos tenían seminarios que en algunos casos llegaron a ser muy importantes. En el 64 ya puedo entrar al Milanés con Adolfo de Luis y hago personajes en El conde Alarcos, La fiebre negra, Historias para ser contadas y una obra de Emilio Carballido. Y en esa obra me ven varias personas de Teatro Estudio, y deciden contratar a tres actores, y yo estaba entre ellos. Entré a Teatro Estudio haciendo El perro del hortelano y de inmediato empezamos a ensayar la segunda puesta de El alma buena de Se Chuan, de lo cual recuerdo muchas cosas de Raquel Revuelta, Flora Lauten, y recibí mucho impulso de personas tan valiosas como Berta Martínez, el propio Sergio que elogiaba mis aptitudes para personajes genéricos y característicos. No puedo olvidar un montaje como La vuelta a la manzana, de René Ariza, con aquella visualidad op art, y ese espectáculo fue el que me impulsó a irme a Los Doce, a buscar otras cosas, otra impronta en esa aventura que podía ayudarme en mi desarrollo.

Tus memorias pueden dar nuevos matices a ese pequeño mito que poco a poco se va revelando más. Los Doce, en el cual entraste y permaneciste durante su primer período, apuntaban a cambios de cierta radicalidad en aquel momento teatral cubano. Empiezas pero no terminas. ¿Qué le ocurrió a Gacio en y después de Los Doce?

Yo acababa de pasar un taller que dio Adela Escartín en Teatro Estudio a los actores menos experimentados, y tenía dudas acerca de si seguir o no en la actuación, pero ella me dijo: “tú eres un actor”. Los Doce fue muy importante para mi vida, profesional y personal, porque me sirvió de terapia, me ayudó a librarme de muchos prejuicios, muchos traumas. Puse toda mi existencia en eso, estuve un año sin ir a Coppelia a tomar helados, me esforzaba en hacer todos los ejercicios acrobáticos, hice una dieta extraordinaria, y también me desarrolló mucho intelectualmente, algo que luego fue un estímulo para irme a estudiar a la Universidad. Recuerdo que íbamos a ver los espectáculos de los demás con un aire de superioridad, muy propio de la gente joven, como si todo lo demás fuera poco importante. Di clases de folclore, discutimos textos marxistas y filosóficos, las clases que daba Tomás González parecían locas pero eran muy estimulantes. En el primer momento estuvo al frente Julio Gómez, hasta que se retiró y entró Vicente. Empezamos a ensayar un Don Juan Tenorio, que partía de un texto fragmentado, que llegaba a las esencias, pero no tuvo apoyo por parte de los demás, aunque hubo improvisaciones muy buenas y llenas de verdad con José Antonio Rodríguez o Carlos Pérez Peña. No terminé ese proceso porque Vicente me pasó a los que solamente hacían el entrenamiento y me quitó de la obra que estaba montando, y eso me molestó mucho y no volví más. Después, al cabo de muchos años, me contó Michaelis Cué que Vicente Revuelta le dijo que había cometido un error conmigo, y luego, cuando yo hice Los siervos de Piñera en Camagüey con Teatro de la Luna, Vicente cruzó la calle para felicitarme. 

Los 70 son un capítulo obligado que poco a poco deja de ser una nota al pie. A ti te sorprenden en Teatro Estudio. ¿Qué se respiraba y qué no durante ese tiempo en el más importante de los grupos cubanos, y en tu propia vida?

De ahí regresé a Teatro Estudio y trabajé con otros directores, como Rebeca Morales, y con Erdwin Fernández y Raúl Eguren en Memorias de Fermín, basado en el fusilamiento de los estudiantes de medicina, donde me dieron un rol dramático que disfruté mucho. Pero ya no era el mismo grupo después de Los Doce. Había muchos directores, se había perdido una línea como la original, lo sentía no como un taller sino como una compañía más en la que ibas a trabajar, aunque siempre disfruté mucho trabajar en los coros de Berta Martínez, con la que siempre he tenido mucha afinidad. En el 72 llegó la parametración. El segundo día recibí el telegrama, y fui a la entrevista con Armando Quesada, y le dije que yo era trabajador de avanzada. Se formó algo tan grande, que en el ambiente estaba la idea de que eso no se iba a quedar así para siempre. Nancy Morejón llegó a decirme que no me preocupara, que de eso se estaba hablando ya hasta en el extranjero, y que se iba a solucionar todo. Pero recuerdo un momento muy desagradable en que nos llamaron a una oficina en la Habana Vieja ofrecernos los nuevos trabajos, que eran de sepulturero, en la agricultura o barrendero, y nos acompañó Ana Viña, de la cual no puedo hablar sin emocionarme, que nos defendió. El consejo de trabajo de Teatro Estudio había votado a mi favor, y a varias de esas reuniones no fue Giraldo Victoria que era la persona que mandaban, y a la mía no fue, así que le gané por no presentación. Por esos días abrieron también los cursos en la Universidad, y varios de nosotros decidimos estudiar para obtener un título. Ahí estudiaron Doris Gutiérrez, Mirtha Ibarra, Gaspar González, Maritza Rosales, Mariana Rodríguez Corría, pero yo, junto a Othón Blanco, fui llamado para una entrevista, que me hicieron Carlos Martí y Rogelio Rodríguez Coronel. Y ahí nos preguntaron si nosotros estábamos parametrados y qué creíamos de aquello. Yo les dije que era una injusticia, y que estaba seguro de que la Revolución tendría que resolverlo porque era algo contra personas que han demostrado ser buenos trabajadores y era una medida muy arbitraria. Salimos de allí y nos encontramos con Armando Suárez del Villar, que nos recomendó ir a ver a Raquel inmediatamente, y ella llamó a Mirtha Aguirre, que estaba al frente del Departamento de Letras, y ordenó que a los aspirantes al curso de trabajadores no se les hiciera la entrevista, que bastaba con una carta de sus centros de trabajo. Raquel nos dio la carta y así pudimos entrar. 

Curiosamente, en tu vida aparece una y otra vez la voluntad de estudios. Del alumno ejemplar que quisiste ser en la niñez, has pasado por la Academia, luego por los talleres de formación actoral, de ahí a la Universidad y aún hoy lo sigues haciendo cuando aparece un maestro que pueda interesarte. Ya casi graduado de la Universidad, sin embargo, pasas a estudiar Teatrología en el ISA, de cuya primera graduación eres un miembro que sobrevive y pervive. Háblame de ese tránsito, y de cómo logran un acuerdo el Gacio actor y el Gacio crítico.

Yo estaba ya en el cuarto año de la Universidad, y en ese momento me llama Adolfo de Luis y me dice que iba a abrir la especialidad de Teatrología en el ISA. Yo había hecho con él la asesoría de La esclava y Lo que dejó la tempestad, y él sabía que a mí me gustaba estudiar, y tenía criterios sobre las cosas de una puesta en escena. Mucha gente muy cercana me recomendó que dejara los pequeños papeles que estaba haciendo en Teatro Estudio, en Galileo Galilei, porque la carrera se me había hecho agua. Quizás yo debí haber dejado Teatro Estudio mucho tiempo antes. Hice trámites para irme al Rita Montaner, pero no fue posible. Tito Junco me quiso asumir en el Grupo de Teatro Cubano, pero yo tuve la claridad de saber que esos grupos no iban a durar mucho. Y aunque ya estaba al pasar al quinto año de la carrera que eran tres asignaturas nada más, me decidí porque yo pensaba que desde mis conocimientos de actor podía aportar algo a la crítica. Eso fue lo que le dije al ruso famoso, y a Rine Leal que era quien me hacía las preguntas. Entré en el tercer lugar. El primero fue Freddy Artiles, el segundo fue Carlos Espinosa y el tercero fui yo, de trece que entramos, y nos graduamos ocho. Tuve que hacer una carta en la escuela de Letras para que me pasaran al curso de adultos porque tenía trabajo en las noches, y me aceptaron porque tenía buen curriculum. Y en el último año de Letras tuve a como profesores a Retamar, Max Figueroa y Mercedes Pereira. Yo siempre tuve mucha inclinación a las Humanidades, siempre pensé estudiar Filosofía y Letras, y decía que iba a ser profesor de Historia. La actuación llegó porque me gustaba, fui a hacer la prueba y me dejaron estudiarlo. Pero a mí me costó mucho dejar la timidez, mucho trabajo. Creo que también me fui opacando, porque al no tener personajes de mucha importancia, eso me afectó. Creo que no vine a dejar del todo la timidez hasta que llego a mi segunda vuelta, con Raulito Martín.

Recuerdo, ya lo he dicho alguna vez, las carcajadas estentóreas de Roberto Blanco, provocadas por tu caracterización en El flaco y el gordo de Piñera, durante una representación de esa pieza dirigida por Raúl Martín en la sala del Guiñol. Tu encuentro con este joven director ha sido un nuevo impulso que sé que agradeces. ¿Cómo logró convencerte para que regresaras al escenario?

Yo estaba decidido a no actuar más, pero un día me llama Nelson Dorr para que haga un papelito, y luego Huberto Llamas también me embulló a seguir, pero eso lo hacía como un entretenimiento. Cuando pienso volver es cuando conozco a Raúl Martín, al que conocí en las funciones del Ballet. Una vez le dije que si pensaba algún día dirigir algo, que me llamara; y cuando fue a hacer El flaco y el gordo, me llamó. Al principio le dije que no, que buscara a José Raúl Cruz. Pero luego accedí y me aparecía en los ensayos, y a veces decía que no, que iba a seguir y me iba, pero acababa regresando. Yo me dije que los teatrólogos jóvenes que me conocían no me podían ver haciendo algo mediocre, y me esforcé. Y cuando estrenamos salí muy bien parado. Fue mucha gente a felicitarme, como Roberto Blanco que me escribió una nota que tengo guardada. Y con Raulito hice un papel corto en La fábula del insomnio, y el Agamenón de Electra Garrigó, que primero lo hizo Fernando Hechavarría. Y fui parte del elenco de El burgués gentilhombre, que dirigió Jerome Savary. Me divertí muchísimo. Y en el Festival de Teatro de La Habana hicimos Los siervos, en 1999. Con ese estreno yo tuve un ataque de pánico, porque estrenábamos en un festival, que no es recomendable. Y yo decía: “yo no puedo, yo no puedo”; pero fue Déxter Cápiro quien me animó y me sacó de aquel trance. Para mí las etapas más importantes han sido las de Adolfo de Luis y la de Raúl Martín. Con Raúl Martín yo tuve un crecimiento en mis posibilidades que no había experimentado. He pensado en esto, porque cuando yo aparezco en el mundo profesional, se hacía un teatro muy sicológico, y según dice Rubén Sicilia, yo tengo mayor facilidad para la farsa, para la máscara, que no niega la parte interna del trabajo del actor, porque hay que tener credibilidad y procesos internos, pero estoy más cerca de eso que se llamaría el “teatro teatral”. Raúl trabaja lo interno siempre, pero trabaja la coreografía, la proyección hacia fuera del personaje, un poco a lo Roberto Blanco, pero a su propio estilo, y yo me sentí muy cómodo con él. 

A la vuelta de tus setenta años, has sobrevivido a pérdidas y despedidas, y has logrado aplausos y el cariño de no pocos. Contaste parte de esa larga vida en el Monólogo de Casio, que escribió Edgar Estaco sobre tus propios recuerdos y estrenó Teatro del Círculo. Has vuelto al cine tras algunas experiencias en los 60, y ya se te anuncia en tu primera telenovela. No parece poco para tus 70 años.

El Monólogo de Casio parte de una entrevista que me hizo el autor donde yo conté mi vida y milagros. Creo que más no se puede contar. Luego Estaco tomó el espíritu de lo que le narré y agregó otras para darle variedad, manteniendo elementos que sí pertenecen a mi biografía, como la mención a alguien que me fue muy querido y del cual evoco su fallecimiento. Fue muy interesante porque yo creo que en el monólogo el actor debe revelar su vida, aunque no sea un texto autobiográfico. Tienes que encontrar cómo confesarte en un monólogo, y ahí había mucho de confesión. Pedro Angel Vera, como director, me trabajó hasta el detalle, con mucha dedicación. Aquí trató de obviar o disminuir el tono de comedia, para preservar el drama y el trabajo de honestidad artística que le pareció más interesante. Fue un trabajo muy minucioso a partir de mis vivencias, y en ese sentido creo que sí hubo una dirección a fondo. En el cine había trabajado en La muerte de un burócrata, de Titón; y en El bautizo, de Roberto Fandiño, que es una comedia deliciosa. Y en Lucía, y El otro Cristóbal. Más recientemente aparecí en Roble de olor, El ojo del canario y El viajero inmóvil, de Piard, que me ha dado buenas oportunidades. Cuando llegué al casting de Roble de olor, Rigoberto López me dice: “Este hombre come mucho”. Y yo le digo: “Yo también”. Entonces me dice: “Pero este hombre es muy irónico”. Y yo insisto: “Y yo también.” Acabé convenciéndolo para que me diera el personaje. Y, sí, estoy grabando la nueva telenovela del Chino Chiong, Santa María del Rosario, haciendo el mayordomo de la mala de la trama. 

Tu memoria es privilegiada porque atesora imágenes y momentos de lo mejor del teatro cubano de las últimas cinco décadas. Para finalizar quisiera pedirte que mencionaras aquellas que, a manera de ráfagas, te acompañan, desde los primeros días de tus visitas a las salas, hasta el día de hoy. 

Yo he estado al inicio de muchas cosas, y he fundado algunas. Fui parte de la primera graduación de teatrólogos del ISA, del primer curso de trabajadores de la Universidad de La Habana. Ensayé con Morín, estuve en el grupo Milanés, en Los Doce, en Teatro Estudio. No puedo olvidar el boom de los 60, y no es problema de nostalgia, sino el boom cultural del que me alegra haber pertenecido. La gente vivía el artista, del arte y para el arte, teníamos escaseces de todo tipo, pero había un amor y una entrega inolvidables. La Revolución dio todos los recursos para esa eclosión. Fuenteovejuna, era un montaje telúrico, que imantaba a todo el que estaba ahí, era bueno a todo nivel. La Madre Coraje de Raquel y Berta Martínez, inenarrables. El círculo de tiza caucasiano que dirigió Ugo Ulive, quizás demasiado largo, pero de una espectacularidad increíble, con Herminia Sánchez y Roberto Blanco. La noche de los asesinos, yo fui a su estreno y a la fiesta de entrega del Gallo de La Habana, y recuerdo una dinámica, una manera nueva de utilizar el espacio, de aprovechar los momentos que en cada noche ellos dejaban abiertos para la improvisación, y es de ahí que viene todo ese camino experimental en la escena, que llega hasta Nelda Castillo y que motivó a mucha gente, como a Pepe Santos. Había mucha gente que partió de esa influencia, y recuerdo que Guido González del Valle hizo un espectáculo que se llamaba Juego para actores que tenía mucho de danza teatro, regido por la fisicalidad y el cuerpo estaba en primer plano y donde Alicia Bustamante decía un texto de Virgilio Piñera que jugaba con las palabras: todo eso empezó con La noche… En esa época estaba el éxito clamoroso del Guiñol Nacional al cual acudían todos los intelectuales, y estaba Roberto Blanco con Divinas palabras, un montaje extraordinario, y ya Berta había dirigido La casa vieja y se probaba como una magnífica conductora de intérpretes, luego vendría su Don Gil, y la Bernarda y todo el ciclo lorquiano. En los 70 llega Las tres hermanas, de Vicente, con una versión muy problematizadora de lo que había logrado el país hasta ese entonces, con muy buenas actuaciones. Y está el Teatro Escambray, y empieza el teatro nuevo, que curiosamente con esa dramaturgia no convencional, basada en testimonios y otras experiencias, va a impulsar a los actores de los 80. En esa década llegan Raúl Alfonso, Salvador Lemis, Joel Cano, Rolando Tarajano y aparece Víctor Varela, del cual al inicio yo estuve escéptico, pero cuando vi La cuarta pared me di cuenta de que ahí estaba la necesidad de conectarse con aquel camino experimental que había sido parametrado. Flora Lauten crea el Buendía, que es un teatro de imágenes que lo fusiona todo, lo aprendido con Eugenio Barba y otros maestros latinoamericanos para hacer un teatro provocador y muy cubano. En los 90 están los talleres de la EITALC, y están los alumnos del Buendía, como Nelda Castillo, a la que le digo siempre que yo la admiro tanto y ella se lo toma un poco a broma, pero que es verdad, porque es una mujer muy consecuente con su experimentación, que es muy seria, y con lo que dice su teatro de laboratorio. Carlos Celdrán retoma la línea stanislavskiana y realista aunque más bien me gustaría decirle neorrealista, Raúl Martín hace un teatro coreografiado, más light, que viene de Roberto Blanco pero que tampoco es lo mismo. Y hay alguien que no se parece a nadie, que es una célula en sí mismo, y es Carlos Díaz, con su androginia, su barroquismo, su transgresión constante, capaz de darle un viraje insólito a cada obra. Es mucho lo que recuerdo, y tengo miedo de que se me olvide algo. Es que he estado al inicio de muchas cosas y son muchos las imágenes. Dime la verdad, ¿yo he estado bien en la entrevista? ¿Tú crees que me haya quedado bien?

Publicado en la Revista Tablas (2011) a propósito de su onomástico número 70.

Foto de portada: Librería Virtual Cuba