El contemporáneo debe (…) leer de forma inédita la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene de ninguna manera de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede responder.
Giorgio Agamben[1]
Por Edgar Ariel / Fotos Ernst Rudin
Réquiem, de Mozart, es un elogio fúnebre. Un elogio en sordina. Un elogio como aspirado con boquilla de ámbar. Un elogio que muchos de nosotros conocemos solo de forma inauténtica.
Escucho una y otra vez esta misa para difuntos. Hago un ejercicio de jerarquías –un ejercicio perceptivo. Avivo mi escucha y anoto las necesidades y solicitaciones que mi cuerpo exige. Solicitaciones del caos.
Es decir, traduzco en palabras quizá lo inenarrable. Sabemos que el lenguaje es insuficiente, sabemos de lo violento, esquilmaste, que es traducir en palabra escrita una sensación; esa es una huella pesada y sirve, sobre todo, para algo: para mentir. Ilusoria creencia de que podemos escribir cuanto pensamos o sentimos. El lenguaje no da para tanto: explota, se disemina.
Escucho la música y hago un repaso del repertorio de mis posibilidades vitales (conscientes e inconscientes). Un ejercicio de performance intelectual, donde me obligo –me disciplino– a deslindar entre las causas pueriles de mi existencia y mi vida efectiva, mi potencialidad vital.
Suenan los últimos tímpanos del “Kyrie eleison”, llega a mí indefectiblemente una palabra que me rehúso a escribir. Una palabra que me causa una sensación extrañísima. Mansedumbre. De la misa extraigo una necesidad. La necesidad de la mansedumbre.
Aparece. En polifonía de voces es un espacio vertiginosamente vacío. Es un estado de imperturbable tranquilidad. Necesidad de mansedumbre que es necesidad de sosiego. Mansedumbre. Mansedumbre. Mansedumbre.
Se trata precisamente de hurgarme. Me instalo dentro de esa palabra, la contemplo desde dentro y veo si ella se siente a sí misma menguada. Llegado este punto descubro que estas son reflexiones fútiles.
Repito. De la misa extraigo una necesidad. La necesidad de la mansedumbre. ¿Cuántos soles más veré declinar? Decía Orlando[2] bajo la encina, bajo la mansedumbre, mientras el marinero cruzaba el Cabo de Hornos. Un cabo muy peligroso (espacio angosto).
Resuelvo. La mansedumbre es navegar por el Cabo de Hornos como por piscina de ricos; esquiar en el principado de Andorra casi en el deshielo; llevar un abrigo de marta en el verano del Caribe; creyendo que sobre el mar solo hay ondulaciones mínimas, ondulaciones que no llegan ni a sombras de olas.
Réquiem, por Danza Contemporánea de Cuba[3], me sumerge en una zona de tensión, conflictiva, crítica. Conozco mi imposibilidad de juzgar, de evaluar, de distinguir lo verdadero de lo falso, original o epígono, revolucionario o rutinario. Solo presento un grupo de ideas “epistémicas” desde el patetismo con que asumo la posición frágil del crítico. Es una especie de genealogía del hombre del deseo, el sujeto deseante del que hablaba Foucault[4], deseante de ideas, totalmente alejado del sujeto “prescriptivo”, que tiene como objetivo principal proponer reglas de conducta. Al final esa guerra es de rapiña.
En el centro del escenario un túmulo de bailarines, probablemente muertos, comienza a desmenuzarse y a formar diseños espaciales casi matemáticos, distintivos de la poética de George Céspedes. Es lícito que el autor asuma esta codificación formal, que emerja como rastro de obras anteriores; parte de su poética perteneciente a un dominio de referencia que responde a criterios de su lenguaje.
Réquiem se formaliza desde un modelo preestablecido de puesta en escena, en tanto enunciación de signos concomitantes, inscritos en la tradición espectacular del hecho escénico.
El sistema de la puesta en escena se asienta en el trabajo aportativo de las manifestaciones escénicas convocadas: musicales, danzarias, visuales. Imbricación típica del arte contemporáneo en su intención de crear mixturas. Pero cuando dichas imbricaciones no están atravesadas por las políticas del cuerpo se hacen redundantes sus connotaciones.
Visible desde el principio de la representación, el metatexto coreográfico por momentos intenta subvertir el texto matriz, la obra musical, desde una actitud presumiblemente crítica, para otorgarle nuevos sentidos.
Pero no se sostiene en todo el espectáculo una exigencia política capaz de integrar y reescribir la nueva textualidad. Pudiera parecer que existe un problema de coherencia, de unidades semánticas que se contradicen en el inevitable dialoguismo textual, artificio lícito si no tuviera tan en la superficie el simulacro, que denota, quizá, desequilibrio e insuficiencia.
El núcleo de la representación se supone que sean los bailarines en actitud creadora, no así el bailarín instrumentalizado para ilustrar una idea y construir (tratar de construir) progresivamente una presencia, una tensión.
El espíritu de la obra lo constituye la disolución del sufrimiento. Lo que está en juego es el dolor, que, al igual que el género, como lo piensa Judith Butler, es una cuestión de performance, una construcción cultural.
Los movimientos son replicantes, movimientos que a veces llegan a la histeria, parecen gritados, parecen preguntas quemantes. En este sentido sobresale el “Dies irae” (Día de la ira). Cuatro filas, dos de hombres y dos de mujeres, intercambian alturas como si fueran olas en un mar tormentoso. Hermosa analogía para la polifonía musical. En el mundo fenoménico el flujo constituye un epifenómeno de lo estable.
La música impone un cierto tiempo, una rítmica que la danza traduce en espacio. “Lacrimosa” parece un contra-ejemplo. Quizá no logra el necesario cuestionamiento de la obra musical, que propone una hermenéutica del sufrimiento.
Nos enfrentamos a una puesta coreográfica donde los signos son voluntariamente ambiguos, la que antes que nada se preocupa por mantener el ritmo. La coreografía, en la intención de golpear las imaginaciones, en varios momentos se queda solo en la declaración de intenciones.
El coreógrafo reexamina el Réquiem y su búsqueda, de apariencia radioscópica, inscribe una posición inconexa con las prácticas contemporáneas, capaz de activar otro ideologema, el propio: sugestivo, dialógico y crítico.
[1]Tomado del ensayo ¿Qué es lo contemporáneo?
[2]Personaje de la novela homónima de Virginia Woolf.
[3]Danza Contemporánea de Cuba presentó la obra Réquiem los días 22, 23 y 24 de febrero y 1., 2 y 3 de marzo, en la sala Federico García Lorca del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso (GTHAA), junto a la Orquesta del GTHAA y al Teatro Lírico Nacional.
[4]Sujeto deseante: definición de Michel Foucault en Historia de la sexualidad, tomo II, “El uso de los placeres”.