Por Jesús Lozada Guevara
Yo tengo por ahí los periódicos que hablan de mi primer recital de cuentos. Los tengo, lo que pasa es que soy muy descuidado y nada está en orden. Pero por ahí, en sobres amarillos, están muchas y buenas crónicas de Alejo Carpentier, de Valdez Rodríguez, de Lisandro Otero, de otros. También en el periódico Diario de la Marina se publicó una del crítico Rafael Suárez Solís. Yo no la leí porque no era favorable. María Julia Casanova, que dirigía la sala del Conservatorio, me recomendó que no lo hiciera. Si ahora soy sentimental, imagínate antes, aunque ya tengo dura la caparazón. Pero un día me mandó a buscar Luis Amado Blanco y me contó que la había leído, que no le parecía justa, y añadió enseguida “nosotros los críticos también nos equivocamos”. Seguramente el periodista se había molestado porque Gastón Baquero, que era mi amigo y su jefe, fue quien lo mandó a reportar sobre el espectáculo y ya se sabe que los seres humanos somos muy extraños.
Rita Montaner fue a verme y me dijo “es un trabajo increíble, pero prepárate que ahora van a aparecer los cuenteros”. Vinieron también Lydia Cabrera, Rubén Vigón, Heberto Padilla, que según decía, en broma, asistía “para ver si alguna vez me equivocaba haciendo el Tobías”. Estuvo toda la intelectualidad de entonces. Así son de distintas las opiniones. Aquello era la primera vez que se veía.
En el recital del 56 narré además del cuento de Virgilio Piñera, El antecesor de Miguel Ángel de la Torre, Tobías de Félix Pita Rodríguez, Un hombre de teatro de Miguel de Marcos, y ¿Por qué cundió brujería mala? de Lydia Cabrera, que no está en la antología. El cuento de Lydia que aparece es ¿Por qué las mujeres se encomiendan al árbol dagame? Yo conocía los cuentos de ella. Alberto Alonso fue quien me recomendó leer Cuentos negros de Cuba. Cuando fui a contarlos preferí el de la brujería, tan lleno de planos misteriosos, tan bonito, y Salvador Bueno estuvo de acuerdo conmigo, incluso en otra edición de su libro aparece el texto seleccionado por mí. Él escribió las notas al programa del recital.
Como tengo la capacidad de declamar con ritmo o la facilidad de “cuadrarme perfectamente” con la clave cubana, o, como dicen algunos, la facultad de hablar con sentido muy musical, eso lo aplico a los cuentos. Trato de encontrar la musicalidad de las palabras, de las oraciones, de los párrafos, la de todo el cuento. Yo estudio los cuentos literarios con la misma intensidad y cuidado que empleo en una partitura musical o en un poema. Todo es muy musical, y esa es la fuerza de la palabra.
En 1958 en el Teatro Municipal de Caracas hice un recital de cuentos venezolanos. Yo no sabía nada de la cuentística de aquel país, entonces, Alejo Carpentier, que vivía y trabajaba en Venezuela, fue quien me recomendó los cuentos y los autores, por él llegué hasta Las dos Chelitos de Julio Garmendia, El diente roto de Pedro Emilio Coll, Las Linares de Jorge Rafael Pocaterra, La gata, el espejo y yo de Nelson Himeo y Biografía de un escarabajo de Oscar Guaramato. Félix Pita Rodríguez escribió para el periódico El Nacional un artículo que era una joya literaria, lo tituló Luis Carbonell cuentero. Allí el poeta llega a asegurar que yo poseo la mucanda, es decir, según los africanos, la gracia, el arte milenario de contar cuentos.
Para Letra y Solfa, su columna en El Nacional, Alejo Carpentier escribió un artículo elogioso. Lo título Luis Carbonell en Caracas.
Yo tuve mucha suerte, y aún la conservo, pues intelectuales de prestigio atendieron mi trabajo como narrador desde el principio. Sin embargo, con las estampas costumbristas, que me abrieron las puertas a múltiples públicos, nunca logré llegar hasta ellos u obtener la atención o la resonancia que si me dispensaron cuando comencé a decir cuentos. Por el camino de la narración oral, que es farragoso y espléndido a un mismo tiempo, los intelectuales se acercaron a mi órbita. Seguramente eso ocurrió porque yo siempre he contado textos literarios, de autores conocidos y valorados, provenientes de su propio medio y sensibilidad, y eso provoca una suerte de complicidad inmediata entre ellos y yo o que las estampas representan un tipo de cultura que francamente no les agradaba. La verdad es que solo con la palabra de los cuentos es que pude conquistarlos. Eso me ocurrió no solo con Carpentier, Amado Blanco, sino que hasta con Nicolás Guillén y otros muchos.
Foto de portada tomada de La Jiribilla