Por Jesús Lozada Guevara
Luis Mariano Carbonell Pullés (Santiago de Cuba, 1923- La Habana, 2014) y yo, en el 2009, durante dos meses, nos reunimos para conversar sobre sus aportes a la Narración oral contemporánea en el ámbito hispanoamericano. En su centenario, volveremos a escuchar, pasito a paso, la gracia criolla del artista que se nos muestra en toda su humildad y grandeza. Oído atento, que va a contar:
Allá por los años cincuenta yo iba a visitar al Dr. Raúl Gutiérrez Serrano, el fundador de la Organización Técnica Publicitaria Latinoamericana (OTPLA) y del departamento de surveys de la revista Bohemia, el que le hacía la publicidad a la Casa Bacardí, que había sido profesor de tres de mis hermanas en Santiago de Cuba, y ahí hacía cuentos, contaba de los santiagueros, de la ciudad, de personajes que conocíamos y que yo imitaba, y ellos se divertían, se reían mucho. A él y a su esposa, que era una mujer muy buena, pero estaba obsesionada con las enfermedades, yo los entretenía contando cosas como esta:
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Cachita Candevá, Cachita Candevá…
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Ay, hija, ¿qué te pasa?
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Cachita Cadevá, que mis hijos me quieren mandar a operar a La Habana, me quieren operar allá y yo no quiero ir.
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¿Pero será que no hay médicos buenos en Santiago de Cuba?
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Cachita Candevá eso es lo de menos. No ve usted que, si me muero, me entierran en el cementerio de Colón. Y ahí yo no conozco a nadie…
Cambiaba las voces, gesticulaba, como lo haría un actor o un narrador de cuentos. Entonces él siempre decía:
Luis Mariano, ¿por qué tú no haces esos cuentos en el escenario? Tú tienes esa gracia, esa cosa natural del cuentero…
Y yo contestaba:
¡Qué va doctor, yo no tengo eso! Ese don si lo tenía mi abuela Panchita Pérez, que nos contaba historias y cambiaba las voces y era lo mismo un tigre, que un ogro, un gato o un perro. Ella si era una cuentera. Yo no.
Llevaba muchos años recitando, era la única persona en Cuba que vivía de declamar, porque Eusebia Cosme, que era cubana, residía y trabajaba en Estados Unidos. Ella había empezado en 1933, pero no estaba aquí. Los actores, como Eduardo Martínez Casado, Raquel Revuelta y otros, recitaban, pero vivían de actuar. Mi contrato era como recitador. Así fue desde el día que debuté en el Teatro Auditorium en 1948, de la mano de Esther Borja, en un homenaje que se le tributaba a René Cabel “El tenor de las Antillas”.
No me parecía bien eso de contar cuentos. Más el Dr. Gutiérrez Serrano insistía:
Bueno, nadie sabe si un día se te acaba lo de los poemas. Cuando tú quieras harás los cuentos…
No le decía nada por respeto. Para mi estaba bien contar historias de mi ciudad, de su gente, pero de ahí a vivir de eso o hacerlo en público… Además, por aquella época no se contaban cuentos en los teatros. Nadie lo hacía, al menos eso me dijo, algún tiempo después, el crítico José Manuel Valdez Rodríguez. Aquí, que nosotros conociéramos, nadie lo hizo antes que yo, aunque es posible. Después mucha gente lo ha hecho, y ahora hasta se puede vivir de contar cuentos en los escenarios. Yo me quedé con la recomendación del doctor y la vida siguió.
Por esa época también visitaba la casa de los Hernández Catá, ya el escritor había muerto, pero la viuda animaba una tertulia muy fina, muy buena. Iba mucha gente. Ahí conocí a Rómulo Betancourt, que fue presidente de Venezuela, al novelista Rómulo Gallegos, que también fue presidente, al poeta Manuel Altolaguirre, a Raúl Roa García y a su esposa Ada Kourí. Mucha gente brillante iba, y yo recitaba.
Un día en la tertulia comentan que había salido una antología de cuentos hecha por Salvador Bueno. Fui directamente a la librería y la compré.
Cuando empecé a leer aquel libro me di cuenta que no tenía nada que ver con lo que yo hacía en la casa de Raúl Gutiérrez, nada que ver con aquellos chascarrillos de personajes de Santiago de Cuba; pero me quedé deslumbrado con las narraciones, se abrió ante mí un mundo nuevo. Entonces dije, ¡voy a aprenderme uno de estos cuentos! De pronto vi la narración, vi que yo era la narración. Y me aprendí cinco de ellos e hice un recital.
Fue a fines de 1956, en la sala del Conservatorio Hubert de Blanck. Estuve de diciembre de ese año hasta enero del 57, durante dos o tres semanas. No recuerdo bien. Hice mi recital con ilustraciones, hechas por varios artistas, entre ellos uno de los dibujantes de la revista Carteles, Andrés García Benítez, que me hizo la de El Baile, el cuento de Virgilio Piñera, que fue uno de los más difíciles de montar. El cuadro era precioso, rojo, cuando aparecía la gente aplaudía. Una dama antigua, la Gobernadora, con su traje de malacó, un salón colonial con el piso de cuadros negros, blancos y rojos. El cuento es soberbio, casi un monólogo. Un juego de mil palabras, un juego de ideas.
De ahí, además, nació mi amistad con el escritor, que duró hasta que él murió; aunque nos conocimos de una manera un tanto divertida pues él se enteró de mi recital y de que estaba haciendo un cuento suyo, pero se molestó porque alguien le dijo que aparecían diálogos y personajes hablando que no estaban en el original. Virgilio, que era de armas tomar, ya me lo habían advertido, se me apareció en la casa a eso de las ocho de la mañana, yo vivía entonces por la calle 23, y con esa voz tan especial que tenía, sin saludar, me apartó, entró, y, sin dar las buenas horas, me preguntó si era verdad que yo le había puesto diálogos a su cuento. Me limité a invitarlo a que lo escuchara y que llevara a quien quisiera, que después hablaríamos. Y él fue, en compañía nada menos que del pintor Mariano Rodríguez y del escritor Guillermo Cabrera Infante.
No había tales diálogos, sólo que cada vez que cambiaba el narrador de la historia o aparecía la Gobernadora o el Gobernador yo le ponía una voz que lo identificaba. Por cierto, la Gobernadora está inspirada en una tía de Natalia Bolívar, la etnóloga, que yo había conocido diez años antes en su apartamento de New York, y que era una persona encantadora, una de esas mujeres extraordinarias que tanto hicieron por la cultura cubana desde la Sociedad Pro-Arte Musical. Yo me quedé fascinado con Natalia Aróstegui de Suárez. Tenía un acento raro al hablar. A Virgilio le gustó tanto lo que vio que regresó muchas veces, además de que nos duró la amistad.
La génesis de todo estuvo en las estampas santiagueras y en la insistencia de Gutiérrez Serrano, persona a la que venero y a la que aún recuerdo con gratitud, aunque en los años cuarenta, en New York, yo había visto algo parecido a lo que hice pero aquello era un espectáculo donde varios actores leían fragmentos de la Biblia en un teatro de Broadway en la Avenida 42. Sonaban como una orquesta de voces y de dúos. Estaban de pie en el escenario, detrás de unos atriles, nada de memoria, leían, pero formaban una orquesta. Había música de fondo. Un espectáculo de lectura, con la palabra. Genial. El recital mío fue así. Yo no tenía conocimientos, no sabía nada de nada, pero lo hice.
Cuando tuve la antología de Salvador Bueno entre las manos, cuando me deslumbré con ella, hice lo que siempre había hecho y aún hago con los poemas: estudiar. Como cuando monté la Elegía a Jesús Menéndez de Nicolás Guillén. Todavía recuerdo que yo me erizaba cuando leía aquel poema enorme, largo. Su recitación dura unos cuarenta y cinco minutos. Y me propuse aprendérmelo. No sabía si lo iba a hacer en público alguna vez. No había triunfado la Revolución y yo le dije a Guillén:
Maestro, ¿usted sabe que me estoy aprendiendo la Elegía…? Yo sé que no se puede decir, pero…
Entonces el poeta vaticinó: ¡Ya se podrá!
Claro, en medio de aquella situación, durante la dictadura de Fulgencio Batista, no se podía. Nicolás Guillén incluso estuvo exiliado, no recuerdo si en París o si en Caracas. No recuerdo, lo que si sé es que me dijo:
¡Siga estudiando que un día la podrá decir!
Y en efecto la dije.
Foto de portada: Jorge Oller (1992). Tomada de Cubadebate