Search
Close this search box.

Las formas danzarias hablan: A propósito de Comala

image_pdfimage_print

Por Roberto Medina

Comala, estreno que tuvo lugar en el Teatro Miramar de esta capital por la Compañía Rosario Cárdenas en una coproducción cubano-colombo-francesa, tuvo su puesta en escena a cargo del bailarín, coreógrafo y profesor de danza contemporánea, Alexi Marimón, quien además es director de la Compañía Plataforma Híbridos Francia-Colombia, nos trajo la oportunidad de conocer su manera de concebir la danza, en esta ocasión inspirada en la novela Pedro Páramo del mexicano Juan Rulfo, uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo xx. En su realización ha contado con la total colaboración de la Compañía Rosario Cárdenas.

Resulta interesante ver cómo para su ejecución ha logado reunir a un grupo de bailarines pertenecientes a diferentes agrupaciones danzarias. Algunos procedentes de la propia compañía de Marimón, otros de la Compañía Rosario Cárdenas, de Danza Fragmentada de Guantánamo, de la Compañía Ensemble y el Ballet Folclórico Oshupuanirawo, ambos de Ciego de Ávila; y de los grupos danzarios habaneros Danza Teatro Retazos, Prodanza, Revolution y la Universidad de las Artes (ISA). La conjunción de bailarines de tantas procedencias, algo prácticamente insólito, está en concordancia con los afanes conceptuales de trascendencia a que a mi parecer aspira a representar. De entrada, el nombre de la obra nos devuelve intertextualmente a la referida novela de Juan Rulfo como lugar donde se desarrollan los acontecimientos narrados y, por consiguiente, un punto de mirada hacia las pretensiones artísticas de su traslado en esencia en las tablas escénicas.

Necesariamente el público ha de penetrar sutilmente en las formas danzarias mostradas para desentrañar el lenguaje que estas hablan, el que ha creado su realizador para esta puesta. Desde el mismo comienzo, la presencia dominante de la acción colectiva se hace sentir. Las figuras de los bailarines se desplazan articulados en una cadena formada por sus cuerpos y sus cabezas, apoyados unos sobre otros. Es una masa compacta moviéndose por el escenario a manera de un ciempiés de cuerpo único. Imagen metaforizada de los mutuos y estrechos contactos y entrecruzamientos, de cercanas y distantes correspondencias que los enlazan. Con esa imagen define las intenciones. La sola procedencia de bailarines de lugares y maneras diferentes, define analógicamente el carácter de un conglomerado cultural, donde las diferencias entre ellos en su formación y expresión, logran integrarse y definirse en una totalidad que los engloba y hace marchar, impulsados por una sensación de correspondencias indisolubles e inquebrantables de un efecto enriquecedor. Esa imagen escénica serpentiforme es esencial a tener en cuenta para su interpretación.

Ese camino de unificación, afirmado en los roces y los apoyos mutuos de los cuerpos, hace actuar a los bailarines como movidos por una fuerza superior que los conduce de conjunto en su serpentear, afirmados en su manera de colocar los pies en los pasos dados a la búsqueda grupal de un camino humano, unidos en una gran comunidad que permanece en sus instantes escénicos en alusión a simbolizar un largo transcurrir de sucesión temporal, en la pretensión de ir posesionándose en su presente en esa marcha realizada paso a paso y con firmeza, sin pensar en alcanzar una existencia eterna. Solo la que desde el presente le permite vislumbrar el mañana próximo del existir pero que sabe mirar hacia atrás, asentada en el respeto al pasado.

Este encadenamiento de los cuerpos no es una subordinación reductora. Si alguien llega a pensarlo se equivoca. Por el contrario, es la libertad de accionar, de aprender unos de otros, tanto de un pasado reciente como lejano, absorbiéndose en ese contacto que se vive a flor y se hace continuamente presente en la cadena ininterrumpida de la vida, generación tras generación. Tanta es la sensación ofrecida en la conformación de una comunidad de pertenencia, basada en la indisolubilidad de los nexos en las tradiciones culturales fuertemente sedimentadas, que nos remite a una idea mayor de Juan Rulfo en la persistencia de las vibraciones de los antepasados, apegados, alimentando y comunicándose con sus suaves susurros a los hombres en el presente.

El apoyo en el pasado cultural comunitario es sentido al nivel de la piel y las cabezas unidas, de las mentes y los cuerpos enlazados, en una línea de continuidad de los cuerpos, apretados bajo un mismo aliento. A la vez, por ser los bailarines de una múltiple y heterogénea procedencia territorial y cultural, en su heterogeneidad formativa modelan antropológicamente en forma analógica una humanidad en pequeño, como la que la cadena de cuerpos en escena pretende representar. El propio territorio de Comala se sabe fue poblado históricamente por más de tres mil años con el suceder de diversas culturas: la olmeca, la náhuat, la tolteca, la chichimeca y la tarasca, antes de la llegada de los españoles, muestra de la diversidad cultural que desde siempre ha existido en dicho lugar. Ese conglomerado histórico de grandes culturas mesoamericanas no debe ser apartado del horizonte de análisis de esta obra, aunque no haya referencias por su autor ni en las palabras al catálogo, porque las obras no revelan todo lo que está subsumido y transmutado en ellas.

Más adelante, en otro pasaje danzario muy significativo, los cuerpos de los bailarines resbalan acostados, unos sobre otros, sobre los que permanecen yacentes en el suelo como el sustrato de fondo sobre el cual los nuevos transitan en su devenir antecedidos por otros que les sirven de apoyo, de asiento. No estamos solos. Parece proclamar su director. No estamos nunca solos. Detrás nuestro hay un sinfín de enraizamientos a los cuales equivocadamente podríamos virar el rostro, no mirarlos, y sin embargo están ahí, a la espera de la mirada atenta que los reconozca e integren a la vida actual de los que todavía viven.

De ahí el tanteo con sumo cuidado por cada bailarín de pasar sobre los acostados en el suelo y colocar sus pies en los intersticios o desfiladeros dejados por los cuerpos yacentes, cuerpos que no han dejado de ser lo que fueron y siguen actuando de firmeza y seguridad a los pasos a ser emprendidos en la vida por los descendientes, afirmándose simbólicamente en el presente. Es una visión antropológica del infinito comunitario que no vislumbra un cierre en su permanencia. Todo lo contrario, aunque los hombres en la vida práctica de esa convivencia social no puedan fijar o vislumbrar hasta cuando pueda durar esa continuidad. Esa es una rara sensación tenida por la conciencia humana, continuada hasta hoy como una constante en el ser del hombre. Esa es la causa que desde los tiempos más remotos se reconocen los enlaces indisolubles con el tiempo de los ancestros. Todas las prácticas lo testimonian en todos los confines de la tierra desde tiempos en extremo lejanos y renuevan ese recuerdo, haciéndolos presentes en el cuerpo de la vida de los vivientes. De una manera peculiar los ritos y testimonios ancestrales lo prueban inobjetablemente en cada comunidad antigua y se manifiestan a su modo en la vida rural y de las ciudades actualmente. Forman un patrimonio cultural heredado y muy necesario que sirve de aliento y estabilidad a una identidad reconocible entre sus miembros con los que vivieron antes, mucho antes sobre todo. Ese mirar hacia atrás en el tiempo de lazos unificadores ha sido una constante en la práctica humana, y los estudios antropológicos sacan a relucir esos efectos en las comunidades del pasado y de la vida actual. Historia, realidad social y cultural hablan también ese mismo lenguaje.

No somos más que articulaciones de unos y otros. Lo veamos o no, así somos. Y seremos. No individuos aislables sino comprometidos con los otros por voluntad de las circunstancias. Seres débiles son los hombres aunque quieran mostrarse de otro modo. Necesitados en el fondo del apoyo mutuo de sus congéneres. Ni siquiera Jesucristo en la cruz pudo dejar de llamar al padre en su auxilio una vez adoptara el cuerpo y las sensaciones humanas, esa corporeidad de lo terreno de la cual no podemos eludirnos como mortales que somos. Por eso ansiamos y debemos tocarnos mutuamente para tratar de encontrarnos a nosotros mismos. ¿Qué es si no ese, el camino asignado al destino humano, el de reciprocarnos en nuestros apoyos? Saber que no nos bastamos. Somos insuficientes, aunque no lo percibamos. Ni el individuo ni el grupo escapan a ello.

Formamos parte de un tejido interminable, entrelazados por siempre. No caben evasiones. En el abrazo reiterado ofrecido con sinceridad, pretendemos encontrarnos en los otros, pues sabemos que no nos bastamos a nosotros mismos. Ese abrazo con el otro es un espejo que nos devuelve, no especialmente la imagen del otro, sino de nuestro propio rostro, y de cuán desvalidos somos si permanecemos aislados. Es eso de tajante lo que queda al final del camino de la vida. A eso se reduce el cúmulo de tristes desvelos, incertidumbres y esperanzas, generación tras generación.

El encuentro es en consecuencia el mayor principio humano. No debemos olvidarlo. Esa es la misión más elevada y fortificadora. El hombre es una especie singular en el universo que no por irrepetida sea irrepetible ni estrictamente superior. Se ha de esperar alcanzar la redención del hombre en lo humano para salir hacia adelante, no solo en nuestro acontecer inmediato, al acercarse a un amor divino entre todos, que es donde reside el amor fundamental en la verdad de las cosas más sencillas.
Y la máscara, ¿qué lugar ocupa en esta puesta? La de un ser alucinante, de alguien sin nombre, bajo cuyo peculiar rostro blanquecino e invariable como la muerte que es, se ocultan mil nombres de los que fueron, de los que han sido y de los que potencialmente sin serlo aún, lo serán. La máscara es la zona de frontera entre la vida y la muerte que no cesa de acompañarnos y envolvernos en su atracción continuada. Englobándonos en una muerte donde los seres no desaparecen, solo cambian de cualidad con el fallecimiento. Por eso se hace recurrente y está en el simbólico cierre de la obra. Representa el paso constante de lo vivo a lo muerto, para renacer –o mejor– recuperarse en la eternidad de lo existente que no avizora un horizonte de cierre, como ocurre en una sensación y un marcado sentimiento insondable a las comunidades en cualquier parte del mundo donde se encuentren. Por tal razón, esta coreografía se da en buena medida a través de cuerpos y respiraciones encadenadas, articuladas, contagiadas de un mismo ritmo. Los préstamos y continuidades de aliento responden en armonía al concepto de pneuma de los antiguos, en tanto espíritu, soplo, hálito vital y viento renovador interior, que metafóricamente describe a un ente inmaterial, reconocido en la filosofía estoica como el espíritu o aliento transcendental que llena y dirige el Universo e imprime un sello inevitable al destino, el nacimiento, la duración de la existencia y el consiguiente paso a la muerte.

Un nuevo Cristo resultante se hace necesario, imagen cristológica que parece anunciarse en un momento en la escena, en esta ocasión por extensión concomitante de la carne y el alma del hombre, multiplicada en muchos hombres que rodean a esta figura. Es una humanidad interdependiente y no fracturada. De ahí el mensaje que entrevemos, esperanzados pero no confiados. No hay que sentarse a esperar a una redención súbita de lo humano. El hombre mismo ha de ir hacia adelante a buscarlo. Ansioso sí, de ser plenos y encontrarnos en el camino de la felicidad. Pero no dejar a otros la responsabilidad individual en nuestra ventura. Demandarnos y demandar a otros una mirada hacia dentro a fin de encontrarnos, a darnos a conocer lo propio replicado en lo que supondríamos ajeno.
Nada de retorcimientos innecesarios, de librar batallas interiores sin salir de la oscuridad. Por eso mismo, los rituales nos acercan comunitariamente a lo más profundo, allí donde desde tiempos inmemoriales los hombres buscan afianzarse mutuamente y establecer sólidos lazos entre ellos al encausar sus destinos, envueltos por la cautivadora magia de los ritmos repetitivos en los movimientos corporales, en las voces, gemidos y respiraciones que se hacen manifiestos en esta obra. Ritmos contagiosos que nos involucran, que nos invitan a participar, a dar un paso y enrolarnos a ellos, atraídos por los modos en que se dan en la práctica real los ritmos danzarios comunitarios.

Ritmos que involucran a los asistentes y deciden por si solos qué hacer, cómo debemos hacer. Nos seducen atrapados con sus insistentes sonoridades, sus sudores y olores corporales que se traspasan unos a otros, enlazando los cuerpos, los sentidos, las almas. La participación comunitaria es inherente al ser del hombre. Lo ha sido desde siempre. Desde el mismo comienzo. Allá, en lo más avanzado del tiempo inverso, donde la memoria sobrepasa mucho más de mil generaciones hasta remontarse al origen remoto de cuanto es, de cuanto ha sido, formando ese encadenamiento infinito como si se tratara de una genética del espíritu.
Cuerpos enlazados, encadenados, multiplicados en esa interconexión, impregnados de una fuerza vencedora de la soledad individual, donde se hacen eco y partícipes los ancestros, de aquellos que sembraron fértilmente el territorio y convocan a una continuidad temporal que envuelve y traza un bucle entre el pasado y el presente, proyectado hacia el porvenir. Hundiéndose como las raíces muy profundas de los grandes árboles lo hacen en la naturaleza para que sus troncos puedan perdurar y resistir los embates de las circunstancias más adversas por llegar.
Aunque en una comunidad humana tan heterogénea suenen las palabras a lenguas no inmediatas o algo ajenas, no importa, como se hace denotar aquí en la puesta.

Todas discursan en un mismo reclamo. Una misma esperanza subyacente las recorre de un extremo a extremo del mundo, aunque cada comunidad experimente la suya propia con un grado de singularidad. Ese entrelazamiento de lo humano con lo humano es algo ineludible. Somos seres híbridos. Mitad mortales, mitad máscaras. Es la condición que significativamente nos propone este creador. Por cada una de esas vías a su momento transitamos todos. La arena del tiempo derramada, observada en cada cuerpo yacente en el escenario, es paradójicamente un signo de la permanencia infinita. La muerte no acaba con la vida. La transita hacia otros horizontes. La torna sustrato, humus de vida para los siguientes.

Aun allí, en la oscuridad más impenetrable, cuando los cuerpos han dejado de estar animados, queda la obra de la vida realizada, trascendente o no para los demás. Legado dispuesto a reclamar el no-olvido por aquellos que saben verlo detrás de las formas contingentes, cambiantes y disímiles con que se presenta la realidad social y cultural. Ese es el gran mensaje que creemos ofrece esta obra danzaria a lo que provechosamente hemos asistido.

Foto de portada: Josmar Echevarría