Por Mariano Saba
Generosa invitación la que llama a pensar la dramaturgia: reflexionar sobre el trabajo de escribir teatro y poder compartirlo es algo gozoso para uno. Sin embargo, pienso cómo hacer que lo sea también para usted, que ha llegado hasta aquí. Es un defecto profesional: toda obra de teatro debería ser (al menos idealmente) una máquina de captura. Digamos, mejor, una “amorosa” máquina de capturar la mirada, por un rato. Su estrategia primaria depende siempre de una imagen. Así que evoquemos una imagen, a ver si logro que usted me acompañe hasta el final.
Una vez, hace años, llegó a la casa de mis padres un mueble precioso que había pertenecido a mi abuela. De madera robusta, la parte inferior poseía un compartimento para cubiertos y demás enseres domésticos; arriba, dos puertas cuyos vidrios dejaban entrever un gabinete espejado, vasto como para acomodar toda la cristalería. Recuerdo muy especialmente que se hizo imperativo llamar a un restaurador: alguien que conociera la madera y que pudiera hacerse cargo de restañar las heridas ocasionadas por el tiempo en la superficie y los recovecos del mueble.
Boina gastada, gesto huraño: su imagen idílica de abuelo se quebraba al adivinarlo seco de cuentos. Llegó puntual, con un pequeño bolso donde contaba con escasas herramientas: cincel, cepillo, garlopa, trapo, pincel, barniz… Había pedido que colocáramos el aparador en el patio para evitar que el aserrín y el polvo inundaran la casa. Apenas vio la madera empezó a contactar: recorría con los dedos las vetas; se detenía en algún borde astillado; miraba con extrema cercanía las marcas, los detalles. Rápidamente inclinó su torso sobre el interior del mueble y lija en mano comenzó a trabajar la madera. Era primavera y el sol bajaba por la parte trasera del edificio, se colaba entre las plantas y atravesaba los cristales del aparador. El viejo carpintero, en la absoluta entrega a su labor, resplandecía.
Vino un par de días, oteando de vez en cuando el cielo para que ninguna lluvia lo obligara a arrastrar la vitrina bajo techo; se interrumpía solamente para tomar un té con alguna galleta, y lo hacía sentado cómodamente adentro del mueble, como si perteneciera naturalmente a ese espacio y como si alejarse de su trabajo fuera un riesgo que no quisiera correr. Hasta hoy, a veces, me viene el recuerdo del viejo aquel sentado adentro del mueble de mi abuela. El sol de esa tarde lo hace destellar en mi cabeza con la luz que tienen los sueños o, mejor aún, las metáforas.
No hay distancia para mí entre aquel carpintero y cualquiera que se lance a escribir teatro. La dramaturgia tiene carácter natural de artesanado: seriar su creación la mata; la destruye todo intento de hacerla depender de las lógicas apriorísticas de la idea; padece con cualquier reducción de su riqueza a la pretensión de una fórmula infalible.
Y sin embargo, hay cosas que sí podemos saber por ley consuetudinaria de la experiencia, la cual –en el caso de lo escénico– tiene mucho que ver con la verdad que detenta lo teatral. Quiero decir, cuando lo teatral funciona, uno lo recuerda, y en tanto lo recuerde con lucidez, apre(he)nderá ciertas herramientas que han circulado por ahí.
Usted, por ejemplo, seguramente ama el teatro: si le preguntaran por qué, usted podría reponer ciertas cuestiones que la dramaturgia suele tener en cuenta para constituir relato. Porque usted, como yo y tantos otros, amamos el teatro –por ejemplo– cuando el universo que despliega nos persuade desde una galería de imágenes cuya solidez resulta insoslayable.
Si el teatro nos “miente” bien, nosotros somos los primeros en entregarnos gustosos a su “atrape”. Si el teatro nos miente mal –es decir, si las imágenes de su dramaturgia provienen de una moda ajena, de una pose snob o de una urgencia efectista–, somos los primeros en denunciar el truco. Como los niños, cuando alertan sobre la carta que el pobre mago intenta esconder: la dramaturgia detenta esa magia sin fisuras o se expone a la caída de su truco en medio del cumpleaños.
Ahora bien, ¿a dónde queda nuestro viejo carpintero? Acá mismo, donde también estamos parados usted y yo, inmersos en la cuestión de la imagen. Porque si aquel artesano pulía la madera y la renovaba con su técnica y su mirada, también aquellos que escriben teatro forjan a su modo un nuevo objeto partiendo de imágenes sensibles –comunes a todos– que la materia arbórea del lenguaje porta desde sus tiempos pioneros, cuando era mero brote.
Usted dirá, ¿entonces no hay lugar para la originalidad? Y yo –temeroso de que se vaya– diré: lo único original en el campo de la dramaturgia, la única novedad, el único motivo para volver a trabajar esa noble materia de lo coloquial, es usted. Y yo, claro. El encuentro, quiero decir. Porque somos nosotros los que damos artesanalmente un lugar inédito a las imágenes que nos reúnen: esto que está pasando entre usted y yo, esta escena, no ha pasado nunca de esta forma ni volverá a hacerlo.
La dramaturgia es un género volcado a la predisposición de ese encuentro: porque un buen texto dramático es el que ha puesto en acción un universo de imágenes sinceras, de tal manera que tanto usted como yo podamos reunirnos en el contorno de ese lenguaje común, creado en conjunto por un rato. Un lenguaje que obedece en parte a herencias y rupturas previas, a tradiciones y transgresiones, a nuevas legalidades que juntos proyectamos sobre el viejo mueble dentro del cual nos sentamos a descansar del trabajo de la vida.
En este sentido, la dramaturgia podría pensarse como ese paréntesis injertado en la prosa cotidiana: si desestabiliza el sentido del párrafo, usted lo leerá; si no, tal vez lo pase de largo (¿no le parece?). Solo una cosa más (si es que usted sigue ahí)… Le recomiendo que escriba teatro. En soledad, con otros autores, colaborando con los actores, de cualquier manera. Porque hacerlo es desear ese encuentro donde su archivo personal (las marcas añejas en la madera de su lenguaje) llegará renovado a la vista del que use la vitrina para ubicar su propia cristalería.
No hay obra que yo haya escrito de la cual no recuerde con afecto cierto perímetro de imágenes en acción que me contuvieron como al viejo que le mencioné: el artesano que descansaba de la carpintería sentándose a tomar la merienda adentro del mueble. Solo por recordar algunas que están en cartel o a punto de estrenar: un entrañable desfile familiar abriéndose paso por el bosque de la memoria, en El equilibrista; unos remeros tigrenses a la deriva, víctimas de un Poseidón envejecido que los confunde con Ulises y sus guerreros y que los condena a perderse, en Remar (un destino impropio); un mago cuyo deseo de vivir otra vida le juega la mala pasada de ser víctima de su doble, en La vera magia; unos fantasmas que retornan y pugnan por ver cantar al Zorzal, a pesar de los años transcurridos desde su muerte, en Aquí cantó Gardel.
La única pesadilla es que la lengua no se despliegue entre usted y yo: por eso, como cualquier carpintero o dramaturgo, sigo insistiendo con herramientas pobres para crear mejor vida en los universos que nos reúnan.
Tomado de http://todoteatro.com.ar
En portada / Traslado, Teatro Impulso / Foto Ernst Rudin
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