Por Roberto Pérez León
Cuando el ruido de los vivos fatigue tu alma, refúgiate en la memoria de los muertos.
Gertrudis Gómez de Avellaneda
Luego de cuatro años de su estreno en el Teatro Milanés de Pinar del Río he podido ver La pasión desobediente, aunque no en el maravilloso coliseo que es el Milanés sino en la acogedora sala Virgilio Piñera que es la sede de Teatro de la Utopía, agrupación que ha sido la que ha llevado a escena la obra de Gerardo Fulleda León.
La pasión desobediente es un texto de amplísimos valores semánticos, de una fuerte oralidad; texto provocador de sentido que se amplifica al producirse la desobediente enunciación escénica que propone Teatro de la Utopía.
Gertrudis Gómez de Avellaneda en 1863 hizo una visita a la ciudad de Pinar del Río y durante la permanencia en Vueltabajo muere su esposo Domingo Verdugo, lo que determinó mucho en el estado de ánimo suyo; invadida por evocaciones y nostalgias la vemos recorriendo estancias de su vida, deteniéndose en sucesos y memorias muy íntimas. Alrededor de este acontecimiento significativo de la existencia de la Tula es que gira la ficción teatral, tan plena, que hace Fulleda León en La pasión desobediente.
El texto es intervenido cuando llega a manos de Reinaldo León y Juliet Montes. Entonces, Teatro de La Utopía nos da una puesta en escena con un agregado dramatúrgico de significativa relevancia. El recorrido existencial resuelto en el texto de Fulleda a partir de la misma Avellaneda es expuesto desde un muy curioso ángulo enunciativo; los recuerdos, los repasos, las presencias y visitaciones de la mujer que acaba de quedar viuda son interpretados por una actriz que es médium y logra bajar el espíritu de la escritora.
La resultante es un suceso teatral absolutamente imperativo por la fecundación que se logra entre los sistemas significantes en escena. La actriz-médium convoca, de manera exhaustiva, sus poderes espirituales; tenemos una visión enérgica y copiosa de la vida de la creadora literaria que más ha dado que decir y pensar en el panorama sociocultural del siglo XIX, tanto español como cubano.
Ante la Avellaneda hasta el propio Martí, que lo vio y lo predijo casi todo, se sintió turbado por tamaña existencia femenina. “Es mucho hombre esa mujer”, la tan citada frase a la que generalmente se acude para definir a la camagüeyana, muchas veces ha sido atribuida erróneamente a Martí, sin embargo, pertenece a un crítico español de la época. Lo que de la Tula dijo nuestro Apóstol es mucho más sustancioso y hasta beligerante que esa tan lapidaria definición.
La pasión desobediente como texto contiene una levadura donde la teatralidad brota sin mucho esfuerzo; si a ello le sumamos la puesta en escena que hace Teatro de la Utopía, podemos decir que estamos ante un montaje donde la práctica dramática y escénica es de espesor considerable.
Se trata de un unipersonal, no quiero decir monólogo; siento en esta representación una corpulencia teatral que sobrepasa el aislamiento del diálogo que tiene un monólogo. Desde que arranca la representación pareciera como si siempre estuviera a punto de desatarse un diálogo, pero nunca llega efectivamente a producirse pues queda latente en la doble acción dramática que realiza el personaje de la actriz-médium.
El montaje global está concebido desde una recursividad o relación de recurrencias. Los entes teatrales se manifiestan en función plena de un acontecimiento que, de forma recursiva, alcanza la “sobrenaturaleza” de una evocación de intimidad mística.
Esa sensación-evocación debe llegar al público de manera mágica y soberana. No hay necesidad de que desde la escena se propicie expresiones para una interpretación ajustada a los componentes del espiritismo y mucho menos de la santería o manifestación religiosa afrocubana alguna.
Cuando en la puesta aparecen muestras evidentes de estas expresiones ayudadoras, para una dirigida concreción por parte el espectador, se crea inestabilidad y debilidad de la imagen escénica. Digo esto porque, por ejemplo, considero que a la representación le sobran al menos los siete últimos minutos.
Siento que la actriz-médium cuando comienza su ceremonial de danzas de declarada efusividad afrocubana, hace que disminuya la teatralidad con que se venía encausando la imagen total. Las danzas son una coda innecesaria al riguroso acontecimiento teatral, que durante más de una hora se ha vivido y donde nada pareció contingente. La singularidad de la teatralidad estará en la economía de la escenificación. Todos los entes teatrales tienen que estar en función de un desarrollo pleno del acontecimiento, a través de la red de significantes precisos y concisos.
El qué de este espectáculo es de mucha relevancia simbólica, me refiero a las ideas, tesis, propósitos, el contenido que desarrolla. Pero ya sabemos que los temas no son el teatro y mucho menos el buen teatro; el teatro tiene que llegar montado en una forma que convenza y demuestre capacidad de adecuación estética. Los artificios y las invenciones formales, la composición visual, el despliegue escénico entero deben ser compactos, indivisibles.
Tengo que declarar que no celebro las muestras de talento renacentistas muy en boga entre nosotros en el teatro, me refiero a que en una puesta una sola persona haga todo o casi todo.
En La pasión desobediente, Juliet Montes, que a su vez encarna el personaje de la actriz-médium, ha concebido e incluso realizado gran parte de diseño integral del espectáculo a la vez que ha compartido la dirección artística con Reinaldo León; este trabajo extra actoral debo reconocerlo con fervor, aunque insisto en el riesgo de esa actitud renacentista que últimamente se deja ver en el quehacer teatral nuestro.
Si Juliet Montes ya ha demostrado su calibre actoral en otras puestas y recientemente, en el pasado Festival Nacional de Teatro, en Camagüey, fue reconocida como actriz al entregársele la Placa Avellaneda, en esta puesta nos declara un definitivo profesionalismo. Personalmente destaco la labor escénica que realiza su flujo verbal y gestual.
El espacio escénico que la actriz construye en La pasión desobediente queda semiotizado con coherencia en sus significaciones pese a lo que anoté al respecto, al final del espectáculo, así como en la utilización de algún que otro dispositivo escénico innecesario. Creo que se deben estas irregularidades precisamente a esos afanes renacentistas que nos invaden últimamente. En cuanto a su verbalización Juliet Montes demuestra un ejercicio de voz y dicción de un talante muchas veces desatendido entre nuestros actores.
La pasión desobediente se erige como artificio hecho con arte, de ahí le brota la calidad de artefacto como conjunto de piezas, que no constituyen una unidad reducida a su sumatoria sino desde donde se transpira lo teatral.
Fotos Archivo Teatro de la Utopía