Por Indira R. Ruiz
Julia es Julia, pero también es la niña linda del dueño de una casa de fiestas. Viste de marca, con sus cadenas de oro y su pelo de rubia falsa oxigenado para la ocasión. La noche de San Juan es el inicio del verano en que los tragos de Ballantine´s –no ron– envalentonan a la niña rica a “bajar” y restregarse con Juan, el DJ de la fiesta, el empleado de su padre el maceta.
Cristina pone trago tras trago a los clientes que ahora somos espectadores del descalabro de la niña rica. Mientras el reggaetón rampante atrona el espacio teatral, y se proyectan videos del Chakal y Gente de Zona, La señorita Julia, escrita por August Strindberg encuentra su sitio de adaptación a nuestros tiempos, de la mano de Juan G. Jones, quien asumió una rescritura de la obra realista cuya crítica social se convierte en espejo también de nuestra sociedad donde cada vez más se hace evidente la escisión entre clases.
Julia es aún Julia, pero su areté ahora es el dinero, su título nobiliario, la “paqueta”, la motorina y otra vez en la historia –real y teatral– Juan y Cristina “arañan” para sobrevivir.
Mercedes Mesa como Julia encuentra empatías con Jorge Luis Sardinas en su personaje de Juan. Logran una organicidad en sus diálogos que parecen ser sacados de la calle ahora mismo. Su gestualidad natural ayuda a crear la ilusión de realidad en escena, con personajes calcados de la vida. Completa la tríada Yamara Pereira, quien asume a su Cristina desde la parquedad y logra un personaje que brilla en los momentos climáticos de la obra y tiene la virtud de pasar a segundo plano cuando se requiere.
La dirección de Juan G. Jones ha logrado liberarse del tour de force que un clásico pudiera plantear para cualquier creador. Aparte de la adaptación de La señorita Julia a una Cuba contemporánea, su mérito reside en echar mano de herramientas vivas que dialoguen en realidad con el sector más joven de la sociedad, con recursos expresivos multimediales adaptados para el teatro: pantallas, celulares, redes sociales… para crear un espacio de diálogo, en tanto se apropia del lenguaje “joven” manejado por nuestros milenials.
He aquí la vida que se percibe en Julia, que hace posible ver el teatro en lugares comunes, que la plaza cívica que es el teatro se haga palpable en cualquier espacio público. Quisiera ver Julia presentada ante muchos jóvenes cubanos, como hace años deseé lo mismo con la Antígona de Yerandy Fleites dirigida por Pedro Franco, que invitaba a los espectadores a comprar café de a peso y a hacerse selfies con los actores.
Ambas apropiaciones teatrales –Julia y Antígona– despiden esa soltura escénica, ese afán de anieblar los límites teatrales en pos de una ficción que persigue conmover a un espectador, llegar a él, utilizar sus códigos, apropiarse del kitsch, lo banal e incluso del reggaetón si hiciera falta.
Este proyecto que, bajo el nombre de Caminos Teatro, se ha desgajado del avileño Teatro Primero, dio con Julia un importante paso en pos de marcar su territorio de acción.
Se trata de un teatro difícil, porque no es complaciente con el espectador y trae a colación temas candentes, para ello se emplea a fondo en sus investigaciones, cosa que se ha hecho evidente tras vivenciar Julia. Como espectadora no me queda más que desearles muchos años de trabajo efectivo donde se mantenga el diálogo con los espectadores.
Puede leer contenido relacionado aquí: