Por Norge Espinosa Mendoza
Entre las revelaciones más amargas de Lorca: el mar deja de moverse, documental de Emilio Ruiz Barrachina estrenado en el 2006, está aquella que nos relata las posibles relaciones de algunos familiares del poeta con su asesinato, en el entorno siniestro y aún cargado de misterios de la Guerra Civil Española. Los restos del poeta siguen sin ser recuperados, y la familia, ante algunas de estas declaraciones, ha preferido callar. Lorca es todavía un dolor y un enigma, cuya muerte duele y lo levanta como otro mito, otro símbolo a favor de los desposeídos, los negados, los reprimidos por el orden al que siguen molestando la alegría y la intensidad con la que él, y otras y otros, se acercaron a la poesía. Si su cadáver está o no cerca de la Fuente de las Lágrimas, como se nos ha dicho; lo cierto es que su resurrección ocurre cada vez que vuelve su palabra a la página o al teatro, esos espacios donde consiguió eludir todas las otras muertes y pervivir como la obsesión que a veces, más que en la propia España, nos alienta a seguir procurando todo lo que él fue y lo que nos insinuó que también era su presencia.
En Cuba, grandes directores de teatro lo tienen como un punto esencial de sus trayectorias. Lorca vino a hilvanar, dentro de la tradición hispanoamericana, un rastro de poesía y modernidad escénica que otros no habían conseguido. Lector atento, hombre de la escena, amigo de compositores, diseñadores, pintores, puso todo eso en función de una imagen que se alejó rápidamente de la visión folclórica para ir mucho más adentro. Sus manuscritos de adolescencia, sus obras inconclusas, son parte de una órbita que se dilata en nuevas y sucesivas interrogantes. Y aquí, donde tuvo andanzas nocturnas que han devenido chisme y leyenda, se convirtió en un fantasma bienvenido, que de vez en vez regresa a las tablas para comprobar que los disparos que liquidaron su existencia no cumplieron del todo esa nefasta misión. Y en Matanzas, capital titiritera del país, siguiendo la estela de un maestro como René Fernández, Teatro de las Estaciones ha ido una y otra vez a sus provocaciones, como si quisiera tenerlo nuevamente en la loma de Monserrate, con el valle de Yumurí a sus espaldas, tal y como se fotografió: duende aplatanado que supo recuperar aquí la risa que Nueva York casi le arrebatara, a cambio de otras pesadillas y estremecimientos.
Cuatro espectáculos tiene ya Teatro de las Estaciones (que arriba a sus 25 años como una flecha imparable y sigue añadiendo a su trayectoria espectáculos, exposiciones, talleres, libros, conciertos, documentales, etcétera…), que deben su razón de ser al genio granadino. Jugando con el propio nombre de esta agrupación esencial que fundaran Rubén Darío Salazar y Zenén Calero en 1994, imagino esas piezas como estaciones, primavera, verano, otoño, invierno, en las cuales Lorca es uno y múltiple, y se pasa del gozo de canto y baile al drama y al misterio que el poeta, géminis al fin y al cabo, también tuvo como su verdad. Como estaciones pues, de un almanaque que cubre un cuarto de siglo, volvemos a ver a Lorca, en un espejo hecho a la medida de Teatro de las Estaciones.
Primavera: La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón.
Cansado de oír a Rubén narrar los espectáculos que soñaba dirigir, un buen día Zenén Calero, que tras esas maneras de marqués oculta un carácter y una seguridad tan férreas como sus inagotables manos de diseñador, le dijo un día: lo diriges ya. De ese impulso nace La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, estrenado por Lorca en 1923 en una célebre función familiar como regalo de cumpleaños. Como Zenén y Rubén, por cortesía de Enrique Lanz, he tenido en las manos los títeres originales de aquella tarde luminosa, en la cual ese viejo cuento andaluz reverdeció ante el público infantil de la Huerta. Es difícil explicar lo que se siente cuando se palpa algo que Lorca también tocó, y es la poesía, en ese caso, el único recurso que nos queda para expresarlo. La niña que riega la albahaca…, en la reinvención que hace Teatro de las Estaciones de esta pieza, es un rapto poético, que fue creciendo de las pocas páginas de ese texto de origen tan discutido, hasta convertirse en una postal cubana que rinde tributo a la estancia cubana de Federico García Lorca. Concebido como unipersonal, en el cual un marinero encuentra en la maleta que el poeta olvida a su salida de la Isla los títeres de esa fábula sencilla y gozosa, sobrepasa la sencillez de la trama mediante el gozo de color y el dinamismo que Rubén Darío Salazar extrae de las figuras, en las que Zenén Calero filtró la herencia de los dibujos lorquianos con sus personajes en obras de madurez, y los diseños que Hermenegildo Lanz, abuelo de Enrique, creó para aquella mítica representación. Como jugando con la idea misma que discute la paternidad de Lorca sobre el texto que hoy aparece como suyo, la puesta se da el gusto de reapropiarse, mediante un prólogo que como romance de ciegos narra la visita de Lorca a Cuba, de todo lo demás. Y el público juega a entrar a ese teatrino-maleta, cumpliendo pequeños roles durante la obra, que ya sobrepasa con amplitud el centenar de funciones. La niña que riega la albahaca… es el primer clásico del repertorio de Teatro de las Estaciones, y sigue fresca como el primer día.
En la mismísima casa de la Huerta donde el poeta vivió su infancia, volvió a contar Rubén el idilio de la Irene, la Niña Niña. Como algunos de sus maestros, podrá seguir haciéndolo hasta que las fuerzas se lo permitan. Porque a través de sus manos, Lorca mueve las figuras, canta las coplas con esa voz suya que parece no haberse conservado, y regresa, cómo no, a esa Cuba donde dijo que alguna vez querría perderse. Pronto se cumplirán otros 25 años, los del estreno, por Teatro de las Estaciones, de este espectáculo. Le pido a su director y protagonista, desde aquí, que guarde fuerzas para regalarnos, en el 2021, otra función como si Manuel de Falla lo acompaña al piano. Y le pido desde aquí a Enrique Lanz que nos deje ver aquí esos títeres que Lorca tocó, para que la luz de la ínsula les diga lo que no le quiso callar a ese novio a la que Cuba misma regaló tantos encantos.
Verano: El retablillo de don Cristóbal.
Como ya se ve, no me interesa ir por estos cuatro espectáculos en orden cronológico, sino a través de lo que, como atmósferas y golpes de color y calor nos han regalado en la línea de vida de Teatro de las Estaciones. En ese sentido, el alborozo y el sentido chispeante, jodedor y lúdico de El retablillo de don Cristóbal viene a ocupar la temporada más fogosa y candente del repaso. Porque rindiendo tributo a quienes ya han retomado esos diálogos atrevidos (los Camejo, por supuesto, entre ellos), Teatro de las Estaciones nos recuerda que Lorca no hizo del títere solo una figura lírica, sino conectada a sus regocijos de origen popular, para ensalzar muchas otras libertades. El primer atrevimiento de la puesta estrenada en el 2016, consiste en dar el rol del Director a una mujer. Una actriz, María Laura Germán, que saca partido de ese personaje en el cual se encarnan poderes terribles, y al mismo tiempo tan cotidianos. El contrapunteo entre la figura del Poeta y ese Director, antagonistas que discuten qué debe ser el teatro y cómo revelar o no su secreto anima una puesta en la cual se insiste en la búsqueda de lo esencial sobre las tablas, un camino que en lo estilístico ha dominado estas últimas fases de Teatro de las Estaciones, alejadas de los grandes retablos de La caja de los juguetes o El guiñol de los Matamoros para dejar a la vista únicamente lo esencial. Y ello, en este empeño específico de El retablillo… es enteramente acertado, porque se trata de un divertimento, que procura el gozo de la raíz popular del teatro de figuras y apela al cachiporrazo como solución universal, acentuando el sentido lúdico y el ritmo trepidante de la muy sencilla trama. Don Cristóbal, viejo casado con una joven fogosa, es una suerte de Don Perlimplín mucho menos lírico y más recalcitrante, que asesta golpes a izquierda y derecha cuando de limpiar su honra se trata.
El diseño de Zenén Calero recurre a los tópicos de lo español para establecer de inmediato el tono paródico de todo el montaje, que incluye ese desfile tan colorido de falos despampanantes, y que sospecho hará gozar a sus actores tanto como al público. Refrescante como un vaso de sangría, es también en tanto puesta en escena un paso de fogueo para los jóvenes intérpretes, que los lleva a trabajar con el títere de guante y con la palabra de un autor privilegiado, en la cual cada línea tiene uno y muchísimos sentidos. Con esta obrita se despidió Lorca, el 26 de marzo de 1934, de sus amigos argentinos, en una función especial que unió los insultos y bandazos del protagonista a las escenas de Los dos habladores, uno de los entremeses que también representó el Día de Reyes de 1923, junto a La niña que riega la albahaca en su casa de Fuente Vaqueros. En Buenos Aires, Lorca hizo que Don Cristóbal evocara aquella función en Granada, y dijo, con la voz del “muñeco borracho que se casa con doña Rosita”: “Todavía recuerdo las caras sonrientes de los niños vendedores de periódicos que el poeta hizo subir, entre los bucles y las cintas de las caras de los niños ricos”. Porque eso consiguen siempre los porrazos del títere popular, nos unen en el momento extraordinario de la risa. De eso también se alimentó El retablillo… de Teatro de las Estaciones, rafagazo de color que han celebrado niños, padres, amigos y tirititeros, porque Lorca, como también aclara su protagonista: “no muere nunca”.
Otoño: Federico de noche.
Acercándonos al 110 aniversario del nacimiento de Lorca, en el 2008, Teatro de las Estaciones quiso regresar a su verbo siempre tan incitante. Pero no quisimos, como equipo de actores, director, diseñador y dramaturgo, apelar a uno de sus textos conocidos. Mucho menos a uno de esos ensartes de fragmentos de sus diálogos y poemas, que más que como homenaje, han terminado por zurcir algunos, a manera de insultos frívolos a la integralidad de su Obra. Como parte de una trilogía sobre la infancia de niños que acabarían siendo artistas memorables, y que incluyó además Una niña con alas, a partir de poemas de Dora Alonso; y Por el monte carolé, en el que las canciones de Bola de Nieve rearmaban su biografía; surge Federico de noche. Una pieza inspirada en sus escritos de adolescente, en el Lorca temprano que apenas salía de la infancia, y cuyos papeles vinieron a publicarse solo en 1998. Acceder a esos tanteos, a esos textos iniciáticos, donde Federico se avizora a sí mismo como autor teatral y poeta de metáforas nuevas, resultó el impulso necesario, para escribir esta suite en la que mis palabras son eco de las suyas, sin copiar una sola de las que él escribió. Se trataba de ser Federico, no de imitar a Lorca. De asumirlo a través de sus páginas y las de investigadores que, como Ian Gibson, nos sirven de guías ineludibles. Y digo hoy con orgullo, que me lo confirmó cuando, desde pupilas que solo saben reconocer la convención, o que suelen no ver más allá de la superficie, se le impugnó al espectáculo el mismo tipo de críticas que sufrió Lorca con sus primeros textos para la escena. De Federico de noche, sueño en el sueño mismo de ese Federico que comienza a atisbar lo que serán sus obsesiones, su vida y su muerte; se dijo que carecía de acción y de fábula precisa, más allá del lirismo de sus diálogos. Puede decirse lo mismo de Quimera, de El maleficio de la mariposa, de La doncella, el marinero, el estudiante, de todo lo que él llamó su “teatro irrepresentable”. Y dejo el asunto aquí, para que lo entienda mejor quien quiera hacerlo. Junto a La virgencita de bronce, es el espectáculo mío que más quiero de todo el repertorio de Teatro de las Estaciones.
La atmósfera azul, los conceptos precisos que Zenén Calero manejó desde el color, el trabajo del doble entre el protagonista y el Federico títere, los atrevimientos con el teatro de sombras, el golpe de efecto que era la entrada de El Viento Malo y Hombrón, la evocación de La Habana, la escena crucial entre La Luna Madre y su hijo, la música excepcional de Hilda Elvira Santiago, todo ello me compensaba de esas visiones que reclamaban un Lorca de panderetas, mujeres enlutadas y castañuelas y abanicos predecibles. Y ahí se filtró, creo, un poco de la vida de quienes hacíamos el espectáculo, de la relación con nuestras propias madres, en un viaje negado a ser ese repaso cómodo de lo que sintió, más que vivió, un hombre extraordinario. Me compensó eso más que los premios que luego acallaron esas opiniones malintencionadas. Y aunque como las cosas más hermosas, duró poco en escena, hoy tengo en Federico de noche una de las razones por las cuales volveré siempre a Teatro de las Estaciones, a Lorca, al teatro de títeres. En una noche de frío acaso otoñal, un niño sale al jardín de sus sueños y se cruza con los presagios de su futura existencia. Es un sueño que todos hemos tenido. Y que incluso, como ocurrió con este, alguna vez nos encandila desde el escenario, cuando un equipo ya entrenado, maduro, capaz de ir de las verdades y los retos, es quien nos propone ese desafío. Gracias, Teatro de las Estaciones, por entender que la poesía es intensidad.
Invierno: El irrepresentable paseo de Buster Keaton.
Cuando me preguntan sobre el futuro de Teatro de las Estaciones, pienso en este espectáculo. “incomprensible”, me dijo alguien a quien quiero y respeto, y de inmediato me propuse verlo. La dinámica de María Laura Germán e Iván García hacen que, en efecto, un rejuego incomprensible en apariencia, como ha de ser toda maniobra surrealista, alcance ante nosotros la fuerza de un torbellino y de un idilio. Creado como una suerte de taller a partir de otro texto de juventud, en el que Lorca quiso competir con Dalí y Buñuel en términos de atrevimiento, esta disertación sobre la tristeza, la melancolía del hombre que ya no puede reír, deviene un intercambio fogoso de deseos y de significados. Ejercicio sobre la técnica de teatro de objetos, estrenado en el 2014, tiene su eje en la notable caracterización de García a partir de la imagen inolvidable de Buster Keaton, acosado por una musa que lo pone a prueba infinitamente. La coreografía de Yadiel Durán, discípulo de la colaboradora siempre fiel que es Liliam Padrón, también me devuelve a esa futuridad de la que hablaba, porque hoy en ellos encarna lo que Rubén Darío Salazar, junto al núcleo fundacional que integraron Fara Madrigal, Freddy Maragotto y Migdalia Seguí, procuraron en los días iniciales de un grupo que es hoy imprescindible en la cultura cubana toda. El prodigio de este espectáculo está en lo que se ve (pocos elementos, maletas, zapatos, un monociclo que parece cosa de cine, y una gama de color que va del gris al rosa sin estallar nunca), y aún más, en lo que se sugiere, de ahí la raíz poética que lo hace tan impactante. Los actores no de-muestran, incitan a comprender otras naturalezas en sus acciones y en la dislocada fábula que Lorca lanzó como reto. No querer explicarlo es su carta de triunfo, como no se puede explicar el amarillo de Van Gogh o el grito del Guernica. La palabra clave aquí es juego, y uno de ellos ganará o perderá según transcurra la representación. No puede un improvisado conseguir eso. Hay que haber sudado muchas fiebres, experimentaciones auténticas o ficticias, e incluso sobrevivir a todo eso, para llegar a una transparencia tan sugerente como la que inunda El irrepresentable paseo de Buster Keaton. A eso se llega cuando se ha visto mucho, leído mucho, vivido mucho, y podemos extraer de todo ello la almendra misma de ciertas verdades útiles para nosotros y para los que llegarán, siguiendo y superando nuestros pasos.
Viniendo de una Nueva York que le pareció fría como el invierno más crudo, Lorca reencontró en La Habana el color y la fiesta, la primavera que nos devuelve al inicio de estas cuatro estaciones. Cuando escribió sobre el comediante, en 1925, aún no conocía Norteamérica; debe haberle asombrado comprobar, al verse allí en 1929, que lo que imaginó en ese paisaje se parecía tanto a la angustia que dio a su propio Buster Keaton. Porque un poeta de verdad es un vidente. Porque un dramaturgo de veras describe su vida a través de sus propios personajes. Cuánto me alegra que a sus 25 años de vida, Teatro de las Estaciones siga apostando por un Lorca incómodo, por un hombre de preguntas tan tremendas, por un vals vienés que nos hable de un libro muerto, que al abrirse, al hojearse, al leerse, resucitará para concedernos las revelaciones más inesperadas. Y las más necesarias.
Me pidieron solo cinco páginas para repasar estas cuatro estaciones, y creo haber hecho lo que está a mi alcance. En la sala Pepe Camejo, a unos pasos del Jardín de Pelusín del Monte, mientras Zenén Calero sigue imaginando figuras que todos nos quisiéramos llevar a casa, Rubén Darío Salazar anima al rostro que es hoy Teatro de las Estaciones. Mitad sol y mitad luna, ya son 25 años, y parece mentira desde que aquella puesta de variedades en el Teatro Sauto lo desencadenara todo. Imaginar un año con estaciones como estas, lo hace todo más tolerable, incluso el calor. Y ayuda a luchar contra la desidia, la pereza física y mental, la vulgaridad y la pobreza que también nos acosan. Defender la imaginación como un espacio de libertad y reto, asumir el legado de los Camejo, Carril, y tantos otros fundadores, no es para este colectivo una simple tarea que alguien les bajó por mero mandato. Ha devenido una fe, y es por ello que Teatro de las Estaciones más que amigos, tiene devotos. Tiene también enemigos, pero a esos sabemos cómo mantenerlos a raya. La belleza y la imaginación poseen aquí un reino propio, y este cuarto de siglo es parte de todo lo que hemos vivido como espectadores y colaboradores de un grupo de personas que, como nos pasa a los cubanos, ya tiene representantes dispersos por el mundo. Hay que agradecer eso también a Teatro de las Estaciones, y a las provocaciones que, trayendo amigos y maestros, ha desatado en las mentes más lúcidas de quienes se le han acercado. En Víznar, una lápida nos recuerda que Lorca fue asesinado allí. “Todos eran Lorca”, se puede leer en ella. Tal vez nunca localicemos los huesos del poeta. Tal vez quiera el destino que sea para nosotros siempre un misterio su final. Y así, lo leeremos como si hubiera muerto nunca, víctima de la traición y la mediocridad más honda.
Pido a los devotos de Lorca y de Teatro de las Estaciones, dondequiera que estén, que nos unamos para que ese no sea el destino de todo lo que, en este escenario y tantos otros, ha ido fundando este grupo de personas. “Todos somos Estaciones”, me digo, revisando programas de mano, fotografías, cartas: esas pruebas de lo que hemos compartido. De la fe sin la cual una figura de tela, cartón y papel, nunca cobraría vida. Que nos alimente esa fe, aún en la hora de mayor carencia. Y que en cada estación del año, haya un espectáculo, como los mencionados aquí, que nos devuelva la esperanza en tantas otras cosas. Seamos, pues, todos, las Estaciones.
Tomado de http://www.titeresante.es