Este 20 de agosto se cumplen 120 años del nacimiento de Rita Montaner, una artista que el público siempre la llamó “La Única”
Por Roberto Pérez León
Cantaste y el mundo contigo cantó, reíste y el mundo contigo rió, ¡No vayas a llorar, Rita Montaner!
César Portillo de la Luz
Iba yo a cumplir seis años cuando muere Rita Montaner. La conmoción en mi casa fue tal que pensé que no me celebrarían la fiesta. Recuerdo muy claro aquellos días de la enfermedad y de la muerte de Rita. Yo tenía una alcancía llena de quilos prietos y quise que darla en la colecta del pueblo: “Un centavo para Rita” con el fin de ayudarla en los gastos del tratamiento médico pues había sido operada de cáncer en la garganta, pero como vivía en Pinar del Río la alcancía no salió de casa.
La televisión de entonces no le perdió pié ni pisada a la ruta hacia la muerte de Rita Montaner. Con mucha espectacularidad trasmitían sin cesar lo que estaba pasando en el hospital y luego su capilla ardiente.
La primera persona muerta que vi en mi vida fue a Rita Montaner. En una revista Bohemia dedicada a sus funerales, me impresionó tremendamente una foto donde era plena la majestad de ella en el sarcófago. Tuve pesadillas y quedé pegado a la imagen por mucho tiempo. Además todo el mundo hablaba de la foto en mi casa.
De los sueños infantiles recuerdo haber soñado con Rita encima del palomar que teníamos en el patio. Con los años, Aldo Martínez Malo, vecino y gran amigo de mi familia, me preguntaba por las palomas de mi sueño y qué hacía Rita con ellas.
Durante muchos años he guardado de Rita dos imágenes: una enferma con un pañuelo anudado al cuello y la otra en el sarcófago tendida entre encajes y sedas blancas. Luego, ya en mi adolescencia se incorporó otra poderosa imagen, la de un retrato al óleo que había en la casa de los Martínez Malo.
Los ojos cerrados de Rita en su féretro y después aquellos ojos abiertos, encendidos con la dedicada desmesura que yo sentía al ver diario aquel retrato era el contrapunto entre dos soledades.
Me deprimía ver la pintura a pesar de la volatizada alegría que reflejaba que yo advertía entreverada con la imagen de Rita muerta. Aldo parece que se daba cuenta. Hablábamos de los ojos y de la sonrisa de Rita a partir de la pintura y Aldo siempre me decía “muchacho tú no tienes idea de todo lo que esos ojos vieron y lo que esa risa conquistó”; el cuadro aún debe estar amparado por los espíritus maravillosos de esa casa y al cuidado de Loyola Fernández Martínez Malo (Yoly), la sobrina de Aldo, entonces una jovencita delgada y nerviosa que cuenta entre mis primeros amores.
Tuve la dicha, durante mi adolescencia, de haber tenido la amistad de esa familia; cada tarde me sentaba en la terraza del patio central a conversar con el viejo “Malito”, así me habitué al cafecito de la tarde, y al llegar Aldo se sumaba a la conversa.
Cuando Aldo empezó a atesorar las cosas de Rita Montaner en todo el barrio se empezó a ver la casa de los Martínez-Malo como un templo de insólitas ceremonias.
Hay en el Centro de Documentación e Información cultural Argeliers León en Pinar del Río, cientos de piezas que pertenecieron a Rita Montaner y que durante muchos años fueron custodiadas y veneradas por Aldo Martínez Malo.
No había que ser un iniciado para poder disfrutar de la extraordinaria colección. Tuve en mis manos muchos de los trajes de Rita; supe de la textura de una tela de plata cuando toqué la mítica “estola”, una prenda que al mostrarla Aldo cada vez hacía una historia más fabulosa; el traje con el que cantó Cecilia Valdés, se imaginan haberlo podido tocar y estar seguro de la energización que guardaba gracias a las fabulaciones con que Aldo acompañaba su mostración; cientos de fotos, discos, cartas, papelería de toda índole, partituras, anotaciones.
En la medida en que todo aquel tesoro iba llegando a Pinar del Río cada bulto nuevo era una fiesta para Aldo y la casa toda. Pero por otra parte, en la cuadra se comentaba sobre la procedencia de aquello y que de dónde Aldo estaba sacando esas cosas que debería estar en un museo. Y yo siempre pensaba que no había mejor museo que la casa de los Martínez Malo. La verdad, que en nuestra cuadra tuviéramos lo que había pertenecido a Rita Montaner era como contar con un resguardo de ritmos vitales.
A mitad de los años sesenta, el movimiento de aficionados empezó y se creó un grupo de teatro donde Aldo fue el director y montaron Mi querido Charles. Pues los trajes de Rita fueron usados en aquella puesta del vodevil francés que en el teatro Milanés arrastró mucho público. La obra insólitamente no fue seleccionada para participar en el Primer Festival Nacional de Aficionados, aunque todos creímos que con aquellos trajes iba directico para La Habana a la competencia que se celebró en el capitalino Teatro Mella, pero no fue así, sucedió que al escenario del coliseo de la calle Línea subió El retablillo de don Cristóbal, de Federico García Lorca, dirigido por Arturo Cotillá, Sigifredo Álvarez Conesa y Julio Capote, ellos habían llegado a Pinar del Río acabados de graduar de la primera hornada de Instructores de Arte.
Y sucedió que durante una temporada Aldo se distanció un poco de mi porque yo trabajaba en El retablillo, mi personaje era el director de escena del retablo.
Si hago estas confesiones es porque no he querido pasar por algo la celebración de los 120 años del natalicio de Rita Montaner este 20 de agosto.
Pero en verdad, ¿qué quedará por decir de Rita?
Creo que desde la academia podríamos abundar sobre la heterogeneidad y simultaneidad de los sistemas significantes en la pluridimensionalidad escénica que era la presencia de Rita como acontecimiento teatral. Rita como signo, situación dramática y unidad peformativa.
Hace años, en Caracas armé un seminario donde confrontamos el accionar de Rita con el paradigma escénico de la contemporaneidad desde los procesos de transgresión de lo cotidiano, mediante la estetización resultado del apoderamiento, de la semiotización de lo corporal como manifestación ético-cultural.
El objetivo era argumentar el porqué de haber sido Rita Montaner La Única. La estrategia discursiva del seminario consistía en la puesta en relación de algunos de los dispositivos claves del corpus teórico de la teatrología y la danzología con la obra que conservamos de Rita ya fuera audiovisuales o grabaciones fonográficas.
Rita Montaner desde las dramaturgias de la dramaturgia; el discurso performativo, el performance: representación-acción-situación; la corporalidad fenomenológica; teatralidad analítica, convencional o espectacular; la codificación de la referencialidad de lo cubano en la enunciación; “antropoética”: los componentes étnicos de lo cubano como exposición estética.
Todo partió de la cartografía de la gestualidad de la Montaner donde la risa era un componente axial para un estudio de su proyección escénica corporal y vocal.
Lezama, tan veedor y relacionador con lo verdaderamente configurador de lo nuestro estableció que las sonrisas que disfrutamos en Negritos, el cuadro de Juana Borrero en el Museo Nacional, se incorporaba a la legión de sonrisas que Leonardo comenzó con la Gioconda.
Entonces, agreguemos la risa de Rita Montaner a la familia de las sonrisas, para ello contamos con la hondura de las vivencias poéticas de Fina García:
Rita tenía la voz mejor toda en la risa, risa que no era ya, como en tanta otra seguidora de más y menos tierra, volcán del cuerpo que echa afuera, a sacudidas rotas, las entrañas vaciadas, sino risa que se atrevía más allá de la sonrisa, sabiduría del alma, sólo para hacerla participar de los goces de lo inmediato y calentarlo con su sol humano, risa entre carnal de mediadora, lisa y brillante peonía de gracia.