Por Rubén Darío Salazar
El 14 de septiembre de 1940, y en La Habana, nació Armando de Génova Morales Riverón, maestro del arte titiritero nacional e internacional, por lo que en este 2020 cumpliría 80 años. Se le extraña en los espacios dedicados al teatro de figuras. Armando era un creador todoterreno. Actor titiritero, diseñador y director artístico, se dedicó también al grabado, la pintura y la ilustración de libros, junto a una preponderante labor docente, que se extendió hasta países de Africa, Europa y Latinoamérica.
En 2018, el artista recibió el Premio Nacional de Teatro. Los especialistas lo señalan como el segundo titiritero en llegar al principal galardón de las tablas cubanas, y Armando, sabichoso siempre, me comentaba que no era verdad, que muchos de los anteriores triunfadores habían tenido su roce con la titerería, pero que no se había divulgado lo suficiente. Me encantaba estimular su memoria de elefante, su tino para mezclar recuerdos con bromas y anécdotas simpáticas. Decía que Raquel y Vicente Revuelta se colocaron alguna vez tras los retablos. De la gran actriz no tengo referencias claras, pero de su destacado hermano sí. Vicente fue el primer actor que deslumbró a los hermanos Camejo al encarnar el personaje protagonista del Retablillo de Don Cristóbal, de Federico García Lorca. Su trabajo impactó igual a Morales, quien nunca dejó de estar al tanto de los estrenos teatrales de los grupos que no se dedicaban a la vertiente titeril, las nuevas películas, las novedades literarias, las últimas obras de un pintor, fuera consagrado o desconocido.
Armando blasonaba de haber bebido del teatro culto sin perder nunca el gracejo popular. De eso habla su paso, además de por la Escuela Superior de Artes y Oficios de La Habana, por la Academia de Arte Dramático de la capital, de donde pasa, en 1961, al Guiñol Nacional de Cuba, luego Teatro Nacional de Guiñol, en 1963. Privilegio mayúsculo el de quienes pudieron aplaudirlo como el Serapio Trebejo de La loma de Mambiala, en 1966, o el valeroso Putifar de La corte de Faraón, en 1967. El dramaturgo y director de escena Abelardo Estorino no olvidó nunca su brillante actuación en El Mago de Oz, una versión libre del autor matancero sobre el libro de Lyman Baum, estrenada en 1968. Mucho podría decirse sobre su trayectoria como diseñador escénico. Sus propuestas estéticas fueron, son, una marca poderosa, diferente a las de los demás diseñadores de la Isla.
En una ocasión, durante un Festival de Teatro de La Habana y acompañado de amigos comunes, Armando nos propuso visitar el Museo de Bellas Artes. Sus explicaciones, tan lúcidas y enteradas como las de un guía especializado, nos condujeron hasta las piezas insólitas y atractivas de la pintora Antonia Eiriz. Obras con marcado acento expresionista, como salidas de una obra de teatro de figuras contemporáneo. Los ojos del titiritero delataban el orgullo de Armando por haber trabajado juntos en proyectos comunitarios desarrollados en la década de los 70.
Yo lo conocí en los años 80, justo cuando sacó a la luz sus primeros montajes unipersonales. Producciones de madurez donde, al igual que los juglares de antaño, se ocupaba de todo, seleccionando a prestigiosos dramaturgos como Javier Villafañe, Roberto Espina o Jacques Prevert, para aportarle solidez a propuestas que dejaron profunda huella en los diferentes públicos que, entre finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, siguieron su arte.
En los 90 volvió a sorprenderme al estrenar en la calle una imaginativa versión de la obra Abdala, de José Martí. Dos actores, cuatro muñecos y un inmenso paño rojo, nada más. Así era él, inclasificable, rebelde, provocador, apasionado y fiel a los personajes de tela, madera, papel y cartón. Sobre ese universo de origen milenario, publicó varios libros que son hoy de obligada consulta para los que llegamos después y nos interesamos en darle vida a la materia inerte.
En 1999 compartimos claustro como profesores del Diplomado del Teatro para Niños y de Títeres, coordinado por el doctor Freddy Artiles en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Sus clases eran talleres activos donde, además de aprender, se discutía, se polemizaba y se reía de lo lindo con sus ocurrencias, a veces estrambóticas, como si todo él fuera un esperpento criollo, irónico, ríspido y poético. Deben haber sido esas características, ligadas a su innegable maestría, lo que le permitió ser reclamado una y otra vez en importantes compañías titiriteras de Ghana, México, Suiza o España.
En el pequeño museo alojado en el Teatro Central de Muñecos de Moscú Serguei Obratzsov se aprecian piezas titiriteras hechas por Armando Morales. Dotadas de un colorido restallante y líneas acusadas, llevan la marca fascinante de su manera de utilizar materiales pobres y fibras naturales.
Fue amigo de los titiriteros más bisoños y de aquellos que alguna vez compartieron cartel junto a él en festivales del mundo, en una plaza o en su querida Cruzada Teatral de Guantánamo, donde se debe notar muchísimo su ausencia.
Los seres perfectos no existen. De seguro que son aburridos e intrascendentes debido a tanta impoluta corrección. Armando Morales era como un niño grande. Un infante que podía vibrar escuchando un concierto de Jose White o la Historia de un soldado, de Stravinski, que tantas veces soñó dirigir. Elucubramos una y otra vez proyectos aplazados por sucesos ordinarios. Una lección que me llevo. Todo lo que idees con un maestro de la magnitud de Armando, defiéndelo y hazlo realidad. Así la evocación dolerá menos, aunque la nostalgia y la necesidad adquieran un tamaño gigantesco. ¡Felicidades, Mandy!
Tomado de La Jiribilla