Por Pascual Díaz Fernández
No estoy apto para el olvido
Eugenio Hernández Espinosa
En una de las muchas entrevistas que ha concedido el dramaturgo y director de escena Eugenio Hernández Espinosa (La Habana, 1936) ha confesado que, como escritor tiene dos problemas: ser cubano y negro. Y los ha explicado con dos simpáticas y conmovedoras anécdotas; una, ocurrida en Cuba; la otra, en África. Porque, con independencia de sus dotes como teatrista, es un excelente conversador, de palabra chispeante, con la que logra mantener la atención de quien le escucha.
Su imagen, a primera vista, es la de un cubano negro pacífico, casi tímido pero al acecho para salvaguardar la paz en cualquier discusión artística, literaria o social. Su humor, sabio y oportuno, es capaz de solucionar cualquier desaguisado. Quizás por ello, la vida le ha dado tantos premios, entre ellos, los de Teatro y Literatura, a nivel nacional.
Entre los teatros del teatro cubano está el de Eugenio Hernández Espinosa. Identitario, caribeño, popular, revolucionario. Emparentado con el bufo, Carlos Felipe, Derek Walcott y Virgilio Piñera, ente otros. Eugenio Hernández Espinosa (La Habana, 1936), según parece indicar, dio sus primeros pasos en el teatro cuando se incorporó al Seminario Nacional de Dramaturgia, la gran escuela de los teatristas cubanos, formadora de la inmensa mayoría de los escritores dramáticos posteriores a 1959, hasta, quizás, 1976, cuando se creó el Instituto Superior de Arte (ISA) y tuvo su primera graduación. No aparece en el voluminoso Diccionario de la Literatura Cubana, del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, 1984; pero posee una obra sólida y prolífica, desde que se diera a conocer con El sacrificio (1961), en el ya mencionado Seminario. Pero es con María Antonia (1967), que el autor se visibiliza con fuerza y perspectivas en el mundo teatral cubano.
El año 1967, tiene una importancia grande para el teatro cubano, que, a mi modo de ver, no ha sido debidamente evaluada aún. Como parte del resultado de este Seminario surgió, entre otros, Teatro Escambray y, por extensión -y política cultural gubernamental- dio lugar al Teatro Nuevo, que privilegió la llamada creación colectiva, sumamente activa, entonces, en América Latina, por razones totalmente diferentes a la cubana. Ese año comenzaba, de a poco, en Cuba, un período de incomprensiones y esquematismos institucionales, encabezados por el Consejo Nacional de Cultura, que ha dejado un amargo e imborrable recuerdo en la memoria cultural cubana y que culminará, en la segunda mitad de los años setenta, luego del Primer Congreso del PCC.
Durante los días del 14 al 20 de abril de 1967 se desarrolló el Seminario Nacional de Teatro, convocado por el Consejo Nacional de Cultura. En sus sesiones se debatió sobre su función social y situación (actual, 1967). Entre acuerdos y desacuerdos, se arribó, entre otras, a una que declaraba que “el teatro es hoy parte de la vida misma, es centro de gravedad, está dentro de la sociedad”. Con ello, se le daba una importancia enorme al teatro, pero con sentido diferente al deseado por los creadores escénicos.
Justo ese año, Roberto Blanco estrena María Antonia, escrita por Eugenio Hernández, tres años antes. Como se sabe, en ella, Eugenio indaga sobre los valores de la cultura popular tradicional cubana y, sobre todo, en el contexto pos triunfo de 1959. La contradicción entre la tradición -vista como retraso- y la Revolución, planteada como progreso y superación del pasado. Eugenio fusiona lo culto y lo popular, tomando del lenguaje de los cultos sincréticos y de la literatura de ascendencia origenista, protagónica del movimiento literario entre 1950 y 1960, aproximadamente.
La obra está basada en la estructura de un güemilere, fiesta ritual regida por el Oru de Eyá Aránla, audaz concepción dramatúrgica, teatro total, muy empleado por el Cabildo Teatral Santiago, en esa época; que evoca la estructura de la tragedia clásica griega, como lo analizara Fernando Ortiz, quien lo vio primero, en su libro Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba (1981), cuando describe el Baroko abakuá y lo llama “¡drama de vivos y muertos! ¡Supremo teatro!”. Eugenio se interesa por el misterio de lo cubano, dramaturgia que parte de lo ancestral y se expresa mediante la oralidad y la ritualidad. Inés María Martiatu lo ha estudiado como parte de lo que ha llamado teatro ritual caribeño.
Ella señala en su libro Wanilere Teatro, que ya en los años 60, el conflicto de Camila con la religión –en Santa Camila de la Habana Vieja (José Ramón Brene)- consiste en la adhesión a la Revolución Cubana ya que la Santería es vista como un modo marginal. Este prejuicio institucional contra las formas culturales subalternizadas ha sobrevivido hasta nuestros días. En tal sentido, la Dra. Lázara Menéndez Vázquez (2017) ha abundado en el tema en su libro, Premio de Sociología 2016, Para amanecer mañana, hay que dormir esta noche. Universos religiosos cubanos de antecedente africano: procesos, situaciones problémicas, expresiones artísticas.
A María Antonia la persigue “La Muerte” personificada en Cumanchela. La falta de respeto y la desobediencia se pagan con la Muerte. La obediencia, el respeto son normas de vida, María Antonia está condenada por transgredir las normas. La soberbia conduce al error trágico. Se ha enfatizado -quizás, demasiado- el conflicto machismo/hembrismo, como lo ha hecho Antón Arrufat en “María Antonia ¿amor o amarre?”, en La manzana y la flecha, pero la puesta en escena de Roberto Blanco va mucho más allá.
Son varias y diversas las formas mediante las cuales es posible estudiar la obra de Eugenio Hernández Espinosa. Puede ser vista como de inspiración filosófica, de ideas humanistas profundas, y, a su vez, de carácter ligero -no superficial-, costumbrista, con cierto sentido humorístico, esa zona difusa a la que se acude con frecuencia, cuando se pretende hablar de lo cubano.
Algunos de sus textos han adquirido, con justicia, la categoría de clásicos. El más conocido, María Antonia o María de los cuchillos, es una tragedia a lo cubano, que fuera llevada a escena por el relevante director Roberto Blanco en 1967. Al autor no se le representaría nada más hasta diez años después. Y, entre la farsa y la comedia, pero siempre con su dosis de crítica social, Ochún y las cotorras, y el monodrama Emelina Cundiamor que, por fortuna, aunque no siempre interpretado afortunadamente, ha servido para promocionar la obra del dramaturgo. En Obdebí, el cazador, fábula a partir del folclor.
Según Ambrosio Fornet, en María Antonia se pueden observar los dos lados de la tradición: el positivo y el negativo. El mundo gobernado por los orichas es, en esencia, machista, de sumisión de la mujer; lo cual es negativo. En consonancia, oponerse a ese mundo, transgredirlo, es positivo. Los orichas garantizan un orden, un respeto social; María Antonia se niega a aceptar ese orden. ¿Quién tiene la razón? María Antonia es como las mujeres de Eurípides. Su acción está encaminada contra la injusticia social.
Su creación puede ser analizada como que parte de la cultura popular tradicional, pero puede ser vista como partiendo del teatro del absurdo, de la crueldad, de Bertold Brecht y hasta del realismo socialista, bien hecho, si se quiere. Algunos críticos podrán señalar -como lo han hecho- que su obra es desigual; que, junto a piezas de gran magnitud, ha escrito obras menores sin relevancia, que se reitera en sus temas, sin aportar nada novedoso; o que es sumamente verbalista, sin imagen teatral, y hasta que sus personajes populares no lo son tanto, por la manera elevada que tienen, en ocasiones, de expresarse. Quizás suceda en piezas como Alto riesgo, Tibor Galarraga, Chita no come maní o El Venerable, pero no estoy calificado para emitir tales afirmaciones. Ni me interesa, tampoco. De tales señalamientos -y de otros- lo salva su obra.
Lo cierto es que, en sus oddunes, como se les menciona en la compilación de algunas de sus obras, se distinguen, entre otros, rasgos de poderosa fuerza dramática y social como la sátira, la ironía, la búsqueda del misterio de lo cubano, el aprovechamiento de lo mejor del acervo teatral mundial contemporáneo y un lenguaje aportativo, tomado del léxico popular cubano. La marginalidad, la injusticia, la discriminación por el color de la piel, la lucha contra los prejuicios, el anticolonialismo cultural y un largo etcétera inclusivo, forman parte de lo mejor de su creación.
De antinomias está hecha la obra de este habanero nacional. Se abordan, en pares dialécticos, de manera coherente y lúcida, lo universal/local; trágico/cómico; lo dicho/lo no-dicho; el machismo/el hembrismo. El listado puede ser mucho más extenso, pero hasta aquí me parece suficiente. No creo, por ejemplo, que oponga lo africano/lo español, entre otras razones porque no delimita, entre ellos, mundos separados, sino, al contrario, integrados en lo cubano. Pero ya eso es harina de otro costal.
Y es que su obra no ha sido plenamente valorada, aún. Sea el caso de María Antonia como personaje. Ella pertenece a la familia de esas mujeres representativas de lo cubano, donde están, entre otras: Lala, Clitemnestra Plá, Luz Marina, y La Santiaguera. También ella es una muestra del sentido de identidad cultural cubano. No puede perderse de vista que María Antonia cree en los santos, pero los desafía; sufre por sus acciones, pero no se arrepiente de ellas; todo lo que hace supone una crítica a su propio mundo y un afán de otro más justo.
Hay quienes la han problematizado desde el punto de vista moral. Fernando Ortiz, tocando un tema similar sobre los Cuentos negros de Cuba, de Lydia Cabrera, explica que se trata de la otra moralidad, la de los desposeídos.
Hoy, sin embargo, el problema de la marginalidad en Cuba es otro, mucho más complejo, profundo y difícil de solucionar. Las circunstancias actuales van por un camino indeseado que quiere hacer valer una cultura de nefastos valores antinacionales, que no tiene nada que ver con Eugenio Hernández y su visión de la cultura popular tradicional.
En Santiago de Cuba, Fátima Patterson Patterson, quien también es una interesada de los temas de la marginalidad, la discriminación racial y la injusticia social, estrenó en su sede y con su colectivo Estudio Teatro Macubá, una versión de Mi socio Manolo, que ha titulado, El Social. La puesta en escena ha tenido respuesta en un público inteligente y preocupado por los problemas por los que todos atravesamos. Escenificada por Diosnelvis Ortiz en su primera salida y ahora -diciembre 2020- interpretada por el bailarín y coreógrafo Darwin Matute, debutante como actor; con el acompañamiento de Douglas Kindelán, quien se mantiene en el elenco, la puesta en escena garantiza novedosas perspectivas.
En ambos casos, el discurso escénico alcanza la altísima tensión dramática y emotiva que requiere el texto. Con acierto, la directora ha trasladado la escena para la sala principal, con lo que los actores tienen mucho más espacio para trabajar. Por otra parte, eliminó unas filmaciones que resultaban reiterativas y debilitan el punto de vista y extendían el tiempo de presentación sin mejorar los resultados. Ambos logran expresar claramente las posiciones opuestas nacidas de sus caracteres, a pesar de su común origen. Douglas Kindelán encarna a un personaje astuto, calculador y, en apariencia, maltratado. Darwin Matute se disfruta por su ritmo explosivo y versatilidad al interpretar a un hombre con defectos, pero en disposición de resolverlos para vivir en paz consigo mismo. Aprovecha, incluso, sus dotes como bailarín.
Fátima Patterson genera una producción de sentido en la que todos los dispositivos semióticos se fusionan en una propuesta escénica coherente y lúcida, comprensiva y crítica de la realidad cubana de hoy, apoyada en el texto de Eugenio Hernández Espinosa, en el que lo ingenuo irradia belleza y ética; como diría el poeta Horacio, es bello y útil.
Y es que, además de las antinomias ya mencionadas, Eugenio Hernández Espinosa puede ser disfrutado como acto de lectura o de representación. Es otro de los muchos premios que la vida le ha otorgado, además de los nacionales, de Teatro y Literatura.
Foto de Portada: Archivo Cubaescena