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Entretejer una tradición…la memoria viva del patrimonio

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Por Kenny Ortigas Guerrero

Edificar el patrimonio de la cultura teatral cubana, y levantar su estructura monumental como símbolo imperecedero ante la desmemoria y el olvido, colocando sus piezas, casi monolíticas y no precisamente por su dureza, sino por su valioso peso y trascendencia dentro de la historia, de manera tal que sea la evidencia del legado espiritual e intelectual de la escena en toda su dimensión, es tarea propia de apasionados, de seres inquietos, de acuciosos investigadores. Ejemplo de ello, son Marilyn Garbey y Norge Espinosa, autores de este valioso texto, que se presenta como fiel testimonio de la huella de importantes y notables figuras del arte de las tablas, cuyas vidas no se reducen al hecho de hacer teatro, sino que van más allá, pues a través del arte nos dejaron –y por suerte, aun nos dejan- esculpidas en fino mármol, lecciones de ética, sacrificio y un sentido del compromiso del artista como cronista y cuestionador de su tiempo que los sitúa inexorablemente en un sitial de respeto y prestigio.

Hago mías las palabras de la maestra Graziella Pogolotti, cuando dice dentro de las páginas de este libro “…asumimos la tradición como un legado, surgido en etapas remota…sin embargo nosotros, en la sucesión de nuestros actos, estamos construyendo y renovando tradiciones…”. Entonces me pregunto, ¿cuánta responsabilidad llevamos a cuestas los que entendemos la salvaguarda de la memoria como el principal estandarte en la defensa de la identidad de la nación? ¿Qué retos se imponen desde la gestión del patrimonio, para los que nos ha tocado por designio o capricho del tiempo vivir el aquí y el ahora del teatro cubano? ¿Cómo preservar la historia que nos susurra al oído, muchas veces con una voz que parece fenecer ante tanto atropello y frialdad?

Adentrarse en las líneas de Entretejer una tradición, es apuntalar la atalaya que alerta oportunamente la cercanía del torbellino -a veces fantasmal- que destruye paradigmas genuinos de carne y hueso, recluyéndolos en vetustos sillones e indignas condiciones de vida a pesar de sus aportes y grandeza. No queda otro camino entonces, que levantar las armas contra la voracidad de lo epidérmico y banal, que se empeña en borrar la pertenencia a una cultura de resistencia, creatividad y obstinación, que sentó sus principios aquel fatídico 22 de enero de 1869. Saber guardar con celoso cariño el acervo del teatro cubano, es un acto de respeto a los maestros fundadores, y a quienes mantienen y apuestan, desde una fe inquebrantable, la vocación de servir al pueblo dejando la piel en un escenario. Son 35 nombres los que integran este volumen que de seguro continuará creciendo año tras año. Están acompañados de elocuentes palabras de elogio y acuciosas reflexiones que aportan profundidad, sin caer en el lugar común de convertirse en un simple resumen, estéril, que relata cronológicamente las biografías de diversos artistas.

Otro elemento que se agradece, son las imágenes que ilustran pasajes y momentos cruciales en la carrera de estos profesionales, pues para una generación que emerge con intereses teatrales, resulta fuente de motivación constatar, más allá de la palabra escrita, las evidencias y rastros que, aunque inamovibles en el instante cautivo de la fotografía, conservan toda una carga sensorial, que nutre el universo imaginativo. Otro valor se sustenta en las lecciones y conceptos relacionados a la labor del artista como un ser incansable en la búsqueda del conocimiento y la auto superación, requisitos indispensables para evitar el estancamiento intelectual y creativo.

Ejemplo de ello lo tenemos en estas palabras de Abelardo Estorino: “Trabajar no es para mí una condena, como dice una vieja canción. Es un dulce dolor, un temblor que me vitaliza, un cansancio sin el cual no me siento completo. Es también leer, para encontrar cómo canta el español en sus mejores voces; oír a un amigo que me confiesa sus conflictos; observar a una anciana que camina bajo la lluvia con un paraguas. Y recordar, aunque la memoria me engañe, recordar todo lo vivido: los juegos de la infancia, las injusticias de la incomprensión. Esa disciplina de trabajo la debo a algunos de mis amigos…nuestra convivencia durante años me hizo entender que la creación no es solo cuestión de dones, sino también de cansancio”.

También podemos encontrarnos con Carlos Pérez Peña reflexionando a cerca del compromiso y el servicio, cito: “Sentido del compromiso y voluntad de servir como respuestas a la tentación de malgastar la vida. Compromiso y servicio como impulso de la historia personal y social. Compromiso que puede ser humilde y sencillo, pero que, asumido con perseverancia, resultaría en el hallazgo de nuestro propio sentido en la familia, la comunidad, el trabajo…”

Hay otros conceptos que afloran en la medida que avanza la lectura y que, Marilyn y Norge, nos dan las claves para desentrañarlos. Algunos se constituyen, por ejemplo, en la fidelidad a la creación artística, como metáfora contundente que interroga a la realidad y la disecciona en diminutos suspiros capaces de estremecer la consciencia y la sensibilidad, o el batallar constante contra la astenia y lo insulso. Hablar del sacerdocio como una forma de vida que se asume desde y para el teatro, en tempos de volátil esfuerzo, parece un tema del pasado. Sin embargo, al visitar cada una de las historias de estos Premios Nacionales de Teatro, se manifiesta como una condición inmanente que funde al hombre con su oficio. El libro es una provocación para adentrarse en la figura más importante del teatro, el ser humano, por lo tanto, nos convida de igual manera a comprenderlo no como un objeto museable, sino, como un ser de luz, como un artista capaz de iluminar lo oscuro que habita en lo recóndito del alma.