Por Mercedes Borges Bartutis / Fotos Sonia Almaguer
Oficio de isla me sacudió de la cabeza a los pies. Osvaldo Doimeadiós ha dejado clara su estirpe de hombre de teatro, de cubano y de artista. Y esos calificativos sirven también para todo el equipo de esta puesta en escena, que tuvo el muelle Juan Manuel Díaz por escenario. Tomado como teatro entre muchas localizaciones que seguramente buscaron para hacer el proyecto, este embarcadero quedará registrado en la historia del teatro cubano, como el escenario natural de Oficio de Isla, obra hecha con muy buen gusto y, sobre todas las cosas, amando a la Patria, convencidos de que la nación cubana tiene tantos valores que no bastarán millones de cuartillas para abrazarla entera.
En momentos como estos, difíciles y convulsos, momentos en que la duda está a la vuelta de la esquina, una obra como Oficio de Isla llega para afianzar el pensamiento, para recordarnos de dónde venimos, para traer la historia de Cuba con todos sus matices, contradicciones, y haciendo visible un hecho del que se habla poco: el viaje de más de 1200 maestros cubanos de toda la isla a Cambridge, preparados para llegar a la Harvards Summer School for Cuban Teachers, encuentro en el que les dieron una intensa preparación en temas de cultura general y pedagogía.
Una vez más, las relaciones de Cuba y los Estados Unidos puestas sobre la mesa, con un texto escrito por Arturo Soto; relaciones pasadas por unos de esos filtros de la historia que casi no se conocen, traía a la superficie por Osvaldo Doimeadiós, y puesta a los ojos de todos con entrada gratis.
Y es que en la puesta en escena todos están deliciosamente bien, Gretel Montes de Oca, minimal en su propuesta; la fabulosa Banda de Rancho Boyeros bajo la dirección de Daya L. Aceituno, una formación como caída del cielo que da un elegante toque de acabado y que se ha insertado en el montaje, porque ellos mismo son un tremendo espectáculo que pueden tocar, bailar y actuar, y hacerlo de forma excelente; Rebeca Rodríguez y Daliana González en sus personajes de Doña Georgina y Margarita del Carmen, conforman un punto que apuntala la obra con fuerza en muchas de sus zonas; mientras que Iván Balmaseda se aferra a su José de la Caridad, un personaje que encuentra equilibro en cada uno de sus textos.
Por su parte, Amaury Millán clava una suerte de puñal con cada uno de sus textos, en deliciosa mezcla de ternura y dureza; mientras que el Felipe Moro de Ray Cruz se roba la simpatía del público en cada parlamento; y el Mr. Jhon Power de David Pereira invade el espacio con su juventud y dominio de la escena.
Punto y aparte para Doimeadiós que no le bastó tener una agrupación musical en escena, sino que convocó también a la Banda de Gaitas Eduardo Lorenzo de la Sociedad Artística Gallega, un lujo tremendo. Y él mismo es ese descomunal actor con sus acostumbradas caracterizaciones que de manera singular se roban el show, como aquella Santa Cecilia que vimos con Teatro El Público.
Oficio de isla no debe terminar aquí, debería entrar en una categoría especial y tener una temporada de meses en un teatro de La Habana. Tal vez, la sala Tito Junco sería un buen espacio para esta puesta que se lleva muchos honores por su texto, puesta en escena y el profesionalismo de todos los que se han involucrado en el asunto, en un momento que Cuba tanto lo necesita.
Al final, la canción de Silvio Rodríguez, “En el claro de la luna”, entonada a capela por el elenco completo frente al público, le saca las lágrimas a muchos espectadores (y me incluyo), mientras que las escenas de Oficio de isla se quedan revoloteando en los rincones del muelle Juan Manuel Díaz, un héroe de este país que por cosas del destino tendrá su nombre vinculado de forma directa con el teatro cubano. Al salir de aquel lugar y por muchos días, las escenas de Oficio de isla vuelven con fuerza y se quedan en el pensamiento por un buen tiempo y te obligan a repensar la obra una y otra vez.
Leer más en: