Por Ismael S. Albelo
Es mundialmente conocido que Cuba es un país de música y baile. La fusión del español y el africano produjo este fértil resultado del cubano musical y danzario, que en apenas dos siglos ha entregado al patrimonio mundial el danzón, la rumba, la conga, el mambo y el cha cha chá, entre otros ritmos y danzas populares.
Luego de 1959, cuando el Estado comenzó a preocuparse por la verdadera cultura nacional, la danza fue privilegiada cuando en ese mismo año surgieron tres compañías profesionales de diversas líneas estéticas: el Ballet Nacional de Cuba –que se reestructuró luego de la disolución del anterior Ballet de Cuba–; el Departamento de Danza Moderna, hoy Danza Contemporánea de Cuba; y el Ballet Folklórico de Oriente.
Con el paso del tiempo y el lógico desarrollo social, el surgimiento de las Escuelas de Arte y el apoyo al movimiento de artistas aficionados, las agrupaciones de danza proliferaron en todo el país, surgieron nuevos ritmos como el mozambique, el pilón; se expandió el casino habanero por todo el país, los carnavales regionales multiplicaron sus comparsas y tanto el talento profesional como el espontáneo tuvieron cabida y avances significativos, en calidad y –sobre todo– en cantidad.
Pero los embates de la sociedad contemporánea han hecho proliferar la formación de grupos liderados por entusiastas bailadores –no así “bailarines”– que, aprovechando esa congénita habilidad del cubano de moverse a ritmo de danza, han ido aglutinando otros bailadores y bailadoras en grupos de danza llenos de espontaneidad y frescura, pero deficitarios en códigos verdaderamente artísticos, donde priman manifestaciones proclives al erotismo, la escasez de vestuarios y el movimiento desordenado en aras de provocar en el espectador –básicamente foráneo– deseos de diversa índole…, menos cultural.
Por otra parte, la falta de recursos materiales y a veces hasta humanos, tratada de palear por el Estado con una protección social que cubre la mayor parte de las necesidades de los artistas para su trabajo y sus vidas, ha incidido en que las más de 60 agrupaciones profesionales adscritas al Ministerio de Cultura no puedan desarrollarse ampliamente, viendo reducidas sus presentaciones escénicas, sus producciones, sus locales de ensayos y otras necesidades para lograr reflejar todo lo que se eroga en la formación de un bailarín profesional durante seis u ocho años de estudios en nuestras Escuelas de Arte.
Dada la condición socialista de tratar de garantizar el desarrollo espiritual de nuestra población, los números han ido creciendo protegidos por el Estado y, mientras los resultados en cantidad se elevan, en muchos casos la calidad ha ido descendiendo, lo que no se corresponde con el interés fundamental de las instituciones rectoras de la vida cultural nacional.
Otro fenómeno que prolifera es que muchas compañías profesionales o semi-profesionales están solicitando y fundando academias propias, que otorgan credenciales profesionales a sus egresados, quienes pueden ingresar luego en esas mismas agrupaciones o en otras de todo tipo…, o en el extranjero.
Del mismo modo, un emprendedor interesado en servirse de nuestras habilidades danzarías, encuentra a un diestro bailador, capaz de organizar junto a otros bailadores una “rueda de casino”, transformada en “coreografía seudoprofesional” y proponerla a un hotel, un centro nocturno o una fiesta privada y venderla como “producto cultural cubano”, en especial al visitante extranjero, quien al ver la pasión de nuestros danzantes, y sin reparar demasiado en los diseños coreográficos o el vestuario o en la propensión a lo obsceno, aplaude a rabiar y se lleva esa imagen distorsionada de lo que es la “cultura cubana”.
Hay que discernir, en primer lugar, lo que puede ser una danza profesional de una aficionada. La primera posee códigos estéticos y artísticos que deben diferenciar con evidencia un trabajo contentivo de valores culturales mostrados con ARTE, mientras lo aficionado –que también tiene su dosis de intelecto a partir de los instructores de arte de nuestras Casas de Cultura o centros docentes, laborales o militares– llevan la danza como acción colateral a sus intereses vitales, por lo que lo espontáneo está mucho más a flote que en los artistas escénicos.
El Estado cubano ni discrimina ni desampara a ninguno de sus ciudadanos, pero debe observar que puede llegar –¡si no ha llegado ya!– a sobrepasar sus presupuestos, no muy amplios dicho sea de paso, en aras de satisfacer todas las propuestas danzarías sin tener en cuenta, en primera instancia, dos factores fundamentales para el desarrollo próspero y sostenible que nos proponemos: producción y calidad.
Nuestros teatros no pueden satisfacer todas las propuestas que en la danza se crean en el país, pero en ocasiones se desperdician oportunidades en frontera que aprovechan estos “emprendedores por cuenta propia”, que venden cualquier bagatela como “cultura” y que distorsionan el verdadero empeño nacional.
¿Por qué no aprovechar el talento de nuestras agrupaciones profesionales, que muchas veces pasan meses sin producir espectáculos, y promover su inserción en frontera, suplantando a esos “mercenarios culturales”? Esto no sólo beneficiaría a la imagen de nuestros verdaderos valores culturales, sino también a nuestros artistas en los tan necesarios factores económico y promocional.
Hay compañías que se han insertado a este empeño gracias a las ventajas del llamado “doble vínculo”, pero aún son escasas y potencial para ello hay en todo el país, incluso pudieran emplearse a los alumnos más aventajados de nuestras Escuelas de Danza en microproyectos, devenidos de las compañías profesionales para irles aportando esos códigos artísticos, que necesitan para el ejercicio de su vida futura en las tablas, así se ayudaría y estimularía a las jóvenes generaciones y se le ganaría terreno a los que fabrican “cultura para el turismo”.
Si bien es cierto que “todo el mundo baila” en Cuba, hay quienes tienen las condiciones para exhibir nuestra danza con valores culturales y hay quienes, quizá no con tan malas intenciones, la deforman y para ser prósperos y sostenibles, no podemos permitirnos gastar en vano tiempo y dinero.
La imagen de la cultura cubana es lo más valioso que tiene nuestra nacionalidad, y en ella la danza posee un componente a no despreciar. Por su proyección internacional tradicional, no debemos permitirnos dispersiones, y nuestras instituciones han de velar por ello con ojo crítico y objetivo, sin miedos ni falsos compromisos, con la divisa que un día me dijera ese monumento de la danza cubana que es Alicia Alonso: “Para mí solo hay dos tipos de danza: la buena… y la mala”.