En este diálogo con Eduardo Arrocha participaron Marilyn Garbey, Diane Martínez, Thais Gárciga, Jorge Brooks, José Ernesto Mosquera y Lázaro Benítez. (Alamar 2018)
Eduardo Arrocha, Premio Nacional de Teatro y Premio Nacional de Diseño, es reconocido por su labor con Danza Contemporánea de Cuba. Ahora recuerda su colaboración con el Ballet Nacional de Cuba, sus vínculos con Alicia y Fernando Alonso.
El Ballet Nacional de Cuba celebra setenta años
Son muchos años.
Durante cinco años usted colaboró con ellos e integró el equipo que montó Giselle, laureado con el Premio de la Villa de París.
Lo primero que hice con esa compañía fue La fille mal gardée, estaba recién graduado del curso de diseño que había dado Rubén Vigón. El decidió hacer en La Rampa, en un comercio fotográfico, una exposición de los trabajos de los diseñadores que habían tomado el curso, invitó a esa inauguración a directores teatrales y coreógrafos para que vieran el trabajo que habían hecho sus alumnos; se quedaron muy impresionados con ver que podían mostrar trabajos tan interesantes. Hasta ese momento, en la mayoría de los espectáculos que se hacían aquí, todo se solucionaba con telonerías pintadas; como era habitual en el siglo xix, y en lo que se conoció aquí como la escuela catalana de escenografía, en la cual se destacó mucho Luis Márquez.
Yo venía haciendo pininos en el espacio y en las formas, y el profesor Rubén Vigón, que había estudiado en la Universidad de Yale diseño escenográfico, nos inculcó los nuevos procederes, los nuevos materiales, cómo él entendía que debíamos trabajar en un futuro.
Esa imagen que dimos los diseñadores, entre los cuales se destacaron, modestia aparte, Rolando Moreno y yo, que presentamos proyectos muy interesantes, a muchas personas les llamó la atención. Entre esos estaba Alicia Alonso, quien se quedó muy impresionada por la gran cantidad de proyectos que habíamos concebido los diecisiete egresados.
Pasado un mes y pico recibo una invitación del Ballet, quería que diseñara La fille mal gardée, porque ellos tenían un viaje al extranjero y su vestuario ya no era el adecuado. Hice los diseños, fueron de la satisfacción de Alicia, y aquí viene la primera anécdota: cuando le presenté los diseños del traje de Lissette, el personaje protagónico, me dijo: “El primero me encanta, pero el segundo no me gusta nada, nada, nada”. Le digo: “Ay, Alicia, ¿pero cuál es el motivo para que no?” Me sorprendí que treinta diseños sí le hubieran gustado, le pareció muy gracioso el personaje del bobo, yo lo concebí con el vestuario del cuadro El niño azul, de Gainsborough, y ella lo reconoció enseguida. Le llamó la atención cómo había hecho esa fusión de un personaje de ballet con un cuadro famoso de la pintura inglesa, pero seguía insistiendo en que el traje del segundo acto no le gustaba, le dije: “Bueno, cuando usted lo vea sobre su figura verá que le va a gustar”. Ella lo acató sin reservas, y cuando se hizo la prueba me dijo: “Sigo diciéndole que no me gusta nada”. Entonces le dije: “Bueno, Alicia, yo lo siento mucho, estamos a dos días del estreno y no se puede cambiar un traje”.
Me dijo: “Yo voy a bailarlo pero después tenemos que hablar”. Se estrenó y a los pocos días yo me olvidé por completo de aquello. Como a los dos meses me manda Alicia una nota: “Arrocha, reponemos. Tenemos próximamente una función y quiero ver el diseño que usted se comprometió a hacerme de La fille mal gardée”. Yo no había hecho nada, le dije: “Para este reposición no puede ser, pero le prometo que después se lo voy a hacer”. Como el diseño no llegaba me manda la nota que me dice: “He bailado en dos temporadas con un vestuario que no me gusta nada, si para la reposición que tenemos dentro de tantos meses, usted no me diseña otra cosa, Arrocha, me la voy a diseñar yo”. Ante esa nota yo dije: “Espérese, ahí va el diseño”, se lo hice, le gustó mucho y bailó con él.
Ella tenía unas funciones de Giselle pero el vestuario no le gustaba, preguntó si yo podía hacer algo, eran momentos en que no había nada y todo se hacía con material reciclado de Recuperación de Valores del Estado. Podías tener una camisa cifrada con las iniciales de Batista en el brazo o en el puño, como eran los trajes de la alta burguesía que se fue del país. Traté de cambiar algunos tejidos y salió una Giselle decente, que queda patentado por el film que hizo Pineda Barnet sobre la Giselle.
A los dos o tres años se recibe una invitación al Festival de París, y me dice Alicia: “Arrocha, queremos llevar Giselle, pero no con eso que usted hizo con retazos, quisiéramos una concepción a tono con el Festival”. Diseñé una puesta que fue muy bellamente concebida, ella hizo cosas donde resaltaba más el vestuario, y el resultado fue que ganó el Grand Prix como obra integral, no solamente por interpretación. Imagínate, Alicia en Giselle, Aurora Bosch como Reina de las Willis, estaba el trabajo mío de escenografía y Fernando Alonso hizo el Hilarión.
En ese tiempo que medió entre La fille mal gardée y Giselle, diseñé Las bodas de Aurora y La nueva Odisea, de una coreógrafa alemana, ella traía el ballet diseñado, la obra trataba de la guerra en Polonia, con cabarets que trabajaban en subterráneos, en clubs, nunca en grandes teatros. Ella tomó esa situación y la llevó a un ballet, Alicia hacía la camarera del ballet, la que vendía cigarrillos. El diseño del espectáculo que representaban las coristas en el cabaret subterráneo no le gustaba a la coreógrafa. Le dijo a Alicia que quería se diseñara en Cuba y Alicia me llamó para que lo hiciera. Diseñé el vestuario, las tres figuras principales eran Menia Martínez, Aurora Bosch y Josefina Méndez, ellas bailaban un cancán. A mí se me ocurre ponerle a las zapatillas de punta un taconazo, que bailaran en puntas pero cuando hicieran el cancán estuvieran caracterizadas como son las cancaneras. A la coreógrafa le encantó la idea, pero cuando las tres figuras vieron aquello dijeron: “No, no, no, no, nosotras no bailamos con tacones, de eso nada” Me dieron una explicación técnico-científica, del metatarso, del empeine, y dije: “Pruébense las zapatillas, si ven que esto funciona puede ser, si no yo estoy dispuesto a cambiarlo”. Fuimos a La Habana Vieja a ver las zapatillas con tacón, y cuando se las mostró Brioso, que era el zapatero del Ballet, dijeron: “Nosotras no nos ponemos eso”. La coreógrafa les dijo en su español muy polaco: “Por favor, pónganselas, yo quiero ver”, “No, no, no, ni siquiera nos las vamos a poner porque no podemos bailar con eso”. Ante esa negativa yo dije: “Bueno, que usen las zapatillas normales y corrientes y para el diablo, no hay problemas”. Cuando nos íbamos se acerca la polaca y me dice bajito: “Señor Arrocha, ¿podría regalarme un par de esas zapatillas?” Le dije: “Sí, no hay ningún problema, como si quiere los tres pares, porque esto nadie se lo va a poner”. Le dije: “Usted me disculpa, ¿pero cuál es su interés?” Responde: “Porque cuando llegue a Polonia quiero que mis bailarinas bailen con esas zapatillas que usted ha diseñado”. Digo: “Ay, coño, qué bueno”.
Lo último que hice con el Ballet fue la puesta de El lago… que recibió el Grand Prix. Después alguien determinó que los diseñadores debían estar adscritos a los grupos y no a los talleres, en esa rebambaramba ellos pensaron que otro diseñador les gustaba más, y yo pensaba que a mí me gustaba más el Conjunto de Danza Moderna.
¿Cómo fueron sus relaciones con el maestro Fernando Alonso?
Recuerdo de cada encuentro con Fernando que siempre fue de una amabilidad, un respeto, y un reconocimiento enormes a un diseñador novel. Todos ellos tenían ya cincuenta años de profesión y yo llegaba así, con seis meses de graduado, a insertarme en esas estructuras. Cada vez que entrevistaban a Fernando sobre alguna obra en la que yo había participado, me adjetivaba como “El maestro Arrocha”. Yo le decía: “Fernando, no me diga maestro que nada más tengo seis meses de profesión”. Dice: “Tu trabajo es un magisterio”. Y cuando él se fue al Ballet de Camagüey me invitó en dos oportunidades a trabajar con ellos, y fue de una gentileza y de una amabilidad extrema.
Una vez, él vino a supervisar un vestuario del Ballet de Camagüey y me lo encontré, le dije: “Fernando, me regalaron un programa del Ballet-Teatro donde está usted, pero es un pollo, tiene como veinte años”. Me dice: “Bueno, Arrocha, yo tenía mi figura”, y por ahí empezó a hacer los cuentos: “yo fui noviecito de Fulana de Tal”. Al próximo encuentro le llevé el programa y se lo regalé, me dijo: “Arrocha, este es el regalo más grande, yo no tengo nada de aquella época”. Después lo vi en los encuentros que teníamos por fin de año, y siempre fue muy deferente conmigo y muy cariñoso.
¿Y con Alicia?
Con Alicia, yo siempre la estaba provocando, porque ella es una persona de una agilidad mental proverbial, y cualquier cosa que uno le dijera ella tenía una respuesta pronta, certera.
Cuando se estrenó aquí El lago de los cisnes, que fue muy aparatosa por la opulencia y las cosas que se vieron en escena, hablé con un teatrista que me dijo: “Ay, Arrocha, pero eso más que para un ballet, eso es un Shakespeare, tienes que diseñar algo para el teatro dramático que sea así”. Le digo: “Pero es que no me han llamado nunca para el teatro dramático”. A los dos o tres días voy al Ballet por no sé qué, y le digo: “Ay, Alicia, usted sabe que a un teatrista que fue a ver la función le gustó mucho la puesta suya y le agradó mucho el vestuario mío, y me dijo que era más propio para un Shakespeare que para un ballet”, y ella me dijo: “¿Qué Shakespeare, los que hacen aquí?”
En Portada: Diseño de Eduardo Arrocha para el Ballet Nacional de Cuba (tomada de La Jiribilla)