Maya Plisétskaya en La muerte del cisne. Foto: Tomada de Internet
Por Noel Bonilla-Chongo
El teatro es estado, el lugar,
el punto en que se puede aprehender la anatomía humana
y a través suyo sanar y dirigir la vida.
Artaud
En este recorrido que hemos emprendido por esos erarios que atesora la historia de la danza en sus múltiples perspectivas de ser tratada, sugerimos que atender a lo propiamente danzario (“idea interna” del ser-en-danza), significaría ganancia inconclusa para la historiografía de la danza.
En el capítulo anterior anunciamos que la danza moderna, hija legítima de los progresos del siglo XX, encontró escenario fértil e imaginativo en Alemania y Estados Unidos donde la tradición de la danza clásica ejercía menos poder coercitivo; que París, aguardaría por Sergio Diaghilev y sus Ballets Russes, quienes en fuga de San Petersburgo a “Occidente”, sintetizarían la incitación por la novedad. Y sí, el siglo XX bogará entre lo arcaico y lo contemporáneo de un cuerpo bruto que se torna sutil. Hoy por hoy, cuando muchas de las preocupaciones de las metodologías y didácticas particulares para la enseñanza de la danza se debaten entre viajes (atávicos y futuristas), oportuno es que nuestro itinerario se detenga en el cuerpo, vector irrenunciable de ser-en-danza, muy a pesar de los resultados de su puesta en juego escénica espectacular.
Según la concepción africana, el cuerpo (nyólo, nyama) es una entidad “plena” debido a los elementos (órganos y sustancias) que contiene, que conforman su expresión de conjunto. La noción de “cuerpo en sí”, distanciado, como si se le observara del exterior, se traduce en ciertas expresiones verbales: mirando actuar ese cuerpo, aquél que éste encarna lo ve temblar (nyólo e ma sówá mbá / el cuerpo tiembla en mí); lo obliga a realizar un esfuerzo (swè nyólo / forzar el cuerpo); lo sacrifica por el suicidio (bwá nyólo / matar el cuerpo); lo preserva del peligro (sunga nyólo / salvar el cuerpo). Al comunicar con él, permite experimentar una sensación (senga nyólo / sentir el cuerpo) y procura descanso (bôbise nyólo/ relajar, agilizar el cuerpo).
Podría ser esta una partitura que tipifique la conducta del cuerpo inscrito en un acto formador, centrado en un aprendizaje o conducta de representación; no por azar partimos de la mirada raigal que le atribuyen las civilizaciones primitivas. En África como en el Oriente, el cuerpo se “entrena” para estar despierto, decidido, vulnerable, en juego. Tampoco por azar, Martha Graham, Doris Humphrey o Mary Wigman, centraron sus entrenamientos y métodos de enseñanzas en las potencialidades del ritmo, del impulso interior del cuerpo, en las conexiones entre el cuerpo y el espíritu.
Para ellas, “madres devoradoras de la danza moderna” y sus epígonos, son otros los rumbos por donde debe transitar el entrenamiento del danzante. A partir de referentes distintos, jerarquizando puntos de vistas, sino diferentes, al menos distópicos en ciertas zonas, sus maneras de concebir el aprendizaje corporal, la presencia escénica y la coreografía van a establecer vasos comunicantes con miradas primitivas. Miradas no del todo legitimadas por el discurso reinante, visiones que se apartaban de la verticalidad, inmaterialidad e irrealidad del ballet clásico. Va la danza moderna a regresar a las fuentes arquetípicas del ser, a la materia de que están hechos los dioses.
Procurará esta nueva manera de concebir el comportamiento corporal y escénico, una vuelta al tiempo festivo que recobra y celebra la existencia. Contraer y relajar, caer y recuperar, oposición luz y sombra, siempre a partir de la respiración serán los requisitos. No por azar, sino porque así lo demanda la propia existencia.
El niño descubre poco a poco su cuerpo y la manera de utilizarlo, en la relación con la madre, después en el espacio, él se supera para sentirse sujeto en el mundo, adquiriendo automatismos. El aprendiz danzante, está obligado a (re)descubrirse, a explorarse vértebra por vértebra, articulación por articulación, en cada músculo y partes de su soma. El instrumento de su juego es su propio cuerpo, debe él entonces, acrecentar sus virtudes, hacerse más flexible para obtener la maestría plena que contenida está en una corporalidad dilatada.
Miremos hacia la historia de la danza, del teatro o hacia la de las artes plásticas; del “dinamismo” (la libertad de los movimientos naturales) de Isadora Duncan, el “teatro pobre” de Grotowski (el actor prácticamente desnudo sobre la escena) al body art, veremos cómo el cuerpo no es más instrumento, sino que pasa a ser él mismo, el lugar de la creación. Entonces observaríamos la voluntad de regresar a la desnudez original del ser y a las fuentes arquetípicas del Hombre.
El espectador ve todo a primera vista sobre la escena, un personaje en tres dimensiones, Charlot, Giselle, Hamlet o el Príncipe Constante. Él mira una silueta, una apariencia exterior dinámica en situación; después verá la manera en que esta apariencia ocupa el espacio, la relación con los demás personajes, posiblemente el rostro; luego los gestos ligados a la acción y a las actitudes. Su atención va desde el lenguaje verbal al cuerpo que se inscribe en el espacio y a la coreografía construida por los desplazamientos de los danzantes. Pero, ¿por qué algunos cuerpos se hacen más presentes que otros? ¿Por qué acaparan ellos el interés en detrimento de otros? Ni más bellos ni pintorescos, simplemente, son portadores de una energía bajo la cual deciden y están resueltos a afirmar su presencia.
Diferentes sistemas de entrenamientos buscan favorecer la decontracción, la concentración, el ritmo, la ligereza, la resistencia. Estas prácticas reafirman y reforman un cuerpo a veces desnaturalizado por los hábitos sociales (a pesar de no poder siempre borrar totalmente las conductas primarias. Se trata de eliminar los bloqueos o remediar las pérdidas, pues en Occidente, a menudo, se aprecian quebrantos de ciertas aptitudes o disposiciones corporales en los niños, dispositivos más bien estimulados en Oriente o en África.
Aprende se dice en japonés taitoku-suru (aprende por el cuerpo). En India, el maestro de Kathakali no habla, sino que muestra lo que necesita hacer, o bien él masajea o hace mover el cuerpo de sus discípulos. En África, el niño descubre por medio de su cuerpo las fuerzas vitales de la naturaleza, él aprende cómo captar las energías.
El danzante sabio, con su arte, nos enseña un mejor conocimiento del cuerpo, nos invita a liberarlo de los fastidios, las coacciones. Al tiempo que conmina a liberarnos de los fenómenos psicosomáticos, a luchar contra los aprendizajes fallidos. Todo lo que apunta a cargar el cuerpo “mal aprendido” es en esencia revolucionador. Y toda voluntad de revolución pasa por el cuerpo. Las lecciones de Feldenkrais a “la atrofia” europea o de Augusto Boal a “lo oprimido” latinoamericano, ejercitan cada una las maneras de desarrollar las personas e imponerse mejor, los unos frente a los espectadores, los otros en sus combates cotidianos frente a la sociedad.
Si bien la danza moderna postula sistemas de entrenamientos, de aprendizajes y comportamientos escénicos inéditos en la historia de la danza (entiéndase interpretación, lenguaje coreográfico, etc.), sus principios también (como en la danza académica) caerán en un sistema cerrado, codificado. La noción de llamarla “moderna” no satisfizo a sus autores (Martha Graham nunca aceptó que se calificara su arte de ese modo). Sin embargo, se sabe lo que el término refiere a “una forma de espectáculo coreográfico inventada a comienzos del siglo XX, que significó una ruptura con la danza clásica” (o, académica, como prefieren algunos teóricos en nuestro contexto).
De la misma forma y tampoco por azar, a finales de los años sesenta del pasado siglo, en los círculos intelectuales norteamericanos se empieza a escuchar el término “danza postmoderna”. Serán tiempos de cambios, de negaciones, anarquías y nuevos manifiestos. Solo que la realidad será mucho más inasible.
Para los historiadores, será el bailarín y coreógrafo norteamericano Merce Cunningham quien señalará la frontera histórica entre la danza moderna y la postmoderna. Se dice que con su arte aparece la contemporaneidad en la danza. Maneras de tramar el movimiento, el comportamiento y la fabulación procedentes de la impronta de Klee y Kandinsky en las artes visuales, pero que (siendo consecuentes con la historia) tienen su génesis en Nijinski y La consagración de la primavera, en Fokine y su Muerte del cisne, etc.
Cierto es que con los principios técnicos de Cunningham, con su visión des-centradora del cuerpo y el espacio: expresividad de las extremidades periféricas, docilidad de la columna vertebral, lo causal como material gestual y coreográfico (que encuentra enunciado en los llamados events), etc., marcará un paradigma. A partir de él, la danza pierde la condición de sistema para convertirse en problema. El arte de Merce Cunningham refleja muy bien el problema, ahora las sucesivas generaciones de maestros, bailarines y coreógrafos han tenido que redefinirse ante el genio norteamericano de la segunda mitad del siglo XX, ya sea tratando de prolongar su obra o, por el contrario, oponiéndose a su estilo y estética.
La impronta histórica de Cunningham en la danza toda (me atrevo a sostener que la mayor parte de los coreógrafos contemporáneos sin distinción de géneros, tienen en él, un punto referencial; incluso en Cuba donde su “abstraccionismo” no fue absorbido de inmediato) ha favorecido la aparición y propagación de maneras (muchas) de concebir el entrenamiento, la clase de danza, la interpretación y la coreografía en la contemporaneidad, hoy en día.
Dentro del amplio vocabulario de aprendizajes y trainings usados por los danzantes en la actualidad, el contact improvisation ha devenido (el) método que, desde sus comienzos en los años setenta en los Estados Unidos, generado principalmente por el trabajo de investigación de Steve Paxton, ha servido de plataforma inventiva en lo adelante.
Tratar de definir esta modalidad sería un contrasentido, pues cerraríamos un perfil que su esencia es el cambio y constante transformación: la alimentación de un estado de conciencia en donde la intuición y el “estar presente” toman el rol protagónico. Danza no sujeta a modelos ni estructuras fijas, donde la forma está viva y los danzantes están prestos para desafiar lo nuevo, lo que no se sabe. Ninguna forma como runa, ningún límite como meta.
Es a partir del contact improvisation donde se traman otros entrenamientos contemporáneos que buscan dilatar las posibilidades expresivas del cuerpo y activar la capacidad de respuesta y reacción kinética. La accumulation de Trisha Brown (que va más allá de un dispositivo coreográfico, al trabajar la manipulación de la memoria y cualidad técnico-corporal), el método Feldenkrais, las técnicas Alexander, Leder, el release o el fly lower, etc., pasando por los principios de la Eutonía como herramientas metodológicas que posibilitan la recuperación de la fluctuación del tono, estimando:
- La toma de conciencia de la piel
- La experiencia del volumen del cuerpo (espacio interno, tridimensionalidad)
- La toma de conciencia ósea
- El contacto consciente (conciencia del espacio, magnetismo del individuo)
- La experiencia del transporte (reflejo consciente del enderezamiento)
- Repousser (rechazar-empujar)
- Los movimientos (activos y pasivos)
- Las posiciones de control (secuencias que permiten evaluar la flexibilidad muscular)
- El propio movimiento eutónico
- Las vibraciones (vocales y óseas)
Si bien, de alguna manera (tanto estos principios metodológicos como la esencia del contact improvisation y otras formas de trainings) van a insuflar un valor pedagógico y artístico, pues se trata de vivir las experiencias propias del danzante, del alumno, del aprendiz de danza; oportuno es que maestros y discípulos, coreógrafos y danzantes, prácticos y teóricos, sigamos apostando por maneras más específicas (funcionales) de acercarnos a la danza desde esa “idea interna de su ser”.
Pretender legitimar una forma sobre otra, o sea, la danza moderna sobre la contemporánea o viceversa, sería una falacia. Aunque en la segunda se persiguen otras rutas que en la primera se “ignoran”, es porque “el ser humano tiene una necesidad inherente de construcción, como el pájaro que construye su nido. La danza contemporánea satisface esta aspiración fundamental.”[1]
Justo ahora, en pleno apogeo de la tecnología y la informática, cuando el cuerpo se anula para privilegiar valores, zonas o hipervínculos otros, qué sentido tiene cerrarse a las más atrevidas prácticas y maneras de dilatar las posibilidades comunicacionales del cuerpo en juego. Sí, el de un danzante que cada día más tiene que estar abierto desde su kinestructura a reinventar las categorías convencionales con que opera la danza contemporánea: forma (frame), modo de representación, estilo, vocabulario y sintaxis ¿Qué sentido tiene cerrarnos a los cambios y también a los progresos, a la memoria, a la tradición? Fugazmente, ante la variedad de poéticas, antojos y tendencias de “ser-en-danza”, reafirmaría que la danza (sea cual sea, poéticamente hablando) restituya su función de “vínculo entre la tierra y el cielo”. Danza, viajando hacia esa idea interna de tu ser, aun hoy en pleno y variopinto siglo XXI, no dejes que tu(s) cuerpo(s) olviden bregar entre lo bruto y lo sutil, y a través de ti, sanar y dirigir la vida.
[1] Susan Buirge en “Invitada del mes”, entrevista en revista El Correo de la UNESCO, junio 1998.