Por Norge Espinosa Mendoza
Tras la noticia de su fallecimiento, rescato esta breve entrevista que hiciera al maestro del diseño escénico cubano Eduardo Arrocha, quien fuera además amigo, vecino y un referente siempre cuando se hablaba de lo mejor de nuestra escena. Su desempeño abarcó prácticamente todas las expresiones de las artes escénicas, y se extendió al cine, la televisión, y pudo ser elogiado tanto en Cuba como en el extranjero. Versátil, riguroso, dueño de un exquisito gusto, de un trazo inconfundible, fue además un caballero: el Caballero del Diseño, como me gustaba decirle. Lo extraño ya, en alguno de nuestros encuentros en las calles de Alamar, o en las conversaciones que tuvimos en su casa, cuando aún vivía su inseparable María Elena, y cuando ella ya no estaba, pero seguían sucediendo las visitas, sobre todo si Ramiro Guerra se acercaba a este punto del otro lado de la bahía. Escribí sobre él en varias ocasiones, y siempre fue un placer hacerlo, tanto como acudir cuando me dejaba por debajo de la puerta algún recado, o para confirmar un dato de su extensa trayectoria. La entrevista que aquí aparece fue hecha en el año 2011, en su casa, a petición del crítico de arte Abelardo Mena, para su blog. Vuelvo a recomendar aquí, antes de dejar que su voz reaparezca ante nosotros, el libro Palabra de Diseñador, que le dedicó la periodista Estrella Díaz y donde el ser humano talentoso, extraordinario e inolvidable que fue Eduardo Arrocha, se deja ver de cuerpo entero.
En la historia viva del diseño escénico cubano, nadie podrá negar el liderazgo y el respeto que poseen María Elena Molinet y Eduardo Arrocha. Ganadores ambos del Premio Nacional de Teatro, representan una manera de hacer que ha obtenido múltiples lauros y condecoraciones, y también la continuidad de una tradición recibida de maestros como Andrés García o Rubén Vigón. Para Eduardo Arrocha el teatro, la danza, el mundo del cabaret, son planetas bien conocidos. Cerca del mar, en la zona este de la Habana tan suya, habla de su carrera, con la humildad que suele, también, acompañar a los verdaderos maestros.
Arrocha, cuenta tu biografía que siendo aún alumno de la Academia de San Alejandro, con solo 24 años, te fuiste a la aventura de un viaje por Europa. Allá admiraste las obras maestras que hasta entonces no conocías sino mediante reproducciones. ¿Esa revelación influyó en tu decisión posterior de convertirte en un artista del diseño?
Como dice la canción, las imágenes que tengo en la memoria de ese viaje son tantas que se agolpan unas a otras. Conocer ciudades que ya de algún modo me eran familiares, como Venecia y Roma, fue un verdadero descubrimiento. Encontrarme a esa edad frente a un Botticelli me marcó, y todavía hoy, a la cabecera de mi cama, hay una reproducción inmensa de la Flora de Botticelli.
Pero había algo más. Me estremeció estar en un museo, en un palacio, en una avenida por la cual tú sabías que habían caminado esos mismos artistas y tanta gente. Ir al Prado y ver otros iconos, como Las Meninas, de Velázquez e imaginar que yo estaba parado en el mismo punto donde él pudo detenerse ante su cuadro, son cosas memorables. Oír una misa cantada en el Vaticano, o visitar la ciudad Brujas para entrar a la pequeña iglesia y descubrir allí un pequeño Miguel Angel, son cosas que te marcan en la vida y que han dejado huellas en el diseñador y el hombre que he sido después.
Si el impacto de las grandes obras fue tan profundo, ¿qué sucede a tu regreso que transitas del mundo tan intenso de la pintura al mundo, más pequeño, que era esa Habana teatral de los años 50, para convertirte de manera definitiva en un diseñador?
Ese ámbito no me sedujo de manera inmediata. Había regresado de Europa, mi padre me había hecho en casa un estudio con ventanas de cristales, como esos que se ven en las películas o en La Boheme, y llegué pensando que sí, que sería pintor. Empecé a preparar los lienzos, los óleos, pero de pronto hubo un momento en el que algo se rompió, interiormente.
Y también felizmente. Detecté lo que sucedía, y era que ya a esa temprana edad, yo tenía el conocimiento de que no sería un pintor. Me desenvolvía bien dentro de ese ámbito, tenía premios y reconocimientos, pero tuve esa impresión a una edad crucial: los 25 años. En ese momento, el destino me lleva a conocer el teatro de Andrés Castro en la sala Las Máscaras, donde María Elena, mi esposa, era estudiante como actriz. Es ella quien me pide -que para una fiesta de fin de año- que realizara los diseños. Por intuición y con dos o tres libros de la historia del traje que me sirvieran de ejemplo, reconstruí un poco el París del 1888 en El sombrero de paja de Italia.
Andrés Castro quedó tan complacido con esos bocetos que los expuso en el lobby del teatro. Andrés García, el diseñador oficial del grupo, los ve y pregunta que quién era ese otro diseñador que él no conocía. Le dicen: “no es diseñador, es un pintor”. Y él respondió con una frase lapidaria que llevo conmigo siempre, en lo más profundo de mi aparato cardiovascular: “No, el no es un pintor que diseña, es un diseñador que además puede pintar.” Y así empezó una carrera que desde entonces abarca la danza, el ballet, el teatro, el mundo de las variedades, y llega hasta hoy.
No tenías una experiencia previa en el trabajo de diseño para la escena. ¿Quiénes, además de Andrés García, fueron tus referentes en esos primeros pasos?
En ese momento, había un grupo de diseñadores como Luis Márquez, María Julia Casanova y Andrés, pero mi formación se la debo esencialmente a Rubén Vigón. Tuve su guía no solo en el punto de vista artístico sino también en lo profesional. El nos enseñaba qué cosa específica era un diseñador, cuál es su compromiso con un público, y su ética.
Era un conglomerado de enseñanzas el que nos dio verdaderamente grande; yo no había recibido en San Alejandro algo así, tal vez con la excepción de Carmelo González, que me enseñó mucho a dibujar y Agustín Fernández que daba clases particulares, y me ayudó a dominar la composición. Portocarrero me enseñó a trabajar el uso del color, y fue quien me dijo: ésto desaparécelo, esto no tiene sentido; un aprendizaje que me ayudó mucho.
Y en cuanto a lo que me preguntas sobre el referente, tengo que mencionar a Rafael Mirabal, que en verdad es uno de los diseñadores más brillantes de cuantos hemos tenido. También debo mencionar el binomio Oliva-Fernández, Raúl y Salvador, que estaban bien establecidos; siempre estuve muy al tanto de lo que ellos hacían, y cada vez que tenía una oportunidad les mostraba mis trabajos. Esos fueron mis referentes. No siempre compartíamos los mismos criterios, pero sí sentía un respeto por ellos que me parecía necesario mantener.
Conmigo había estudiado Rolando Moreno, otro excelentísimo diseñador radicado en Miami, y siempre sostuve con él una pequeña competencia. Hace poco lo vi. Cuando hablamos de esos tiempos con Vigón, me confesó que siempre se esmeraba en ser el mejor preguntándose con qué me iba yo a aparecer. Yo hacía exactamente lo mismo: preguntándome con qué iba él a aparecerse.
En exposiciones recientes que han permitido que apreciemos mejor tu obra, se destaca enseguida tu obsesión por el detalle, el buen gusto con el cual están realizados tus bocetos. ¿Por qué ese cuidado tan minucioso? ¿Por qué, ya desde el boceto, insistes en impregnar con tu personalidad ese dibujo, haciendo de eso algo más que un punto de partida para la confección de un vestuario?
Desgraciadamente, en Cuba, la mayoría de los diseñadores no se expresa con una factura plástica. Hay muchas razones para eso: algunos no llegaron con una formación previa, se hicieron a sí mismos trabajando. Otros momentos han sido de una gran penuria en los materiales, no puedes hacer ese boceto tan detallado que tú reconoces si no tienes el soporte adecuado para llegar a eso. No tienen que ser temperas o acuarelas de gran calidad, pero sí tienen que tener una dignidad que te permitan expresarte con todo tu talento.
La mayoría de los diseñadores obviaron ese momento que para mí es tan importante. Los seis años de formación académica, más los tres años previos de dibujo que había hecho en Guanabacoa, mi villa natal, incidieron mucho en mi comportamiento a la hora del diseño. Ello te ayuda en la composición, en la caída de un paño, a lograr un escorzo, y te da una capacidad para caracterizar ese diseño. He trabajado con directores que comentan que ya en mis bocetos se puede ver cómo va a quedar el traje, o la escenografía, de modo integral, porque hay quienes saben leer incluso hasta en los apuntes más desmañados de un diseñador cuál será el futuro de ese boceto. Me han dicho eso, pero tampoco sabría hacerlo de otra manera. Incluso para trabajos que he hecho por necesidades económicas no consigo hacerlos mecánicamente. Pasados los primeros bocetos – hechos de manera más febril, para salir rápido de esos encargos- tengo que romperlos para empezar a buscar mi propio modo de concebir la imagen. Ya son cincuenta años trabajando así, parece que no me ha ido del todo mal.
Recientemente Ramiro Guerra expuso las fotos, diseños y programas de su período al frente de Conjunto de Danza Moderna (1959-1971). Ahí salieron a la luz tus bocetos para sus coreografías. De tu gusto por lo barroco, por el arte renacentista, pasabas en esos diseños a experimentar con el pop art y otras tendencias contemporáneas. ¿Cómo logra Eduardo Arrocha ser todo eso, y no perder nunca su identidad?
He tratado de no anquilosarme. Me identifico mucho con el Renacimiento y el Barroco, no solo por la riqueza plástica, sino como concepto, y han sido para mí determinantes. El estudio de esas épocas me ha sido esencial, y así decidí diseñar una Giselle emplazada en el Renacimiento alemán.
Dos meses después debía hacer un trabajo que se desarrollaba en un solar habanero, y yo sabía que podía guardar esas imágenes que usé para el ballet en una gaveta, a la espera del momento en que volvieran a ser útiles. Y emprendía ese nuevo proyecto, que podía ser para el Teatro Martí, con la misma acuciosidad con la cual me había metido en aquel ámbito renacentista. Para La Chacona, que fue ese montaje, me fui con un excelente fotógrafo, cámara al hombro, por los solares de La Habana, buscando las cosas que me interesaban para mi escenografía, y hoy esas imágenes son una referencia de la ciudad.
El Barroco siempre asoma la oreja en mi trabajo. Ramiro Guerra era uno de los pocos hombres de teatro que, antes de comenzar cualquier proyecto, hacía un trabajo serio de investigación, muy exhaustivo. En ese momento Ramiro proyectaba el “Decálogo del Apocalipsis”, y vivíamos el mundo del pop, de los hippies. Consultamos muchas imágenes. Ahora los veo y me digo: en el 70 ya me estaba planteando cosas adelantadas, y lo asombroso ha sido ver cómo todo eso ha confluido para que hoy podamos hablar de ese estilo que dicen que me identifica.
Durante cincuenta años te has ganado el respeto de técnicos, artistas, tramoyistas, gente del teatro todo. Has diseñado y creado mundos con telas, gasas, y hasta cartón, como en Escándalo en La Trapa. ¿Cuál es el secreto de tu personalidad, incansable y versátil?
Dicen los curadores de la Galería Raúl Oliva que (según sus estadísticas) he diseñado más de 460 puestas en escena; si no es un récord es un buen average. Creo que trabajar y poner todo lo que uno es y ha sido en cada empeño es esencial. Solo así lo que hacemos se parece a nosotros. Tal vez, por esa entrega y ese rigor, tengo el cariño y el respeto de tantos actores, bailarines, técnicos. No puedo traicionarme, haga lo que haga termino buscándome en cada boceto. Así es que he hecho esos diseños con cartón, un material tan poco dúctil, en Escándalo en La Trapa. Y todavía sigo haciendo, preparándome para todo lo que vendrá.
Foto: Cortesía del autor