Por Vivian Martínez Tabares
La vida de un actor es una suerte de summa de caracteres, sentimientos y rasgos, que quedan como huellas de cada uno de los papeles que interpreta y asume a lo largo de su trayectoria, y que pasan a formar parte de su biografía de modo tan vívido como los accidentes más significativos, el nacimiento de un hijo o la pérdida de un ser querido. En un acto de fe por la profesión, Carlos Pérez Peña ha querido develar el lado oculto de su historia escénica con el unipersonal Como caña al viento y regalarnos una glosa singular de sus dotes, al reunir, no un muestrario de fragmentos de diversos roles –algo que suele ser habitual y hasta manido tras propósitos semejantes–, sino una selección de poemas y canciones, capaces de convocar la maravilla que sólo resulta de una eficaz combinación de amor, inteligencia y sensibilidad.
Descubrí el espectáculo una noche de 1998, en la terraza de la Fundación Ludwig, con el cielo estrellado como fondo, y entonces me deslumbraron la combinación de versatilidad y sencillez de la propuesta, su eficaz estrategia para mover resortes sentimentales y saber llegar justo al límite de la emotividad sin conceder a la sensiblería, y su exquisito gusto para escoger versos y melodías, palabras y sonoridades, reveladoras de un entrañable sentido de la identidad para apropiarse de lo mejor de la tradición musical y literaria. Pero poderlo apreciar un año más tarde en el contexto que le diera vida, y que soporta el trasfondo creativo de cada pasaje, fue como una apoteosis para los sentidos, una fiesta para la recepción.
Compartir la experiencia de espectadora de este singular “recital”, en la sala de ensayos de La Macagua, sede del Teatro Escambray, con el resto de los participantes en el Taller Teatro y Nación en noviembre pasado fue una de esas contadas marcas que quedan del teatro en nuestra memoria. Porque uno podía adivinar como el espacio cerrado del salón, la capa, el taburete o la silla de café estaban cargados de la historia teatral de Carlos dentro del grupo, y como tras los biombos, convocados por las gradaciones interpretativas que derrochaba el actor asomaban las figuras del beato Moisés de El paraíso recobrao, el bandido de El juicio, el campesino de La vitrina, la atmósfera simbólica y austera de Accidente, el robotizado director de escuela de Molinos de viento, y el frustrado pintor de cisnes de La paloma negra.
La fugacidad del tiempo transcurrido, la poesía como un modo de atrapar el recuerdo y como un espacio de resistencia irrenunciable; la sensorialidad que percibe la luz o el color y los traduce en formas artísticas; la conciencia de un legado que se entrega para seguir mirando adelante y que advierte que “es necesario hacerlo todo bien”, animan los poemas extraídos del libro Los días de tu vida, de Eliseo Diego, como “El viejo payaso a su hijo”, de donde elige el verso que da título al espectáculo. El conjunto poético y dos parlamentos de Perla marina, de Abilio Estévez, estructuran el itinerario textual del actor, apoyado por notables exponentes de la música cubana que propician sus transiciones de la arcadia evocada por la décima anónima o la canción guajira “La sitiera” de Rafael López, al triste misterio de “No quiero que me odies” de Bola de Nieve; de la intimidad sensual –nocturnidad, iluminación roja, cigarro humeante– con que recrea “Falso brillante” al rotundo soneo de “Quirino” con su tres, de Guillén y Emilio Grenet; del desvarío por la pérdida que rezuma “Se fue” de Raúl Torres, al jolgorio de la guajira rescatada de la puesta de Ramona por allá por los 70, o la más reciente serenata de Los equívocos morales; de la inflamada búsqueda expresiva de Silvio Rodríguez en “Quién fuera” a la complejidad tonal de “Tardes grises” de Sindo Garay.
Al saborear textos y melodías bien dichos y bien cantados, esta vez me resultó inevitable repensar la afirmación del actor, escuchada poco antes en una sesión del Taller, cuando confesara que los fundamentos éticos de su vida en el teatro comenzaron con los Camejo en el Teatro Nacional de Guiñol, se consolidaron en la experiencia de laboratorio de Los Doce, junto a Vicente Revuelta, y fructifican en el Teatro Escambray. Y repasé también otra alusión anecdótica: la narración de como llegó al grupo casi por azar, cuando cerrado el experimento efímero que fuera Los Doce y negado a regresar a la rutina, optó por integrar el entonces nuevo proyecto, y fue aceptado en medio de reservas e inseguridades, para convertirse poco después en el actor imprescindible de casi todos los elencos, en la cabeza del Frente Infantil, y mucho tiempo más tarde, por esas paradojas de la vida, en un decisivo puntal para la supervivencia del colectivo en los años más difíciles. Y para que ahora, desde la entrega honesta y la creatividad sobre el escenario nuevamente se incline frente a nosotros, como caña al viento, conjure la inercia, el estancamiento y el inmovilismo, y nos contagie de fe en el sentido de humanidad que siempre podrá revivir el teatro.
Publicado en La Gaceta de Cuba, a. 39, n. 1, ene.-feb. 2000, p. 58.
Foto de portada: Ernest Rudin / Cubaescena