Por Marilyn Garbey Oquendo
Considerado uno de los grandes intérpretes de nuestro país, Carlos Pérez Peña es una referencia ineludible en nuestro quehacer teatral. Su talento y generosidad marcan su trayectoria en el Guiñol Nacional, Conjunto Dramático Nacional, Los Doce, Teatro Escambray, Mefisto Teatro. Hoy, a sus 85 años, sube al escenario de la sala Llauradó con La excepción y la regla, obra de Bertolt Brecht, último montaje de Alexis Díaz de Villegas para el grupo Impulso Teatro.
¿Qué reacciones provocaba el grupo Los Doce, una experiencia de teatro laboratorio, en la Cuba de 1969?
Te puedo decir, con toda sinceridad, que nosotros no tuvimos ninguna impedimenta para trabajar. Trabajábamos en lo que es hoy la Casa de Cultura de Plaza, la dirigía Lisandro Otero y nos dio un tabloncillo que había arriba, nadie se metía con nosotros. Entrábamos allí a las ocho de la mañana y nos íbamos a las ocho de la noche, cerrábamos la puerta pero afuera se escuchaban los gritos, los toques de tambores batá. Entre nuestros colegas se crearon muchas leyendas sobre nosotros, algunas muy simpáticas y otras atroces. Hubo un momento en que decidimos que debíamos abrirnos, que no podíamos seguir encerrados y decidimos mostrar las improvisaciones de Peer Gynt ante el público. El 99% de la gente que iba a vernos era gente de teatro. Era en los sábados por la mañana y la gente iba viendo cómo aquello iba avanzando hacia donde fuera, algunas cosas se eliminaban, otras se perfeccionaban. Después se debatía con el público. A veces la gente veía cosas muy cercanas a las que teníamos nosotros, se trabajaba mucho con imágenes.
Ese proceso terminó en el que momento en que las cosas podían ponerse malas en el grupo, porque Vicente entró a otras gentes y creo que eso no fue bueno, creó un grupo anexo con actores mucho más jóvenes y en el montaje de Peer Gynt estábamos todos juntos. Cuando se terminó Los Doce, Vicente hizo una selección y entre la gente que eligió porque quería seguir trabajando con ellos en Teatro Estudio estaba yo, y estaba Flora Lauten. Ella y yo nos sentíamos muy comprometidos con aquella experiencia que sabíamos había cambiado nuestras vidas, nos dijimos que no podíamos virar para atrás, queríamos buscar un lugar donde si no se hacía lo mismo que habíamos intentado hacer, al menos que el trabajo tuviera un sentido coincidente, o que no fuera el mismo trabajo que habíamos hecho en otros años. Pasó algo interesantísimo, cuando el grupo Los Doce se disolvía, abajo, en otro salón, se estaba celebrando el Primer Seminario que hacía el Grupo Escambray, como se llaman las reuniones de análisis del trabajo del grupo.
Quiero que recuerdes a los espectadores del Teatro Escambray en sus primeros años
Lo del público era extraordinario, sobre todo los de La vitrina. Llegábamos a un lugar donde no había electricidad y llevábamos la luz con los faroles chinos de aquella época. La estética de los cuentos se basaba en el trabajo con los faroles, era un ritual encenderlos. Cuando encendías el primero el lugar se empezaba a llenar de gente. El estreno de La vitrina fue en El bebedero, donde estaba el albergue en que vivíamos. Aprovechábamos el ángulo del patio de un bohío y el público se colocaba en semicírculo, alrededor de ese ángulo. La función se hizo sobre las ocho de la noche y la obra no era de larga duración, duraría poco más de una hora. Calculo que a las 9:30 pm ya se había terminado y que sobre esa hora comenzó el debate que siempre hacíamos. A las 12 de la noche el debate continuaba y entonces decidimos terminar a esa hora porque allí había gente que se levantaba a las tres de la mañana. Como ellos querían continuar la discusión, como había asuntos de la obra que ellos no entendían y querían averiguar, le propusimos continuar al otro día.
Una de las leyes que regían los debates es que nosotros no respondíamos nada, las respuestas las debía encontrar el público, aunque preguntaran qué quería decir el traje que el actor llevaba puesto no podías responder, esa pregunta volvía al público y alguien de ellos debía contestarla o entre todos ir despejando esa incógnita. Les propusimos que, si querían, al otro día volvíamos a poner la obra y seguíamos discutiendo. Creo que eso fue un hecho único en la historia del teatro: poner la misma obra para el mismo público a petición de ellos.
Así se inició la gira de La vitrina por la zona donde debía asentarse el plan lechero, una zona llana que iba desde Cumanayagua hasta las cercanías de Santa Clara, recorrimos toda esa zona y cada noche poníamos la obra. En cada lugar que llegábamos la idea que tenían los campesinos del plan lechero era diferente, así que reaccionaban de manera diferente. Una noche un hombre interrumpió la obra para hablar con los personajes, no para hablar con los actores. Eso nos cogió de atrás para adelante, no nos imaginamos que eso iba a pasar, siempre pensamos que la comunicación con el público era muy buena y que el debate final era suficiente. Cada noche analizábamos la función que habíamos hecho, se analizaba desde el lugar elegido para hacer la función hasta cómo se había conducido el debate. Esa noche, al llegar al campamento, Albio Paz dijo que había que aprovechar la irrupción del espectador y reescribió esa escena donde nos habían interrumpido con la idea de provocar al público para que se animaran a entrar a la discusión que tenían los personajes.
¿Fue útil el entrenamiento de las anteriores experiencias teatrales para dialogar con los nuevos públicos?
Yo no sé qué decirte, tal vez yo estaba preparado para eso porque, realmente, yo no tuve ningún conflicto con el entrenamiento. Al entrar al Escambray una de las cosas que hice fue hacer el entrenamiento de voz que había hecho con Los Doce, junto a Flora. En Los Doce también habíamos hecho un entrenamiento físico muy fuerte con Ramiro Guerra, con Elfrida Malher, con Santiago Alfonso, con Guido González del Valle. Era algo extraordinario el hecho de que en esa época todas las disciplinas estaban mezcladas. Para la gente de teatro de entonces asistir al estreno de Loipa Araújo como bailarina era algo sobre lo cual no había la menor duda, no te podías plantear el no ir. Y ellos eran igual con nosotros, con los músicos, eran tus amigos y había que ir. Había gran interrelación entre los artistas de las artes escénicas y los de las otras manifestaciones.
En el momento en que ustedes llevaban el teatro a nuevos públicos en el lomerío, en La Habana ocurría la tristemente célebre parametración. ¿Esa aberración llegó al Escambray?
No, no llegó. Eso fue difícil, y lo que se heredó de ese proceso fue terrible. Las obras del Escambray tenían gran repercusión social porque artísticamente eran válidas, si hubieran sido panfletos o mamotretos no hubieran tenido tanto efecto. Todo el mundo supo que Fidel había ido al Escambray y había visto La vitrina. Eso era muy contrastante con lo que pasaba en La Habana. En el 76 ya se había detenido el proceso de parametración, aunque ya el daño era irreversible, mucha gente estaba de vuelta a sus trabajos. Trajimos La vitrina y El paraíso recobrado a la sala Hubert de Blanck. La respuesta de la gente de teatro fue muy agradecida y reconfortante. Después de haber pasado por ese proceso el volver a sentir el afecto y la aceptación de los compañeros del gremio fue importante, pero después se decía que la herencia del Teatro Escambray era algo sin valor.
¿Por qué Fidel vió La vitrina?
En el primer año de vida del grupo fue fundamental el papel de un dirigente político, Nicolás Chao. Antes de la división político administrativa el Escambray se llamaba Región especial del Escambray, era como un territorio autónomo en atención a lo que allí había ocurrido después del triunfo de la Revolución, como la lucha contra bandidos que dejó grandes secuelas de destrucción y de separación entre familias. Era una zona más atrasada con respecto a otras partes del país en lo económico y en lo social, la capital del Escambray era Trinidad. Chao era muy joven, más joven que la gente del grupo, y dotado de una sensibilidad especial. Cuando los teatristas llegaron allí, él vislumbró la posibilidad sumar a ese grupo a su proyecto social. Lo que se logró con las entrevistas que hicieron los actores y con las obras que se pusieron no lo consiguió ningún político, en el sentido de lograr que se discutieran los problemas en la comunidad. Chao, que era de los defensores de la obra, le habló a Fidel sobre ella. Después de varios anuncios, llegó Fidel. Ese primer encuentro, donde vio La vitrina, no fue en La Macagua, fue en Trinidad, en la Laguna del Táger. Comimos con él y allí lo escuché hablar de sus ideas sobre la propiedad de la tierra, por eso le interesaba la obra, que trata sobre quién es el dueño de la tierra. Después de ver la obra lo que bajó fue muy grande. La encontró perfecta para sus planes. La zona donde se edificó el primer pueblo del plan lechero se llama La vitrina y el plan lechero se llama La vitrina porque Fidel dijo que debía ser la vitrina donde los campesinos de Cuba vieran como sería el futuro del campo cubano. Por eso la obra se llama La vitrina.
¿Cómo definirías tu trayectoria en el teatro?
Yo creo que ha obedecido a una vocación de servicio. Hubo un momento de mi vida en que sentí que las ilusiones de hacer televisión, de hacer cine, de ser reconocido y famoso -no desprecio la fama, es una aspiración tan honesta como cualquiera- se desvanecieron. No sé si fue un proceso o si ocurrió en un instante, me di cuenta, sin que pensara que debía renunciar a algo, porque yo no renuncié a nada que no quisiera, que mi vocación era esa: ser algo más que ese alguien que entretenía al público, quería ser un estímulo para el espectador, ayudar a la gente a pensar. Donde más se produjo ese hecho fue en mi estancia en el Teatro Escambray, pero si pudiera hablarte de un punto de giro en mi vida diría que fue Los Doce, allí fue donde empecé a entender qué era el hecho de ser actor. Me encantaría hacer buenos programas de televisión, pero yo escogí otro camino, y no me arrepiento. Estoy satisfecho con mi vida.
En imágenes: La excepción y la regla. Fotos Sonia Almaguer.