Por Omar Valiño
En el reciente adiós a Mario Balmaseda, que compartí con el director cinematográfico Manuel Pérez Paredes, evoqué el encuentro en la Biblioteca Nacional entre Mario y Eugenio Hernández Espinosa. Ambos muy jóvenes, en medio del turbión revolucionario de 1959, definían el rumbo de sus vidas.
Apenas transcurrieron unos días y se nos murió Eugenio. Entre personas del teatro, como fueron ellos en grande, hablaríamos, sin dudar, del destino.
Lo cierto es que la vida, hasta en su final, los unió muchas veces. Los recuerdo juntos en La inútil muerte de mi socio Manolo, puesta en la Covarrubias por Silvano Suárez, antes de transmitirla por la televisión, luego aprehendida para siempre en el cine por Julio García Espinosa.
Los recuerdo en las vibrantes funciones de Alto riesgo, en Camagüey, cuando ya se despedía el siglo XX. Balmaseda era ya un actor venerado y Eugenio una de las más grandes firmas de la dramaturgia cubana de todos los tiempos.
Hernández Espinosa, con esa explícita vocación de su teatro, conminaba en aquellas piezas, y en tantas otras, como en Calixta Comité, a desaparecer todas las máscaras. Siempre quiso que el ágora quemara ante sus planteamientos sociales.
Lo consiguió mediante la agudeza con la que penetró sus paisajes temáticos, con la eficacia funcional de esa literatura para la escena, y con la elaboración de un lenguaje con carta de estilo. Le interesó la mujer y el hombre cubanos en la humanidad contradictoria, y a veces desgarrada, del proceso revolucionario. En general, el hombre y la mujer comunes, de estirpe popular. Los habitó con palabras que repetimos junto a sus inolvidables criaturas. Eugenio hizo estallar nuestro castellano con los giros propios de nuestras normas de habla, con su reinvención del léxico escuchado en la calle, atravesado de una honda filosofía y de un humor chispeante.
Abrió su obra a nuestra cultura de raíz africana para engrandecerla desde las bases de su sabiduría ancestral y desde su plena universalidad, como en Odebí, el cazador. Bajo esos preceptos, fue director escénico, con énfasis en una dramaturgia, suya o ajena, en culto al mar que nos rodea, como síntesis cultural de Nuestra América. De ahí su compañía de Teatro Caribeño. Entre sus montajes El león y la joya, de Wole Soyinka, resulta inolvidable.
Tuvo una especial mirada para la mujer, y la vindicó en medio de los entornos patriarcales y machistas. Sus personajes femeninos, con el arquetipo de María Antonia a la cabeza, y con Emelina Cundeamor, nos acompañarán siempre desde las tablas.
Tuve la dicha de estar cerca del ser humano y del artista Eugenio Hernández Espinosa. He sufrido su muerte en silencio. Pero la platea ardiente que deseó y construyó, hará viva su posteridad.
Fuente: Periódico Granma