Kid Chocolate: Poca Crema En El Bombón Cubano

"Kid Chocolate" se inicia de manera soberana: un percusionista suena el cuero de una tumbadora y canta una rumba guaguancó, se va encendiendo la expectativa hasta que aparece el actor escoltado por su cuidador que se sienta y se convierte en otro músico.
image_pdfimage_print

Por Roberto Pérez León

Todo boxeador, por muy pegador que sea, debe tener repertorio, saber combinar, trabajar abajo y arriba…
Kid Chocolate

Dicen que después de más de cuatro décadas de haber salido del cuadrilátero de las doce cuerdas, Kid Chocolate seguía recibiendo cartas en su casa de Marianao, cartas que llegaban desde cualquier lugar del mundo con solo poner en el sobre: “Kid Chocolate, La Habana, Cuba.”

Tuve la dicha de haber hablado con El Campeón, como todo el mundo le decía a Eligio Sardiñas Montalvo, un tipo encantador, con setenta años tenía el entusiasmo de los veinte, siempre con la sonrisa de oreja a oreja y la gracia que da la felicidad tejida puntada a puntada, sin temor a que le quiten lo “bailao”.

Estuve en su casa de Marianao toda una tarde, cuando le pregunté por qué le decían el “bombón cubano” se carcajeó con picardía adolescente, “deja eso, muchacho, lo mío lo sabe todo el mundo, anda por los periódicos de antes, ahora vamos a tirar una conversa sobre otras sabrosuras”; y diciendo eso selló todo intento de indagación periodística y nos pasamos la tarde en una bachata inolvidable.

Por supuesto, el hecho de haberlo conocido no ha intervenido en mi apreciación sobre la representación que acabo de ver en el Café Cantante del Bertold Brecht donde, a cargo del colectivo Estudio Teatral Buendía, se ha montado Kid Chocolate, un monólogo de Jorge Enrique Caballero.

No tengo por qué buscarle parecido físico al actor con el personaje real que está interpretando, para eso no es el teatro; sí lo es para que se establezca un convivio mágico entre la expectación y lo espectatorial, porque entre esa X y esa S en el universo ficcional tienen que existir coordenadas que hagan efectiva la simulación de acciones, y los espectadores puedan “asistir” a los acontecimientos escénicos.

Kid Chocolate se inicia de manera soberana: un percusionista suena el cuero de una tumbadora y canta una rumba guaguancó, se va encendiendo la expectativa hasta que aparece el actor escoltado por su cuidador que se sienta y se convierte en otro músico.

La música en vivo sostiene todo el tiempo al ritmo actoral; muy bien se conjugan los músicos con el actor pese a que el discurso coreográfico es muy pobre; las frases coréuticas no son verdaderamente danzarias, carecen de la debida plasticidad, no gozan de una proposición heurística, no son convites simbólicos que activen la percepción del suceso teatral; si algo no podía descuidarse en la puesta era la expresión de una sobresaliente partitura coreográfica, era casi una exigencia dado que Kid Chocolate fue un esmerado bailarín, en el cuadrilátero su presencia tenía carácter de acontecimiento escénico.

Eligio Sardiñas Montalvo, como profesional del hecho escénico que es en verdad el boxeo, vigiló incesantemente su expresión corporal; hay que destacar que fue un boxeador que pensaba el boxeo, pasaba horas mirando las películas de los grandes boxeadores. En el ring sobresalía la composición de su espacio gestual con una calidad escénica embriagadora para los aficionados que deliraban al verlo actuar en el pugilato.

Acompañan en escena a Jorge Enrique Caballero otros personajes que aparecen por desdoblamiento pero sin singularidades dramatúrgicas. Se evidencian obviedades y lugares comunes, sin dialéctica constitutiva resultan elementales imitaciones, caricaturizaciones; es que en un monólogo concebir situaciones de diálogo requiere de una dimensión subjetiva y un acontecer muy mesurado, donde intervengan mediaciones discursivas que no sobrepasen el vértice del texto espectacular.

Sin embargo, todo el tiempo el actor recurre, para hilvanar su discurso, a un ente evocadoramente fantasmático, constantemente se refiere a él, es como una suerte de muy atinada muletilla. Pero cuando se trata de poner en escena a Encarnación Montalvo, la madre, y a Pincho Gutiérrez, el mánager, la esquematización resulta poco estimable.

Kid Chocolate una puesta textocentrista pero el texto soporta carencias teatrales; se asienta en el monologismo, su estructura dramática está sostenida por lo semántico, lo icónico es secundario, circunstancial, perentorio, esto reduce en su inmanencia la posibilidad de exteriorización, de ser puesto en situación de representabilidad más allá de la verbalizaicón. En un monólogo no podemos sentir el texto dramático o texto lingüístico tal y como si estuviéramos leyéndolo.

Sabemos que el teatro no es solo texto, el teatro es, como lo definiera sólidamente Barthes, “un espesor de signos y sensaciones”, una especie de “percepción ecuménica de los artificios sensuales, gestos, tonos, distancias, sustancias, luces”. Siendo así, confluyen en el suceso teatral toda una serie de discursos que dan lugar a lo que se le ha llamado “texto espectacular”, lo que es ciertamente una puesta en escena, donde confluyen y se funden una serie indeterminada de códigos y lenguajes. Desde la escenografía hasta el gesto del actor estamos en presencia de textualidades a través de las cuales se alcanza la plenitud de la exterioridad que significa el teatro como fenómeno intertextual.

El texto lingüístico de Kid Chocolate se convierte en el reducido relato lineal de pedacitos de la vida de Eligio Sardiñas Montalvo, se abunda en lo biográfico superficial sin dejar ver al hombre pleno en sus contingencias, en su celo por vivir y ser más allá de haber sido el boxeo; el texto, luego de las citas familiares es una relación de peleas y por eso se convierte en rutinario y obviamente narrativo en su concatenación.

Completo y sin costuras Kid Chocolate es un mito, una leyenda, una atrayente fabula que no tenemos que reducir a un rosario de peleas y a la historia del buen hijo que cuando tiene éxito en la vida saca de la miseria a la madre y le compra un casón.

Eligio Sardiñas Montalvo: carismático, seductor, genial entre las cuerdas; mujeriego sin desgano, “las mujeres me gustaban tanto como el boxeo y entre estas dos pasiones compartí la vida”; trasnochador, ronero, bailador, picaresco, calavera; hipocondriaco: temeroso, cargando siempre de medicinas para enfermedades las más de las veces imaginarias; romántico: se rindió no solo a las mujeres sino que Gardel lo inclinó cuando le cantó en París “Rosas de otoño”; el derrochador, el rico pobre, el niño maldito, el de la vista de águila y la rapidez del rayo, el gentleman tallado en la más lujosa caoba.

Pero Kid Chocolate se empeña en contarnos una y otra vez las peleas. Y bueno, está bien, se trata de un campeón redondo; no hubo rincón en el planeta que no supiera que un negro cubano se había consagrado en el Madison Square Garden, la catedral del boxeo; aún sigue siendo uno de los pugilistas más grandes de cuántos haya habido: 160 combates profesionales con 145 triunfos, casi 50 nocaut, cinco tablas y sólo diez reveses, solo en dos ocasiones resultó noqueado; claro, él era el boxeo.

Jorge Enrique Caballero ha encarnado al mítico boxeador y desde el ángulo que lo ha hecho no le ha salido mal del todo, tiene posibilidades de despliegue de una logicidad actoral consecuente, sucesiva, es orgánico; no tiene que hacer esfuerzos en escena, de manera natural sentimos su presencia, no lo vemos como una ficción doméstica, todo lo contrario, su trabajo está soportado por una creencia evidente y eso es muy plausible. Lo que pasa es que en esta puesta no se ha orientado debidamente el ejercicio actoral; la esgrima de puños no es eficiente como acción constitutiva de la performance correspondiente en la mímesis o representación de Eligio Sardiñas Montalvo.

En Kid Chocolate la estrategia enunciativa se convierte en una reiteración gestual y verbal que resta potencia al personaje. Por momentos el actor sobrepasa al personaje y lo diluye, cosa esta que trastorna la dramaturgia global de la puesta.

La gracia y el desenfado que despliega Jorge Enrique Caballero en la representación de alguna manera  salva la puesta en escena y al final uno no sale agobiado de tanto ejercicio boxístico-actoral. Pero no siempre el actor logró oír a El Campeón que sabía que la cosa estaba en “tener repertorio, saber combinar, trabajar abajo y arriba”: fingimiento lúdico y ludicidad plena; resbalamiento de significaciones; conjugar símbolos que adquieran un sentido donde el imaginario se problematice; semantización y semiotización del significante como enigma descifrable y propositivo para la actividad espectatorial; significación consistente para una dinámica perceptiva que dimensione la teatralidad no solo desde lo físico.

La vectorización estético-artística es una de las fortalezas de una puesta en escena como sistema significante donde todos y cada uno de los subsistemas dirigen sus propuestas para afinar y afirmar los propósitos de la dirección; la diversidad de la dimensión subjetiva amplia el horizonte imaginal de la representación.

Últimamente he notado que en muchos montajes existe el “multioficio”, es una situación que se reitera, si el rumbo se intensifica no tendremos que graduar más dramaturgistas, dramaturgos, diseñadores en general, habrá que fusionar actuación con dirección, en fin…; y traigo a colación esto por fuera de la iluminación y la dirección general, que ya sabemos es honorífica la mayoría de las veces,  en esta puesta de Kid Chocolate, Jorge Enrique Caballero interviene en toda la gama de tareas posibles en el orden de la creación.

Es mucho con demasiado para un solo creador escribir, dirigir, actuar, diseñar lo mismo vestuario que escenografía y banda sonora, todo a la vez. Ya sabemos que quien mucho aprieta poco abarca.

Veo esta puesta de Kid Chocolate como un fervoroso homenaje a El Campeón, ojalá sirva para incentivar a los dramaturgos para miren hacia el deporte cubano y le saquen magníficas lascas teatrales.

Fotos Archivo del actor