Por Norge Espinosa
Cuando se estrenó a fines del 2008, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, de Rainer Werner Fassbinder, fue uno de esos espectáculos en el repertorio de Teatro El Público que marcó un indeleble punto de giro. La puesta de Carlos Díaz se aferró al sólido libreto que el director alemán también llevó al cine, a inicios de los años 70, y lo filtró a través de cuerpos masculinos y femeninos para ir más allá de lo que en un primer instante se vio como una reflexión amarga sobre las relaciones lésbicas.
El amor traspasa géneros, deseos, y puede ser una maquinaria devastadora cuando se desatan ambiciones y rencores, que nos exigirá «humildad, mucha humildad», para recuperarnos y sobrevivir a los golpes que vienen tras los abrazos y el ridículo al cual, como diría Pessoa, también puede reducirnos la ilusión de un idilio. Batalla, más que romance, entre hombres que son mujeres y mujeres que hablan y asumen actitudes de una virilidad engañosa, en un juego de espejos que no da respiro al actor o a la actriz que entren en esa dinámica tortuosa, y que al fin y al cabo, también, de ahí, nos entrega una lección que duele en su reverso de la belleza.
A tanto tiempo de ese estreno en Cuba, gestionado por la Embajada de Alemania, el Instituto Goethe y otras manos amigas, Petra von Kant regresa a la pasarela del Trianón anunciando una larga temporada. La buena noticia es que Fernando Echevarría volverá al papel, junto a otros intérpretes del elenco original, que regresaron o llegaron a esos roles para la reposición que se aplaudió en el Kennedy Center el pasado año.
La no tan buena, es que aún se retarda la fecha de la primera función, prevista para septiembre, mientras la sede de El Público recibe una reparación integral que ya necesitaba, y otros talentos se acercan a los personajes de Las amargas lágrimas de Petra von Kant, para integrar elencos sucesivos en lo que se proyecta como una extensa temporada.
En estos días paso una y otra vez por el Trianón, y ahí está Carlos Díaz en su elemento, ensayando de manera incansable, exigiendo estudio y concentración a los que alistan para asumir estos personajes terribles y despiadados, rompiendo los moldes y las convenciones, demandando una entrega sin la cual subir a escena sería dar una nota falsa.
Entre los que han llegado a aprenderse por vez primera esos parlamentos, hay quienes ya tienen un camino seguro, y otros que aún tendrán que perfilar más su trabajo, ir más a los subtextos, aprender, del diseño del montaje original, a calibrar miradas, intenciones, pausas, historias semicalladas entre las líneas de Fassbinder. Qué se dice y qué no se revela, qué es fingir y hacerlo con la elegancia con la cual se pasea un traje caro, sobre una pasarela no de moda, sino teatral. Cómo encontrar lo femenino en una historia tan brutal, en el fondo tan masculina, y aprender del detalle que encierra toda la información que nos explica por qué se puede actuar de modo tan cruel en un mundo en el que ya nadie, o casi nadie, se entrega sin algún recelo.
A quienes se arriesgan, les aconsejaría revisitar todo Fassbinder. Repasar lo que, en El miedo devora el alma, El año de trece lunas, Querelle, El matrimonio de María Braun, Mamá Kuster va al cielo, Verónica Voss, El amor es más frío que la muerte, y tantas otras piezas nos dijo del ser humano, sus virtudes y sus múltiples miserias.
Y si se es cuidadoso, ir más allá, no olvidar los melodramas de Douglas Sirk, por ejemplo, que tanto le influenciaron. Porque con Fasbinder no hay juegos de disimulo: se entra en la piel o no se entra. El límite está en el deseo y en el precio del deseo, tanto en lo íntimo como en lo público. De ahí que sus historias sigan siendo tan hirientes. La realidad, que imita al arte, como asegura Oscar Wilde, nos permitió en aquellos días tener a la mismísima Hanna Schygulla, actriz del filme original, entre los espectadores de una función de nuestras «amargas lágrimas».
Algunos años después, me di también el gusto de trabajar sobre otro libreto de Fassbinder, y así Carlos Díaz y Yanier Palmero dirigieron Gotas de agua sobre piedras calientes. Ojalá algún retomemos esa otra pieza, y otras personas, como ahora en Petra, vengan a decirnos lo que se atreven a intercambiar con esos personajes. Si sale bien, de esos trueques sale algo que no nos deja indiferente. Como pasó con este espectáculo en el 2008, por encima de envidias y resquemores que no le quisieron perdonar a Carlos Díaz poner a La Habana otra vez a las puertas del Trianón.
Vengo a verlo dirigir para refrescar mi fe en el teatro y en sus manías de brujo, en su eficacia y en su poder de seducción. Porque él es el seductor por excelencia del teatro cubano. Y lo sabe, y se aprovecha de eso. Pero solo para, de cuando en cuando, con la máscara de Fassbinder, Shakespeare, Piñera o Lorca, robarnos una salva de aplausos.