Teatro del Viento, con dirección de Freddys Nuñez Estenoz, se arriesga con «Manteca», título popular de Alberto Pedro, de vuelta a la actulidad cubana.
Por Kenny Ortigas Guerrero
Al llegar al lobby nos recibe la energía de la puesta en escena. Portando un chaleco amarillo, cual oficial de tránsito que guía y orienta, nos recibe el director, Freddys Nuñez Estenoz. Se percibe en la entrada de la sala, un buzón con papeles estrujados, que más tarde conocemos son los programas de mano, el performance indica que ya comenzó la función.
Continuamos camino al sitio donde los otros actores esperan, pero ya los límites entre realidad y ficción se difuminan como los contornos de un claro oscuro y sin darnos cuenta nos adentramos en Mantecosa Inspireichon… ¡Gracias Alberto!, texto del propio Estenoz. La expectativa crece. Conozco por algunas referencias que la obra original, Manteca, de Alberto Pedro, que toma Teatro del Viento como punto de partida, marcó un hito en el teatro cubano de los años 90, pero su contenido es desconocido para muchos de los jóvenes que estábamos presentes la noche de la función.Nos sentamos en las butacas escuchando música que causó furor en esa década y que apenas identificamos, todo hasta el momento es un poco perturbador. Tres personajes comienzan a interactuar movidos por sus anhelos y frustraciones de la dura travesía en el Período Especial, tenía yo apenas seis años pero en mi mente quedan recuerdos de los sacrificios de mi familia por “echar pa’lante”. Se vislumbra perfectamente en el inicio, que los primeros diálogos y situaciones, sostienen una parábola con innumerables aspectos que afectan la cotidianidad del presente: carencias, añoranzas de lo que fue y ya no es, de conquistas que deben ser pospuestas por razones superiores y apremiantes, etc.
Los personajes nos hablan desde un discurso desprejuiciado, que recurre al absurdo y al distanciamiento como fundamentos de la concreción ideo-estética que refleja, entre otras cosas, las barrabasadas que a diario nos golpean. Dentro de la acción se pueden encontrar dos fuerzas pujantes: la de los personajes que revelan sus universos, y la de los actores, que en numerosos «a partes» al público expresan la necesidad de contar esa historia en el presente de nuestro país para preguntarnos: ¿quedó todo en el pasado?, ¿seguimos discutiendo hoy los mismos temas de casi treinta años atrás?, ¿nos hemos liberado a esta altura de los prejuicios que impiden desde el esfuerzo interno salir adelante? Eso es el teatro un catalizador de épocas y una de sus funciones es la de revalorizar los elementos de creaciones artísticas anteriores, con la actualidad inmediata, aportando luces al cuestionamiento de problemas.
Una idea se manifiesta en la representación, «Darle la puñalada al puerco», que es darle la puñalada a la pestilencia, a lo nocivo, a lo que corroe nuestro carácter. ¿Quién comete ese acto que revalida una postura ante la vida? Ese es el hilo conductor de la historia, pues tres hermanos crían en su apartamento de La Habana a este animal que, pese a las desavenencias que provoca, es seguro de bienestar para la ocasión. Eran tiempos de una profunda crisis económica y que no solo afectó los bolsillos de los cubanos, también lastró en gran medida muchos de nuestros valores morales. La psicodelia en la que se ven inmersos los personajes, producida por un contexto apabullante no siempre les permite encontrar la razón.
La agonía del día a día, el temor al qué dirán y la incertidumbre a la que se sujeta la existencia individual y colectiva hacen que la puesta en escena le aporte al texto una vigencia expedita y para nada sea «viejo», término que emplean los personajes con marcado sarcasmo.
Cada uno de ellos enfoca la realidad desde lo subjetivo que resulta esta percepción y estancados ante los desequilibrios del tiempo dramático que patentiza las ironías del destino, caminan hacia la desesperación.
El Director, situado a un lateral del escenario, entra a la escena -el chaleco cobra sentido- mira a sus actores, los evalúa, intenta sacarlos de sus cabales histriónicos. Los pone en aprietos, los sorprende a ellos y a nosotros más, con acciones inesperadas, siempre diferentes en cada función, que los comprometen en el instante y, sin perder la concentración, deben seguir con la secuencia pautada. Nos remite a la imagen de Tadeuz Kantor, cual arquitecto que disfruta de la estructura de su obra. Me pregunto entonces, ¿así no es la vida?, ¿acaso no estamos sujetos constantemente a modificaciones arbitrarias que te obligan a tener sangre fría y a no perder el sentido común?El juego con los signos que se hilvanan con un humor álgido se convierte en esencia de los sucesos, tal es el caso de Dulce, una de los hermanos que al no tener alcanzadas sus realizaciones personales se prepara –casi ya sin opciones- en dar la puñalada al animal, una puñalada que reviste tantas interpretaciones como formas posibles tiene de ser asestada… “¡puñalá trapera!” Esa que desafortunadamente en el diario andar certifica el triunfo de «muchos» sobre la destrucción de otros.
La imagen final -cuando los cuchillos se clavan en el cuerpo metafórico del cerdo-, nos revela una actitud, una decisión. La escena diseñada perfectamente como un acto ritual presenta a los actores, personajes que se liberan de los demonios que los asechan y establecen un compromiso de crecimiento ético y sinceridad absoluta con una postura crítica ante lo deplorable.
Mantecosa inspireichon… es mirada inquisidora al contexto, lectura acuciante y valiente ante el camino por delante que nos reta, es anclaje profundo de la ética ante un presente que no puede ser distinguible sin el pasado, un presente que corre y por el que debemos evitar ser atropellados.
Fotos Archivo Teatro del Viento