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Verónica de los muchos rostros y nombres

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Por Norge Espinosa Mendoza

Ella misma desdice con su presencia y energía la venerable edad que ha alcanzado, y que le ha permitido reinventarse a través de tantas décadas ante muchas generaciones. Comenzó admirando a Raquel Revuelta, su paradigma, y hoy ella es un punto esencial en ese linaje de grandes actrices cubanas que incluye a la protagonista del primer cuento de Lucía, y se extiende hasta el día actual con otras actrices que las mencionan con respeto, a Raquel y a ella misma. Lo ha hecho todo: teatro, televisión, radio, cine, y en todos esos medios ha dejado una impronta de virtuosismo. Porque quiero creer que ella es esencialmente eso: una virtuosa, una intérprete excepcional que no ha perdido el control de sus recursos histriónicos y ha logrado evadir las notas falsas, como un buen instrumentista, para orgullo de la gran orquesta que la acoge con una ovación.

Me ha dicho una y otra vez que ella es una actriz afortunada. Y hay que creerle, porque su carrera así lo confirma, aunque no hayan faltado tampoco tropiezos ni recelos (como los que la hicieron llegar al cine mucho después de haberse confirmado en los escenarios y en la pequeña pantalla). La gran suerte es que eso se reduce a anécdotas a pie de página, y que pasados esos 90 años que su lucidez, su espontaneidad, su saberse con pie en tierra al tiempo que venerada y admirada parecen desmentir, Verónica Lynn puede repasar el álbum de los muchos rostros y nombres que la acompañaron y los que ella misma ha sido, en una trayectoria que nos alienta infinitamente.

 

Comenzó en la televisión pero el teatro le permitía, en un tiempo de estrecheces económicas, ganarse la vida en distintos oficios y convertirse de noche en un personaje ante el público, que le hacía sentir esa sensación única de la función en vivo e irrepetible. Cuando llega a la década del 60, había aprendido bajo la guía de amigos como Ángel Toraño o directores como Erick Santamaría, Andrés Castro y Francisco Morín. En 1962 ganó no una gran partida, sino dos, al demostrar que podía protagonizar Santa Camila de La Habana Vieja, la pieza de José Ramón Brene, de la mano de Adolfo de Luis; y en diciembre de ese año, aparecer como Luz Marina Romaguera, en Aire frío, la obra maestra de Virgilio Piñera, dirigida por Humberto Arenal. Solo una actriz estudiosa, rigurosa, y al mismo tiempo observadora e intuitiva, puede hacer tan peligroso acto doble, y salir victoriosa. En la galería de grandes roles femeninos de nuestro teatro, ella sigue siendo la dueña de esos dos ases, y las actrices que han sido más tarde esas mujeres tan distintas, conscientes o no del desafío, le rinden tributo a lo que ella les dio desde la fecha de aquellos estrenos.

En la televisión hizo lo mismo Tigre Juan que El ángel azul, repitió sus visitas a Santa Camila y a la casa de los Romaguera, y conoció a Pedro Álvarez, su cómplice, su esposo, su director. En 1985, con Sol de Batey, se reinventó a sí misma como la más célebre villana de nuestras telenovelas, en un empeño donde eludió la caricatura, ahondó en la sicología de esa mujer llena de represiones y fantasmas y celos, y que la consagró como una actriz de popularidad que no ha disminuido desde entonces. El cine, por fin, se rindió ante su virtuosismo. Lejanía, Video de familia, Las noches de Constantinopla, y sobre todo el papel de la madre de Rachel en La bella del Alhambra, dirigida por Enrique Pineda Barnet, ratificaron su capacidad también en la gran pantalla. Y en medio de todo ello, como acto de fidelidad a Pedro Álvarez, regresó al teatro con el proyecto Trotamundos, y no se cansa, no se agota, no deja de sorprendernos. He dicho de ella que es nuestro Tesoro Nacional, y aunque ambos nos reímos de un calificativo tan pomposo, detrás de ese modo de saludarla está el cariño y el respeto que se ha ganado a fuerza de no cejar, como una maestra que ejerce su oficio dentro y fuera de las aulas, estimulando además a los talentos más jóvenes.

 

Ganó el Premio Nacional de Teatro junto a José Antonio Rodríguez, en el 2003. La tarde en que se le entregó ese lauro a ambos, el público no cabía en la Sala Llauradó. Con el tiempo, la he entrevistado y saludado una y otra vez. Ella es también la idea de la actriz que muchos, desde nuestras provincias, buscábamos en las noches de la televisión, a fin de verla dominar un personaje complejo, siempre contenida (condición rara de nuestros actores y actrices), y eficaz. Ya sea la implacable Luz Marina, la Martha cruel de Edward Albee, la doña Teresa que imaginó Dora Alonso y a la que Roberto Garriga imaginó con precisión ante las cámaras, o la indomable Camila o Clitemnestra o la madre que regresa en El último bolero, ella siempre logra ese milagro doble: ser ella y ser todos esos rostros, y hasta en los diálogos de Shakespeare para su Ricardo III. La reconocemos también  en los objetos y en los vestuarios aquí reunidos en esta exposición, pero sobre todo a través de la piel de esos personajes. Y ese es máximo prodigio que consigue un intérprete virtuoso: vivir a través de esas ficciones. Contar nuestras vidas, la de sus espectadores, a través de esas palabras y esos gestos a los que dedicamos, con lágrimas, con risas, con emoción, nuestros mejores aplausos.

Fotos: Alejo Rodríguez