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MIGUEL IGLESIAS, DANZA UNA VIDA

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Premio Nacional de Danza 2018, Miguel Iglesias, a sus 70 años cumplidos, es una de las personalidades más inquietas de las artes escénicas cubanas de la actulidad.

Por José Ernesto González Mosquera y Jorge Brooks Gremps

La noticia no tomó por sorpresa. Y es que Miguel Iglesias, primer bailarín y director desde hace 33 años de Danza Contemporánea de Cuba, merecía, sobremanera, la entrega del Premio Nacional de Danza del que fue acreedor este año, tras decisión unánime del jurado convocado para la ocasión.

Desde hace muchos años era de esperarse este justo nombramiento a uno de los más prolíferos y fervientes artistas del panorama danzario cubano, quien sin formación académica profesional llegó a formar parte del Ballet de la Televisión Cubana y a convertirse en primer bailarín del Ballet de Camagüey y de Danza Nacional de Cuba, esta última hoy Danza Contemporánea de Cuba, compañía que bajo su guía ha alcanzado una proyección internacional sin precedentes y se ha mantenido como uno de los principales laboratorios coreográficos y de formación de bailarines de la Isla.

En Camagüey, bajo las órdenes de Joaquín Banegas, estrenó las principales creaciones que Gustavo Herrera, Alberto Méndez, Iván Tenorio y Jorge Riverón realizaron para la compañía fundada por Vicentina de la Torre.

De espíritu inquieto, inconforme, nada humano le es ajeno. Con Danza Nacional de Cuba, interpreta disímiles papeles protagónicos. Es imposible olvidarlo en Escena para bailarines (Fausto), Michelangelo, El poeta, La caza, Libertango, entre tantos otros. También bailó obras de Eduardo Rivero, Arnaldo Patterson, Isidro Rolando, Marianela Boán, Neri Fernández, por solo mencionar algunos.

Pero la inquietud innata, la inconformidad y el aburrimiento personal por la rutina, lo llevó a desdoblarse al teatro. Sus primeras clases de actuación las recibió de Roberto Garriga. “¡Siente, no actúes!”, le dijo el maestro y lo marcó para toda su vida. Se nutrió de las clases y ensayos del grupo Los Doce, de Vicente Revuelta, y, con Irrumpe, bajo la dirección de Roberto Blanco, intervino en las puestas en escena de Yerma, Fuenteovejuna, Canción de Rachel, entre otras.

 Además, ha trabajado con José Antonio Rodríguez, Adolfo Llauradó y Nelson Dorr, y ha incursionado también en el cine y la televisión.

El 4 de abril de 1984 fue nombrado director de Danza Contemporánea de Cuba y, desde entonces hasta hoy, ha logrado colocar a la compañía entre las primeras en esta manifestación a nivel mundial.

Bajo su mando hubo una explosión creadora que ha enriquecido el repertorio activo de la compañía con más de 300 estrenos mundiales de coreógrafos cubanos y extranjeros, toda vez que propició la apertura y la internacionalización de la compañía a las tendencias más renovadoras de la danza contemporánea en la actualidad, además de promover la creación de aquellos con inquietudes coreográficas al interior de la compañía.

Su afán constate de trabajo, de búsqueda y de inconformidad, lo llevan a brindar oportunidades de desarrollo artístico a jóvenes de todo el país, como fiel defensor del sistema de enseñanza artística del país, y su profunda fe en la técnica de la danza moderna cubana (la de Ramiro, Patterson, Rivero y tantos otros), en sus bailarines, su compañía y la danza cubana.

Danza Contemporánea de Cuba es su vida, y se ha convertido no solo en maestro y guía, sino también en formador de múltiples generaciones que han brillado en escenarios de Cuba y el mundo. Uno de sus tantos méritos y, con humildad y sabedor del cariño que le tienen sus compañeros y bailarines, recibe hoy este premio que, aunque no cambiará el trabajo diario que realiza Miguel Iglesias, si reconoce, finalmente, a uno de los grandes exponentes y defensores de la danza cubana.

Ya ha pasado más de medio siglo desde que diera sus primeros pasos en el arte danzario y, a pesar de los muros, las incomprensiones, las omisiones, con todo, sigue siendo quien llega primero, quien lucha por lo que cree y por su compañía contra molinos y gigantes, y encuentra, cada día, una razón para no rendirse.