Por Roberto Pérez León
La “farsa violenta” que es La zapatera prodigiosa, por definición de su autor, tiene hoy en La Habana una puesta en escena que por sus maneras interpretativas, su contenida comicidad asociada a la farsa resulta un juego dramático que pone en ridículo los prejuicios, las murmuraciones barrioteras, las ataduras sociales de la mujer, la moral dudosa, la hipocresía, la envidia.
La zapatera prodigiosa en Teatro El Publico es un juguete escénico de atracción poderosa porque cuando hay duende suenan rítmicas aleluyas. Y es que el director Carlos Díaz tiene duende. ¿Y de dónde le viene? ¿Sus atracciones estéticas le llegado por aché?
La naturaleza instintiva de Carlos Díaz, su estilo vivo tiene como fundamento el espacio geográfico de la Isla: lo terrenal, lo demoníaco, lo sensual, lo onírico, lo trágico, los “cornetines bailongo” que no son choteo ni burla sino excepción.
De la misma manera que se ha dicho que Lorca acá en La Habana le da los últimos toques a su “zapatera”, también se considera que en algo la Isla tuvo que ver con los fundamentos para su teoría del duende.
Lorca andando por los barrios entre soneros, bongoseros, reyes de la rumba, treseros, mezclando lo gitano y lo negro, lo culto y lo popular como potencias operantes que alumbran al duende. Lezama Lima, veedor excepcional del suceder literario, comenta en su “García Lorca: alegría de siempre contra la casa maldita”, que el poeta-dramaturgo fue incitado “por muchos sones y conjuros de nuestra tierra y principalmente por nuestros reales negros cubanos”. Y más adelante en el mismo texto Lezama nos lanza una saeta soberana para conocer las invisibles tentaciones que debieron haber visitado a Lorca entre nosotros:
Un día Lorca oyó de uno de aquellos cantaores una sentencia memorable: todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende. La misma expresión, sonidos negros, había nacido cuidada y profundizada por los ángeles. Tener sonidos negros, es decir, tener espejo de reverso, cabello a dos cortes, Cuando Lorca logró su estribillo Iré a Santiago, estaba lleno de esa teoría, que aún en una contradanza nuestra reaparece descompuesta, donde la alegría se hace indistinta con la muerte y la muerte comienza a gemir y a pedir que la vean más de cerca. Iré a Santiago, en un coche de agua negra, el coche que sigue al sol al desaparecer en la línea del horizonte. Ahí Lorca intuyó que el prodigio de nuestro pueblo es, trágicamente, tener sonidos negros, como el caer de una cascada sombría detrás de las paredes donde se lanzan al asalto los cornetines del bailongo.
La zapatera prodigiosa de El Público tiene de manera natural el carácter lorquiano que queda expresado en el Prólogo de la pieza donde se define el sentido de la obra y el carácter de la protagonista: “En todos los sitios late y anima la criatura poética que el autor ha vestido de zapatera con aire de refrán o simple romancillo, y no se extrañe el público si aparece violenta o toma actitudes agrias, porque ella lucha siempre, lucha con la realidad que la cerca, y lucha con la fantasía cuando ésta se hace realidad visible”.
El texto de La zapatera prodigiosa como ejercicio dramatúrgico es de una poderosa estilización que da la oportunidad, en cuanto a técnica actoral y puesta en escena, de desarrollar un lenguaje de muchas aristas expresivas que pueden anular la verosimilitud y decirnos que porque estamos en el teatro la magia y los juegos son permitidos.
Federico García Lorca catalogó su obra de “farsa violenta”. Violenta porque es vehemente, apasionada, impetuosa. Farsa porque es de naturaleza híbrida, en ella hay espacio para la experimentación; los personajes pueden ser grotescos, mecánicos, ridículos, exagerados en sus acciones, nos producen risa y no dan lugar a la seriedad trágica; el discurso cómico alterna con el trágico; la hibridez sustancial de la farsa, su simiente popular desenmascara establecimientos sociales. La farsa demanda naturalidad teatral, instinto, pasión, naturaleza actoral generadora de la simbiosis escena-público.
En el montaje de La zapatera prodigiosa de Teatro El Público el accionar actoral como pantomima hablada, con cadencia musical, hace que todo fluya vertiginosamente entre dichos y expresiones pintorescas sin chabacanería ni vulgaridad. La mecánica del montaje convierte a la puesta en escena en un suceso indetenible, de dinámica animada por la incesante gestualidad actoral que une, con elegancia y gracia picaresca, danza y poesía dicha.
Esta “zapatera prodigiosa” es una puesta que sin artilugios escenográficos hace del escenario un espacio sencillo donde las luces logran una visibilidad juguetona. La escritura escénica es de una curiosa simplicidad formal sin abandonar la estética dramatúrgica de Carlos Díaz. Texto, música y danza se funden en un accionar de voluntad lirica a través del trabajo de entrenados actores-performers que alcanzan un delicioso compás entre el ritmo musical del texto y el de la acción.
Mirando el actuar de los performes pensaba en la práctica teatral de Gordon Graig (1872-1966) y sus afanes para que el suceder escénico trascendiera la realidad a través de cualesquiera de los sistemas significantes de la puesta, incluso el actoral, y de ahí viene su concepción del actor como “supermarioneta”, el actor como elemento plástico con capacidades de movimiento y actitudes interpretativas alejadas del naturalismo y el realismo.
Estamos ante un montaje que no adapta ni versiona ni interviene sino que sustancia las esencias de una de las obras más relevantes del poeta granadino. Esencias que en la propuesta escénica tienen el trasfondo de lo más nuestro en el decir y en la gestualidad del cubaneo de lo cubano.
La zapatera prodigiosa se estrenó en Madrid el 24 de diciembre de 1930, el mismo Lorca aparecía al principio en el personaje del Autor y Margarita Xirgu representó la Zapatera. A noventa y dos años de su estreno en España, ahora en La Habana tiene otra modernidad y un nuevo vanguardismo por lo que se disfruta pues “la llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inédita.
Fotos: Nórido y Vila