Por Miguel Sánchez León
I
La segunda mitad del siglo XVIII pudiera imaginarse como un punto de giro[2] en la historia colonial. La Habana, privilegiada por ser encuentro de las Flotas de Ultramar, pasa de factoría y enclave militar a ser puerto de una economía exportadora a gran escala. El ascenso al trono español de la dinastía de los Borbones favorece, con ciertas reformas establecidas a partir del reinado de Carlos III (1759-1788)[3], un mejoramiento de la Isla en todos los órdenes. Cuantiosos capitales acumulados por una naciente aristocracia se vuelcan a un desarrollo expansivo basado en la importación y explotación aceleradas de negros esclavos, y en la ampliación del mercado mundial para sus productos.
Enriquecida a través de habilidosas maniobras tanto en el contrabando como a la sombra de los monopolios de la Corona y la progresiva liberación de las trabas impuestas al comercio, esta clase criolla, dueña de plantaciones azucareras y cafetaleras, alcanza tal poderío económico y social que es invitada por el propio Gobierno a contribuir a la creación de obras de beneficio público acorde con la filantropía rigorista del «despotismo ilustrado» y las luces de la nueva época. Sus descendientes comienzan ya sus estudios superiores en la Universidad de La Habana (1728) y viajan a Europa y los Estados Unidos para perfeccionar su formación, lugares donde son admitidos en círculos intelectuales y cortesanos como personajes de indiscutible valía.
El habanero con cierto refinamiento no puede pasar sin los usos y las comodidades con que cuenta una verdadera capital europea de entonces. El intercambio comercial introduce también las modas en la manera de vivir. Hay una ostensible preocupación por la cultura. Se instalan cuatro imprentas, una biblioteca, sociedades literarias y filarmónicas, y en 1775 se inaugura El Coliseo (bautizado Teatro Principal en 1803) para la representación de comedias, sainetes y óperas. Las compañías extranjeras hacen de La Habana un centro en sus giras por América. A la circulación mercantil se sumará la de compañías teatrales españolas, italianas y francesas que, junto a una compañía local y notables aficionados, garantizan las temporadas con una brillantez que deleita a los espectadores. [4]
El Papel Periódico, primer noticiero impreso de la ciudad, comienza a publicarse el 24 de octubre de 1790 y en sus páginas anuncia las piezas que se escenifican en el Coliseo. El teatro se ha convertido en «termómetro por donde quieren algunos que se mida la cultura de los pueblos»[5]. Probablemente, la primera obra francesa escenificada en La Habana se estrena el 17 de diciembre de 1791: la ópera-cómica Zemira y Azor, con música de André Grétry y libreto de Jean-François Marmontel.
En 1800 llega una compañía de Ópera Francesa, procedente de Nueva Orleans, que repone este título en el Teatro del Circo del Campo de Marte[6], a más de otra obra de este autor: Le tableau parlant; junto a El despecho amoroso de Molière y Ariadna, ópera en un acto con música de Johann Friedrich Edelmann[7] y libreto de Moline. Estrena además la versión francesa de La Serva Padrona de Pergolesi, la ópera cómica Les trois Sultanes de Charles-Simon Favart que debió ser un “éxito taquillero” por las funciones que tuvo; Le Tonelier en un acto, con música de François-Joseph Gossec, la ópera Le Déserteur de Pierre Alexandre Monsigny y letra de Michel Jean Sedaine, y la traducción al castellano de la tragedia Zaira o la Fe triunfante del Amor y del Cetro de Voltaire. Las obras se presentan a menudo en idioma original y son, en su mayoría, de autores contemporáneos. El estreno de El Barbero de Sevilla de Pierre Caron de Beaumarchais ocurre en febrero de 1801 en este inadecuado teatro[8].
Reabierto el Principal, en su escenario alternan comedias, dramas y tragedias, con intermedios de canto, música y baile. Actúan artistas siempre multifacéticos (son actores-bailarines-cantantes), los cuales marcarán una huella en el gusto por la música y el baile en el público habanero. Precisamente ese año se estrena El Desertor o El casamiento supuesto, un ballet-pantomima, basado en la ópera de Monsigny en versión coreográfica.[9]
En los albores del siglo XIX la ópera y la ópera-cómica parecen gozar de la preferencia del público. Autores como André Grétry, Charles-Simon Favart, Pierre-Alexandre Monsigny, François-Joseph Gossec, François Adrien Boieldieu, Etienne Nicholas Mehul, Jean-Pierre Solié, Dominique Della Maria y Pierre Gaveaux no cesan de aparecer en las temporadas entre 1800 y 1825. Nicholas Dalayrac y Nicolo Isouard son los compositores más representados.
La tragedia clásica francesa es poco frecuente: Salvo Zaira de Voltaire, solo se cuentan una versión de Andrómaca de Racine en 1801 —su Fedra no se estrena en Cuba, al parecer, hasta 1868, interpretada por la compañía italiana de Adelaida Ristori— y El Cid de Corneille en 1811, únicos clásicos junto a Molière que se llevan a la escena en este período.
El Abate de l’Epée y su discípulo Conde de Arancourt, Sordomudo de nacimiento del dramaturgo Jean Nicholas Bouilly debió ser otro éxito, ya que se repite en 1807, 1810 y 1817. El distraído (1810) de Jean-François Regnard, La juventud de Enrique Quinto (1811) y El fingido Estanislao (1818) de Alexandre Duval y Los Templarios (1817) de François Just Marie Raynouard o Boieldieu con El Califa de Bagdad (1810,1811,1812,1817), entre otras, son obras bien acogidas por el público del Principal.
Desde luego, el repertorio predominante es español: Ramón de la Cruz se mantiene, con Tirso de Molina, Calderón, Moreto, Lope de Vega y Moratín, casi siempre en cartelera con autores hoy justamente olvidados. Es curiosa la ausencia de dramaturgia inglesa: Solo se estrenan Julieta y Romeo y Otelo o el Moro de Venecia de Shakespeare en versiones francesas del poeta y dramaturgo Jean-François Ducis.
Durante la primera mitad del siglo XIX el auge azucarero es tal que las exportaciones por el puerto habanero se acrecientan año tras año, al mismo ritmo con que se introducen los esclavos para las plantaciones.[10]
Mientras se exhibe asistiendo a las temporadas teatrales, la rica aristocracia de hacendados y comerciantes vive atemorizada por la amenaza de un Haití cubano y los movimientos separatistas de América. No pocos jóvenes van respirando ya los aires liberales que soplan desde Francia, Estados Unidos y los países recién independizados de España. La década de 1820 a 1830 es la etapa de las primeras conspiraciones. Se perfila un sentimiento nuevo de cubanía que dividirá a la sociedad durante todo el siglo en dos bandos políticos cada vez más irreconciliables: a favor o en contra de la libertad del país. La censura se ejercerá sobre textos y espectáculos tan brutalmente como la tiranía desembozada del Gobierno. No es casual que José María Heredia[11], asiduo lector y traductor de autores franceses, sea nuestro primer poeta desterrado.
En 1827 el pintor Jean-Baptiste Vermay construye un espacio singular, El Diorama, donde sorprende a los visitantes con escenas pintadas y efectos luminosos. Dos años después lo adapta como teatro donde se presentan dramas y óperas. Este teatro, al igual que el Principal, es destruido por el terrible huracán de 1846.
Es hora, pues, de que La Habana levante un teatro a la altura de los artistas europeos que hacen escala en ella, idóneo para el universo fascinante de la música, el ballet y la ópera. Con este fin se inaugura en 1838 el Teatro Tacón[12]. Por su construcción y magnificencia, fue calificado como uno de los mejores del mundo en el siglo XIX, y se abre con una obra francesa, Don Juan de Austria o la Vocación de Casimir Delavigne[13], un dramaturgo vivo aún en ese año.
Lo prevaleciente será, desde luego, teatro peninsular; pero en este escenario se estrenan Hernani de Víctor Hugo en 1838 por una compañía dramática española[14], y además, piezas de Eugène Scribe: El vaso de agua, (1841), La escuela de las coquetas, (1853), La lucha de astucia y amor (1858); de los Dumas, padre e hijo: Pablo el Marino (1858), entre otras; y de Victorien Sardou. Son los autores franceses más frecuentes en el repertorio durante el siglo XIX y La dama de las camelias posee el récord de todos los títulos.
En realidad, son Los Ravel (funámbulos y bailarines)[15] y las compañías de ópera y ballet los favoritos de los espectadores: la bailarina austriaca Fanny Elssler (1841,1842), la Compañía Francesa de Ópera y Ballet con Paulina Desjardins (1843), la Compañía Francesa de Baile y Mímica (1847,1849), la Compañía de Bailes con Hipólito y Adela Montplaisir (1848, 1850, 1851), la Compañía Francesa de Bailes de los Rousset (1852), entre otras.[16]
En esta etapa de esplendor (1790-1868) las compañías europeas muestran los espectáculos recién montados en Madrid o París, y sus estrellas son ídolos de un público enterado y exigente. Las temporadas convierten a La Habana en una suculenta plaza teatral tan apetecida como México, Lima o Buenos Aires. La continuidad de la vida escénica forma un receptor cultivado, ávido de espectáculos, puesto al día por revistas y academias, y que no escatima recursos para ver a artistas de fama mundial. Para muchos, lograr su aprobación es la prueba de fuego en que un triunfo equivale a la consagración. En ocasiones puede llegar en su fanatismo hasta la riña tumultuaria.[17]
II
En la segunda mitad del siglo XIX el panorama resulta diferente. El país sufre los efectos de una grave crisis económica. Estalla la Guerra de los Diez Años por la independencia. Las compañías dramáticas y líricas españolas priman sobre sus competidoras europeas. Lo característico es la presentación de zarzuelas, operetas, cupletistas, circo y variedades que buscan, ante todo, distraer a un público en retirada. En el repertorio francés destaca, por una parte, el melodrama interpretado por las más cotizadas divas del momento; y por la otra, el vodevil, la ópera-bufa o cómica y la opereta (Lecoq, Hervé, Audran, Planquette, Vasseur, Rillé, Hennequin).
Offenbach hace furor. Sus operetas se ponen con tanto desenfado, frescura y alegría como en París. Existe espacio para la ópera: Gounod (Fausto, 1866 y 1887; Romeo y Julieta, 1882; Mireille, 1899), Halévy (La hebrea 1866,1884 y Carlos VI, 1882) o Bizet (Carmen, 1880,1886, 1887,1899; y Los pescadores de perlas, 1888), generalmente cantadas en italiano. También Thomas (Mignon, 1880 y Hamlet, 1902), Délibes (Lakhmé, 1899) y Massenet, ya entrado el siglo XX, con Manon, Thaïs, Werther y otras.
En 1887 debuta en el Tacón Sarah Bernhardt en La dama de las camelias de Dumas, Fedora y Teodora de Victorien Sardou, y Adriana Lecouvreur de Scribe-Legouvé, entre otras. La timorata sociedad habanera se escandaliza con sus boutades, su pantera y su romance con el torero Mazzantini.
En 1894, la compañía dramática del famoso actor Benoît Constant Coquelin abre en Tacón una temporada con Nos intimes de Sardou, Las preciosas ridículas y Tartufo de Molière y La fierecilla domada de Shakespeare.
Afines al espíritu de la época surgen los teatros de variedades donde se representa bufo, zarzuela, vodevil, espectáculos circenses y bailes. Alegres y baratos, tildados de libertinos, en ellos se refugia un público ansioso de diversiones. Son accesibles a las amplias capas medias urbanas que asisten “en traje de calle”, para ver obras muy ligadas a la música y al choteo popular.
No obstante estas frivolidades, hay también hombres que se preparan para independizar al país. De 1878 a 1895 corren los tiempos que José Martí calificó de «tregua fecunda». En 1895 se renueva bajo la guía de su ideario político la guerra por la independencia. Viejos luchadores y nuevas generaciones, campesinos, ex esclavos, empleados, profesionales y artesanos, sin distinción de razas o clases, se funden con el fin de llevar a cabo la Revolución de Cuba que debería desembocar en una República democrática «con todos y para el bien de todos».
En medio de estos acontecimientos, el francés Gabriel Veyre hace en La Habana la primera exhibición del cinematógrafo (enero de 1897) por 50 centavos la entrada y 20 la tropa y los niños.[18] El cine, por su novedad y bajo costo, se vuelve un negocio muy lucrativo. Además, es un entretenimiento cautivador para una población numerosa y heterogénea.
En el momento en que la guerra contra España está prácticamente ganada, ocurre la inexplicable explosión del crucero Maine. Sobreviene la intervención del ejército estadounidense. España es derrotada y se inicia la ocupación del territorio cubano por fuerzas norteamericanas (1898-1902), El Ejército Libertador es ignorado en la firma del Tratado de París (1898).
En 1902, ante una multitud jubilosa, se inaugura como nación la República de Cuba con su Presidente, su bandera, su escudo, su himno, su Constitución y su soberanía enmendada.
[1] El presente artículo es síntesis del ensayo galardonado por la Casa Víctor Hugo de La Habana con el Premio Hernani 2015, publicado en: L’Humanisme: Promotion et Préservation. La France et Cuba, les multiples facettes d’une histoire partagée. Paris, L’Harmattan, 2016.
[2] En el vocabulario teatral, “momento preciso en que la acción que iba a ser de una manera, emprende un nuevo camino”. Ver: Dirección Escénica. Pueblo y Educación, 1980.
[3] Su gobierno ha sido calificado de “renacimiento del antiguo genio español”, no solo por la inteligencia práctica del monarca, sino por su elección de un “círculo de hombres ilustres” como consejeros y ministros, entre los que se contó el Conde de Aranda, amigo de Voltaire y los enciclopedistas. Ver: H. Friedlaender. Historia Económica de Cuba. T.1, La Habana, 1978. pp.85 y ss.
[4] Ya en 1774, la ciudad concentra casi el 30% de la población de la Isla. Surge el concepto del “interior” para nombrar al territorio que no es La Habana. En 1776 Nueva York solo tenía 12 mil habitantes mientras que La Habana 76 mil, y la ciudad de México 90 mil. (Véase Foster, William Z.Esbozo de una Historia Política de las Américas. La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963, t.2. p.61).
[5] El Regañón de la Habana, 4 de noviembre de 1800.
[6] El Coliseo está en reparaciones desde 1794 hasta 1803.
[7] Según Serafín Ramírez. La Habana Artística. 1891. p.66., su hijo pasó a América a fines de 1815 en una extensa gira de conciertos como pianista y llegó a esta ciudad en 1832 donde residió hasta su muerte en 1848. Aquí dirigió la sección de filarmonía de la Sociedad Santa Cecilia, y en 1836 estableció un almacén y casa editorial de música, actuando también como concertista y profesor de una pléyade de famosos pianistas del país.
[8] Ver descripción de Buena Ventura Pascual Ferrer en El Regañón de la Habana, 4 de noviembre de 1800.
[9] E. Teurbe Tolón y J.A. González. Historia del Teatro en La Habana, p.47.
[10] Entre 1789 y 1856, la exportación de azúcar solo por este puerto creció en siete veces, y los esclavos africanos introducidos en Cuba pasaron de un promedio anual de 254 esclavos en 1764 a 13 230 entre 1829-1838. Entre 1835-1840 se difunde la aplicación de la máquina de vapor en los ingenios azucareros. El crecimiento y la expansión de esta industria fomentan la construcción de nuevos caminos y la creación de ferrocarriles (1837). La población de Cuba crece de 172 000 habitantes en 1774 (de los cuales el 56% son blancos, el 18% negros libres y el 26% esclavos) hasta 970 000 en 1839, de los que el 51% son blancos, el 15% negros libres y el 34% esclavos.
[11] Hijo de padres naturales de Saint Domingue, la lectura del teatro francés clásico y neoclásico influenció toda su escritura dramática.
[12] Reconstruido en 1915 será Teatro Nacional dentro del Centro Gallego, actual Gran Teatro de La Habana.
[13] Escrita en 1835, tres años antes de su estreno habanero.
[14] Ocho años después de su tumultuoso estreno parisino.
[15] Los Ravel se presentan en las temporadas de 1838, 1839, 1842, 1843, 1851, 1855, 1856, 1857,1865 y 1866 en el Teatro Tacón.
[16] Ver: F. Rey Alfonso. Grandes momentos del ballet romántico en Cuba. La Habana, 2002.
[17] Ver la parodia de este fanatismo teatral en la comedia El becerro de oro [1839] del dramaturgo cubano Joaquín Lorenzo Luaces (1826-1867).
[18] Rodríguez, Raúl. Los primeros años del cine en Cuba.1897-1920. Ponencia a la I Conferencia de Investigaciones Científicas sobre Arte. La Habana, diciembre 1981.