Texto-homenaje a Raúl Martín y Teatro de la Luna, a propósito de su aniversario 23 en este mes de julio
Por Roberto Pérez León / Fotos Buby Bode
Con lo del sol del Trópico nos quedamos a la Luna de Valencia.
Lezama Lima
La luna puede estar crecida o en menguante, ponerse vieja o ser nueva pero eso no determina en el colectivo de teatro que dirige Raúl Martín. Aunque dice Flaubert que la luna inspira melancolía, para la gente de teatro que sigue a Raúl Martín no hay cuentos ni creencias entorpecedoras alrededor de la luna: que si te quedas a la luna de Valencia estás embarcado si no cuentas con una linterna; que si estás en la luna con los pastores; que si eres un lunático empedernido; que si cuando la luna llena cae un viernes o es menguante un lunes de primavera y se atraviesa una nube, luna y nube se convierten en yerba para conejos miopes.
Se dice, según algunas lenguas, que si se tiene buen ojo y se mira la luna llena a las doce de la noche uno adquiere el derecho a sentir las higueras florecer aunque se esté dormido; que quien mire la luna en cualquier creciente a medianoche no puede sembrar papas hasta después de siete días porque salen llenas de raíces y no sirven para hacer puré; que si se mira la luna aunque sea con el rabito del ojo y se está vestido de amarillo con lunares de cualquier color al menos uno de los lunares se pega en un lugar muy indiscreto del cuerpo y apaga las pasiones; que si la buena luz de luna trenza las crines y las colas de los caballos el domingo posterior a la primera luna llena del equinoccio de primavera cuando debe empezar la Pascua y es cuando es bueno engendrar; que eso de creciente, llena y menguante, son eufemismo científicos porque la luna o está soltera o es madre o está vieja, y punto; en fin, el mar de lunas y las piruetas de sombras que producen tantas lunas.
Lo cierto es que una cosa es la luz y otra la causa de la luz. Y sucede que la causa de la luz de Teatro de la Luna es la dichosa circunstancia del poder de congregar talentos para emprender el riesgoso trabajo de elaboraciones teatrales precisas, comprometidas cultural, social y políticamente: debate, experimentación, identificación, búsqueda, desmoronamiento, cristalización, anacronía herética, sintonía crítica.
Teatro de la Luna empezó con Virgilio Piñera; y, miren en qué mesa de qué cuatro patas nos propuso Raúl Martín su sabroso banquete teatral: La boda (1997), Electra Garrigó (1997), Los siervos (1999) y El albúm (2001). Luego sigue una veintena de montajes sin facsimilación de ninguna índole, a golpe de atrevimientos y fuertes zumbidos de teatralidad pensada, sentida, evocativa, de complicidad vivencial compartiendo sentidos y comunicando significados desde la médula de sólidas propuestas artísticas.
No creo que haya entre nosotros una coincidencia tan disfrutable entre un director y un dramaturgo como la que existe entre Raúl Martín y Virgilio Piñera. Siento que entre las obras de estos seres hay una articulación y una ocurrencia de identidades que particularizan a Teatro de La Luna al margen de que monten o no textos de Piñera.
Teatro de la Luna tiene del ensalmo piñeriano: la sonrisa cruel, la debilidad fiera, el estupendo despedazamiento, el sarcasmo, lo paródico, la burla atizante. Podría existir un colectivo teatral que solo pusiera obras de Virgilio Piñera y nunca le faltarían razones creacionales. Pudo ser ese colectivo, de tapa a tapa, el capitaneado por Raúl Martín. La sustancia de Teatro de la Luna es lo virgiliano como bastión de la certidumbre de tener una finalidad e intervenir en lo por venir sin registrar lo presagioso.
En 1997, un 14 de julio, hace ya 23 años se inicia una suerte de otrización de la obra de Virgilio Piñera -digo obra no solo me estoy refiriendo al teatro. Otrización desde un proceso de socialización, ampliación de la representación y percepción de Virgilio desde la óptica de una cosecha de jóvenes creadores encabezada por Raúl.
A partir de los noventa, con sabiduría teatral, fue posible una descodificación de la obra de Virgilio Piñera, sus contornos en el contexto sociocultural actuante fueron revisitados desde perspectivas con intensidades estético-ideológicas que emergieron de la realidad social y engendraron una variabilidad de atribuciones de sentido.
Raúl Marín coincide con Virgilio en la poesía raigal de lo cubano sin ambiciones de llenar lo cubano de poesía; la poesía de lo cubano empareja el terreno de lo más nuestro, de lo básico sin intrincadas reflexiones, de los atributos de una estética sobresaltada, punzante, la energía de la estética político-moral de las penurias.
Entonces cada julio debe ser también de celebración de lo teatral entre nosotros. Espero que cuando Teatro de la Luna cumpla el cuarto de siglo dentro de dos años la calle San Lázaro, donde ya estará entera la sede del grupo, se desborde de jolgorios. Porque Teatro de la Luna durante todos estos años ha fortalecido el teatro cubano más contemporáneo. Digo contemporáneo desde la perspectiva de Giorgio Agamben a quién, luego de mucho tiempo, he vuelto gracias a las reflexiones que la crítica Mercedes Borges ha compartido conmigo.
Para Agamben, atento pensador cultural, lo contemporáneo es la capacidad que hay que tener para relacionarse con el tiempo que se vive pero no desde una asociación plena con la época sino desde el acierto para “percibir la oscuridad” del tiempo que se vive, la oscuridad dadora, la que exige un don especial para ser avistada sin desgano ni indiferencia, sin pasividad, con la fuerza de una actividad crítica que interpele, referente.
Esa visión de lo contemporáneo la ha podido lograr Raúl Martín en su más de una veintena de puestas en escena durante estos 23 años de dichosas puntualidades a la contemporaneidad transformadora, la contemporaneidad del “ya” y del “no aún”.
No hay una puesta de Teatro de la Luna que no persiga llegar a lo primordial desde una teatralidad medular sin espesuras de intelectualismo ramplón; el espacio y el tiempo de sus propuestas no abandonan la ficción nutriente, no acuden a lo apelativo ni a lo referencial; una puesta de Teatro de la Luna no es un mitin, no hace declaraciones ni persigue la ilustratividad, sin embargo no deja de corregirnos la visión.
Desde el mismo 1997 se inicia la hilera de reconocimientos. Pocas son las agrupaciones que cuentan con tal catauro de premios lo mismo de actuación, puesta en escena, banda sonora, crítica. Con más de medio centenar de premios queda solo el Premio Nacional de Teatro; y, yo me pregunto, por qué no existe el Premio Nacional de Teatro también para agrupaciones.
Ahora bien, por la obra realizada y los aportes a la cultura nacional no solo desde el trabajo escénico sino desde la reflexión teórica Raúl Martín puede ser un candidato a considerar de manera individual al Premio Nacional de Teatro.
En Teatro de la Luna, el acto de enunciación es integral, intervienen todos los sistemas significantes de la puesta. Enunciar es un suceso interactivo de articulación de significados mediante significantes que al comunicar constituyen una puesta en discurso de los sujetos que integran la colectividad de sentido que persigue el montaje de coordenadas que estructuran la situación de enunciación: luces, música, escenografía, diseño y factura de vestuario, actuación, dirección, arte.
Claro que el actor está en el centro de irradiación, es la imantación de significados correspondientes a la cadena de significantes; el actor como sujeto deíctico por excelencia al poner en relación como centro de gravedad todos los sistemas significantes.
Las puestas en escena de Teatro de la Luna disfrutan de una particular fisicidad por el carácter coreográfico con que Raúl Martín concibe la actuación como textura de incuestionables contenidos y procedimientos expresivos; la materialidad de la actuación se enfatiza en la latencia de la partitura coreográfica en el montaje donde la teatralidad no queda en segundo plano. Lo coreográfico tributa a lo teatral en la medida que crece, llena y condiciona el espacio escénico.
Y es que Raúl tiene en su haber una resistente obra coreográfica que se inicia desde 1991. Recuerdo con mucha satisfacción la puesta en el Guiñol Nacional de Fábula del Insomnio (1992), Últimos días de una casa (1994) donde Raúl se sintoniza con Marianela Boan y esa simbiosis creativa se repite en Blanch Dubois (2000), en 1994 concibe para Danza Combinatoria Las siete en punto, una clásico del repertorio de la compañía.
Dentro de los presupuestos escénicos de Teatro de la Luna tenemos la danzalidad. La puesta en escena está sobre el texto dramático que es sometido a un reposicionamiento para hacer emerger la corporalidad mediante un lenguaje inmerso en acciones físicas que se adscribe al modelo de actuación donde se hace relevante la significación del movimiento.
Hay una atmósfera coréutica en las puestas de Teatro de la Luna donde se cartografía los cuerpos como territorios, como superficies de la imagen; la concentración de lo corporal se erige como imagen-teatral donde la performance de los cuerpos tiene una lógica más allá de la usual práctica teatral.
La corporalidad en escena se percibe desde la naturaleza de formas plásticas concebidas desde un ritmo, un movimiento, y yo dirían un rito que reconfiguran el locus propio del teatro; la operación escénica tiene mucho de la práctica del performance actoral que alcanza la hibridación con la danzalidad que hace que el ritmo actoral sensualice la escena, le otorgue una tensión vital desde la inmanente serenidad de los actos enunciativos.
En las puestas de Raúl, la corporalidad tiene una fortaleza irrevocable más allá de la performatividad. La ilación de los niveles del hecho teatral como acontecer de las acciones escénicas tiene la resonancia de la cualidad del movimiento con una particular coordinación estética.
La fertilidad de determinado tempo en el gesto, el movimiento y la rítmica otorgan significado al cuerpo que en Teatro de la Luna tiene un relevante desplazamiento hacia la danzalidad como lenguaje escénico; las interacciones corporales entre los actores transforman la materialidad del cuerpo más allá de lo performativo y se alcanzan acciones, gestos y movimientos con códigos que sobrepasan la teatralidad si la vemos solo como la fenomenología sígnica de la puesta en escena.
El decir en lo semiótico y el hacer de lo performativo-danzalidad está en la enjundia de la discursividad de Teatro de la Luna.
¡Qué buen hacer y qué crecimiento de saberes escénicos durante 23 años sin estaciones estériles!
En portada: La dama del mar, Teatro de la Luna.
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