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Rolando Estévez y Miriam Muñoz, así en el arte como en la vida

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Por Giselle Bello Muñoz

Se conocieron a inicios de los 70, en un lugar emblemático para la intelectualidad yumurina, El Parnaso. Allí, entre sorbos de té frío y los versos de Luis Marimón, en un ambiente de exótica bohemia tropical, envueltos por la modorra en una ciudad más dormida que de costumbre, se enamoraron el diseñador y poeta Rolando Estévez y la actriz Miriam Muñoz.

Aún hoy, medio siglo más tarde, cuando ella evoca esos momentos de mutuo descubrimiento, se trasluce la nostalgia: “Él se distinguía del resto: era delgado, alto, llevaba el pelo largo, sus padres estaban en el extranjero, por lo que iba siempre muy bien vestido, cosa que no era común en esos tiempos. Fue una época muy linda, con aquella tropa maravillosa de locos, la época de los friquis, el rock, de sentarnos a orillas del río a recitar poemas”.

El joven al que ella encontró había sobrevivido a muchos naufragios: a la partida de su familia durante su adolescencia; al proceso de la llamada parametración, fruto de las políticas culturales del Quinquenio Gris, cuando era apenas estudiante de la Escuela Nacional de Arte; a la obligación de trabajar en La Rayonera, donde se le negó el traslado por años.

“Una noche, tras el estreno de la obra El run run, de René Fernández, Estévez fue a verme y pidió que lo presentaran oficialmente, ahí comenzó todo. Nos unimos en 1974 y nos casamos en el 79. En los inicios de la relación, él era un ser muy desvalido, pero lleno de talento, de ganas de hacer”.

De este enlace surgió un vínculo no solo afectivo, sino también artístico. Ambos se complementaron e influyeron mutuamente para fundar dos estéticas en las que se unen artes plásticas, teatro y literatura, muy imbricadas en su visión de lo cubano, especialmente, de lo matancero.

La actriz ayudó a su pareja a encontrar su camino en el plano laboral: “Cuando se realizó el Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, lo puse en contacto con otro artista matancero; juntos diseñaron las carteras, los pectorales, todo lo que hacía falta para aquel acontecimiento de primer nivel. De ahí, pude conseguirle trabajo en el Fondo de Bienes Culturales, luego en la Casa de la Cultura y finalmente en El Mirón Cubano.

Por su parte, Estévez resultó fundamental en la concepción de uno de los roles más icónicos de su carrera, el de Edith Piaf. Él le inculcó el gusto por su música, cuando en la década de los 80 escuchaban algunos de sus discos en Cabarroca, y la curiosidad por la azarosa vida de quien fuera conocida como el Gorrión de París. Suya fue la idea de convertir a la cantante en un personaje atormentado y seductor, muy a la medida de la Muñoz.

“Tuvimos un matrimonio de 12 años, muy hermosos, de ahí nació nuestra hija Lucre, y luego, al separarnos, seguimos siendo amigos, trabajando juntos y manteniendo el vínculo de un amor extraño y diferente. Creo que vio en mí a la madre, la hermana, la amiga, todo lo que había perdido y le había dejado destrozado.

“Él dice en una entrevista que conocerme cambió su vida, pero también transformó la mía. Fue mi primera pareja con la misma afinidad que yo por el arte, un hombre que admiraba la poesía, la plástica y el teatro, un intelectual en todas sus dimensiones”.

Cuando el diseñador dejó su proyecto de tantos años, Ediciones Vigía, ella lo asumió como parte de su compañía Teatro Icarón. Muchas de las obras a las que él aportó su singular sentido de la visualidad, La ventana tejida, Espantapájaros, entre otras, trajeron al grupo importantes premios nacionales.

“Me ayudó muchísimo en lo profesional, cada vez que le decía ‘quiero dirigir esto’ y le entregaba un texto, ya sabía que gran parte de lo que quería lograr lo iba a poner él, a través de la imagen. Por eso seguí apoyándolo en cada cosa que se le presentaba, como cuando decidió tener un espacio para él solo, El Fortín”.

Su último trabajo escénico fue el diseño para Emilia habla con los que no la escuchan. Mirita recuerda cómo, con muchísimo cariño, le dijo: “Para ti todas las cosas tienen que ser especiales”. Con sus propias manos, ya débiles por la enfermedad, fue tiñendo de sepia el encaje blanco del traje, usando bolsitas de té, le colocó un broche que había pertenecido a la poetisa Digdora Alonso e insistió para que utilizara una mesita suya como parte de la escenografía.

“En sus últimos tiempos iba a la sala y se quedaba dormido sobre mi hombro, viendo los ensayos de los alumnos del taller. Estévez fue uno de los hombres que más he amado. Aparentaba ser una persona valiente, pero en realidad tenía muchos miedos y siempre me los confesó. Lo extraño, me cuesta pensar que no está. He llegado al teatro y he sentido su voz llamándome. Caminar por Matanzas es encontrar miles de señales de su paso”.

Fuente: Periódico Girón