Por Kenny Ortigas Guerrero
El teatro es el estado, el lugar, el punto en que se puede comprender la anatomía humana y a través de ella sanar y dirigir la vida.
Antonin Artaud
¿Por dónde empezar? ¿Qué decir del complejo mundo de la actuación? De su amplio terreno donde se albergan las más disímiles formas expresivas, técnicas, métodos… en fin, todo un surtido de elementos que han sido motivo del análisis y estudio de no pocos especialistas en la materia.
La actuación exige de constante investigación para obtener un resultado que eleve la interpretación a una categoría de oficio auténtico y que establezca esa “comunión” tan necesaria de la que hablaba Stanislavski, cuando expresaba:
“(…) sin absorber de otros, o sin dar a otros, no puede haber relación en el escenario, dar o recibir algo, constituye un momento de relación espiritual (…).”
A este sentido también pertenece, por supuesto, el espectador, que asiste a cada función por la necesidad de experimentar un encuentro perceptivo que logre conmoverlo dentro de la ficción y observar una realidad otra y se reconoce dentro de ella, se evalúa, compara y también la disfruta más debido a las energías recíprocas que se intercambian y que interactúan directamente sobre los sentidos. El ser humano, no lo olvidemos, es un ente vivo, sensible.
Cada maestro de arte dramático, junto a sus discípulos en las diferentes épocas, ha explorado diversas fórmulas consustanciales a la profesión y, sin dudas, todos han navegado el río turbulento de la naturaleza orgánica del actor, de su cuerpo como significante, como emisor de estímulos sensoriales que afectan el imaginario de los que asisten al encuentro “mágico”.
Y sí, todos conocen de las convenciones preestablecidas: escenografía, luces, escenario, platea. Pero no obstante el cuerpo se entrega por entero al éxtasis y asume subir a la nave de la representación, con la esperanza de tener un viaje que reconforte su espíritu y lo libere, purificando sus pasiones.
¡Qué inmensa responsabilidad la del actor!, tiene que hacer de ese viaje una experiencia única e irrepetible y que en lo efímero de su existencia sobre el escenario rebele todo lo audaz, sorprendente, alucinante y estremecedor que supone adentrarse en un universo desconocido. Decía Charles Dullin, un importante actor francés que “el actor debe escuchar la voz del mundo y luego escuchar la voz de sí mismo haciéndolas coincidir, y de ese encuentro nacerá la verdadera expresión”.
¿Qué es la voz del mundo? Todo lo que nos comunica sensaciones. La tierra, lo que vive y muere en ella, lo que permanece estático en apariencia.
Recordemos, los espacios condicionan los estados. Todo es fuente de poder en el actor –pudiéramos llamarlo también “circunstancias dadas”–, de todo se nutre, de ahí la importancia de entrenar sus sentidos, su habilidad para discriminar sobre los aspectos superfluos y los útiles, pues conectan el corazón del espectador con el corazón de la escena.
Esa capacidad de escuchar, de “hacer” –como enfatizaba Sansford Meisner– y de absorber continuas experiencias. El actor es un receptáculo de ellas y luego las organiza y reconstruye para “expresar algo”. Pero esa situación de expresar queda en parto estéril cuando simplemente se muestra la vasija en su contorno.
Por eso, la voz de sí mismo tiene que dialogar desde la sinceridad absoluta con las voces y las sustancias de la naturaleza toda, para conocerse, reconciliarse entre ambos, revisar cómo se afectan mutuamente y comprenderse a plenitud. Ahí nacerá un nuevo conocimiento que impactará por sí solo el comportamiento del intérprete y es labor de éste adecuarlo coherentemente al cuerpo, como texto que brinda determinada información a través de sus acciones, que a su vez son el resultado de la síntesis.
Todo esto requiere de entrenamientos sistemáticos que desarrollen la autoconsciencia del actor sobre sí mismo, su capacidad de atender y reaccionar desde la re-creación de lo orgánico –bases fundamentales para crear en el arte teatral– de controlar su presencia en la escena y dilatarla como una prolongación metafórica del pensamiento que se traduce en imagen.
Como diría el maestro Eugenio Barba:
“Decir que un artista está habituado a controlar su propia presencia física y traducir en impulsos físicos y vocales las imágenes mentales, quiere decir simplemente que un actor, es un actor.”
Asumir aquí y ahora un personaje, penetrar en su universo, significa diseccionar cada parte de su trazado conceptual y sondear sus profundidades, pero esa inmersión tiene que llevar el oxígeno especial de nuestro traje, dosis equilibradas de imaginación y racionalidad, donde, a pesar de someternos al flujo potente de la emoción, también seamos capaces de distanciarnos.
Eso convierte al actor en arquitecto de su comportamiento y sólo así puede construir y luego exponer su arte, de otra manera, nunca dibujaría líneas precisas de lo que se quiere decir. Tengamos algo en claro: aunque asistimos a espectáculos que se definen en diversas poéticas, y algunos “fracturan los hilos narrativos” para crear otras formas de textos, el espectador requiere descifrar lecturas que sólo serán inteligibles cuando el actor –sabiamente guiado por el Director– proyecta coherencia y precisión en un cuerpo que se dilata y que se nutre, en la corporalidad del movimiento, pensamiento y emoción, estableciendo uno o varios puntos de convergencia para el nacimiento de la acción física.
Muchos son los caminos que se abren para llegar al arte del actor, lo más importante, y no importa el que se escoja, es defender como premisa “la verdad”, esa que es capaz de penetrar en los sentidos del público a través de un cuerpo sensible, comprometido, sincerado con lo que dice y con la fe inquebrantable en el teatro.
Foto de portada / Yailene Sierra en Petra Von Kant, de Teatro El Público / Foto: Buby Bode
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