Por Noel Bonilla-Chongo
“…cada día es una comenzar desde el principio,
cada día: es un punto de partida…”
Aun cuando apostemos por el teatro como espacio de goce y celebración, de tribuna y denuncia, de reafirmación y ensueño, creo en él cuando logra parecerse a la vida, no como espejo, sino, mejor, como lente de aumento de sus sinsabores y glorias.
Cuando se detiene, en su afán de ser calco disimulado de la carencia aun develando sus contornos y epicentros más profundos. Así, la conjeturada caducidad o transitoriedad del tema que atañe a la dramaturgia de una pieza escénica y su continua sustitución o expansión por otros, es una constante incitación para retornar sobre los fundamentos, los supuestos originarios en la validez o adecuación, permanencia o renuncia que vuelve objeto cultural pertinente al teatro, y sus temáticas, como agente de cambio.
Y hago énfasis en el vector “objeto cultural” pertinente, sin ansias didácticas ni enciclopédicas, pero sí ajustadas a la capacidad ingénita del teatro como mapa cultural del contexto donde se produce, pues, en su ser archivo, documento, fe de vida, sus dispositivos deben tejerse desde las historias de sus gentes. Y no hablo de sinonimias entre el comportamiento del personaje y del sujeto/objeto que encarna la performance, sino de esas finas astucias que la dirección de arte logra tramar con eficiencia y eficacia creativa para que el producto sea pertinente en el aquí y ahora de su presente concreto, y también en el más allá de sus recurrencias pasadas o por venir.
Kilómetro Cero, guión y puesta en escena de la joven artista Liliana Lam, en el habanero Teatro Martí, explayó los márgenes espaciales que hasta hoy había contenido a la obra. En ella, el rol del narrador omnisciente que es personaje y cuerpo investigativo-documental, hilo conductor, apuntador en su concha, recrece su voz para reubicarse, reubicarnos y recolocar la acción en un espacio maximizado. Quizás como necesario tránsito que va del espacio privado al espacio público (el inherente discursivo al relato/relator y también del hecho espectacular), se forja uno de los mayores aciertos de esta temporada: ensanchar la audiencia.
No solo por la posibilidad de ganar en aforo, más bien por abrir la imagen de puerta hacia un universo de lo entreabierto que es capaz de proporcionar una acumulación de señales y tentaciones en otra geografía de relaciones. Primeramente, en la concordancia que genera la puesta en visión de un “asunto menor” en su exterioridad hacia una mayor sensibilidad imaginativa; la que sitúa el texto en el plano verbal de la acción teatral e impone amplificar el tono, la potencia, el alcance enunciativo del parlamento actoral; la que demanda otra ideografía del cuerpo situado en las nuevas trayectorias de sus desplazamientos y recorridos espaciales; la que reconfigura la unión inseparable del cuerpo y el espacio a través del tiempo, las resonancias que el uno hurga en el otro para crear una entidad dinámica que hace que uno no pueda concebirse sin el otro. Y es que en Kilómetro Cero, y en el desenvaine que Liliana Lam hiciera de la investigación del historiador Julio César González Pagés para el libreto y escenificación de la obra, confluye un asunto “espacio/corporal” de vigencia denotativa e igualmente connotativa.
Sí, pues texto (dicho y sentido) y puesta en acción (ficcional y física) animan sus arquitecturas respectivas en la revelación del sintagma espacio corporal o cuerpo espacial, en tanto, entre ellos siempre el cuerpo/espacio (polivalente, polisémico, polifónico, policromo, poliédrico) en el decir de la mexicana Adriana Guzmán, se torna maravilloso universo del ser. Dejando que le atención del lector-espectador, desde la declaración del cuerpo en espacio, devele la razón del gesto y la crudeza del acto que se cuenta. Se narra, se actúa, se pone en relación, en escena, en abismo, sin rarezas ni melindres. Lo feo es malcarado y lo agreste es rudo, sin mediatintas ni barnices fatuos.
Aquí, aquello de “cuerpos sobre blanco”, si hiciera referencia a la tentativa de elaborar discursos, de proponer conceptos, de encubrir situaciones, lo hace desde su envés, o sea, desde la potencia que emerge del cuerpo sobre el espacio al encarnar la propia carne, desnudar los cuerpos e instalar sus movimientos en sitios que permiten ser observados, vividos, advertidos, rearmados, más allá de la estructura visual y sonora imperiosamente efímera y performativa del hecho escénico.
En Kilómetro Cero, el sentido de personaje grupal en situaciones y con superobjetivos comunes, hace que el desempeño actoral (aun con destaques puntuales) se presuma como chorus perpettus, como coral en acople ensamblado; pudiera pensarse que haya sido una estrategia de dirección y construcción de los personajes, de ser así, celebremos el modo. Incluso, diría que pende una generosidad no habitual, esa que hace que la actriz y los actores sientan que su corporeidad no es sólo receptora del cosmos de su personaje, para también producir un campus imaginal fuera del ego, un estado de presencia que, sin estridencias expresivas, impacta en la construcción de una aparente subjetividad colectiva o, más bien, de una objetividad íntima.
Algo similar ocurre con la disposición escenográfica, colores y texturas, con el recurso didascálico y temporal del video mapping, con la música que emerge de la radio de Clara para ponernos en contexto audible. Sí, Liliana Lam y su equipo acuden a lo mínimal, a lo justo y hasta el cliché figurativo, como recursos eficientes en su puesta en escena. Y así, hacen que el teatro regrese al valor del texto dicho, del relato contado, de la situación enunciada, de la narración fehaciente del asunto investigado; tal vez como estrategia dramatúrgica que procura equilibrar los signos contenidos en sus planos y niveles informativos, precisamente para volver al acople, a la contención y, de esa manera, hacer zoom sobre lo que se cuenta y presentan sus performers.
Hay mucho y más para el análisis de las experiencias y sus conexiones entre el teatro, la vida y la acción que pudiera emerger de una lectura actual de un lugar que ya no existe (me refiero al bar que sirve de eje a todo aquí) y que es recuperado gracias a la investigación histórica, antropológica y sociológica, gracias al artificio que propicia el teatro en su ir y venir sobre lo que acontece. Pero, atendible me es insistir en la peripecia innegable del cuerpo/espacio para producir subjetividad, maneras especiales de vincularse con el mundo y con los demás, de producir conocimiento. Y, dentro de las estrategias escriturales del Julio César investigador de campo y de Liliana Lam productora de artisticidad, no hay dudas de que sus cuerpos (el propio y aquel que emana de la investigación/creación) se convierten en productores oportunos en una historia colectiva que atañe a todas y todos. Cierto es que la biografía personal, familiar y hasta comunes de los personajes que recrea la puesta en escena, vienen aquí como vinculaciones con un contexto histórico, con un grupo social, desde situaciones, relaciones, miradas y mecanismos de control que nos facilitan hoy volver en la fabulación teatral por la recuperación de la memoria.
Del mismo modo que Kilómetro Cero, viene resultando un suceso de público desde su estreno en la pequeña sala de Argos Teatro, hay que registrar sus valores como acto creativo en el teatro cubano de hoy. Una sociedad está viva cuando descifra y conmueve sus narraciones, cuando lo teatral en su ser sujeto activo, es capaz de repensar leyendas, reordenar las historias que condicionan el presente y el futuro para saditar la fuerza integradora de mitos y credos. Cuando espectadores y lectores ven que, en la producción artística de sus gentes de teatro, se registra la naturaleza de sus comportamientos, de sus historias, deseos, utopías y porfías.
Hoy, cuando las prisas de la vida misma retan en procura de volvernos más propositivos y certeros en la salvaguarda de las provisiones, el teatro debe apostar por tornarse diestra obsesión y embrujo para acariciar esas privaciones y devolverse creativamente anchuroso ante un lector-espectador que, inquieto, aguardará siempre. En ese sentido, Kilómetro Cero, bordea la noción del arte como acción y la franja del teatro documental. Arte-Acción, al poner en movimiento y en cuestión el modo mismo de organización de la práctica escénica, mecanismos de producción y sus variaciones exhibibles.
Cuando el cuestionamiento y el movimiento posibilitan mutaciones en las maneras de investigar, comunicar, movilizar y seducir sensibilidades, audiencias, nuevos espacios. Arte-Acción también en la gestión y producción, en tanto generación de productos, bienes y servicios, pero, sobre todo, como proceso de trabajo hacia la invención organizativa y re-edificante en los modos en que ella corteja la creación escénica. Liliana Lam y su equipo lo saben, ponderar la dimensión de experiencia compartida, de construcción colectiva, de subjetividades generadoras de discursos y vigencias, nos habla de ese teatro que debe ir hacia dónde va la vida. Pues, “cada día es una comenzar desde el principio, cada día: es un punto de partida”.