Por Noel Bonilla-Chongo
Qué suerte para la danza, fugacidad del aquí y del ahora movimental, que haya llegado la fotografía para atrapar el cuerpo en juego. Qué suerte para la fotografía, suspensión de lo efímero, contar con un cuerpo que le permita ser sorprendido, procurando nexos entre impulsos, poses, claros y oscuros.
Hoy, el cuerpo retorna al lente. Entre antojos y azares, la danza ha tenido que reinventar su modus operandi para ser confirmación activa de este tiempo enrarecido y atroz. La danza y sus gentes, sin renunciar a su “ser carne”, se aferran a los píxeles, a las pantallas, a los artefactos, a las redes y el cyberspace como zona franca de sobrevivencia.
Cuando la imagen fotográfica nos permite su lectura a través del cuerpo que danza y, la danza va perfilando sus aconteceres a través de un lente que ausculta y retiene, entonces la fotografía transforma en imagen real y física aquello que el cuerpo danzante trasunta y expone. En esta extraña ecuación, bienvenida será la fotografía mientras ella y la danza convivan en el escenario para materializarse en el espacio y en el tiempo del hecho coreográfico. Poética del cuerpo y poética del espacio se concretan en la imagen, en el ritmo, en la composición y derivas del discurso foto-coreográfico.
Aun asomándonos discretamente a la historia de la danza, detectaríamos las sospechas de una danza subrepticiamente asentada en la complicidad y peripecia del dibujo, el retrato y la fotografía como certeza del dominio y perfección técnica que no permite el escape huidizo de esa capacidad altamente censora que testimoniará la perpetuidad imagen visual. Son célebres las pinturas y estampas que a partir del siglo XVII comenzaron a realizar algunos artistas sobre bailarines del ballet clásico.
Por su parte, algunos artistas del impresionismo pintaron cuadros de funciones de danza o en torno a los ejercicios que los bailarines realizaban en los salones de clases y en las academias. De igual forma, algunos pintores del Renacimiento, como Botticelli, crearon figuras dentro de sus cuadros que aludían a los movimientos de la danza o, bien, describían posiciones y movimientos de cuerpos humanos interpretables como hechos danzados. Sabido es que muchas bailarinas se legitimaron como “grandes”, gracias a lo que sobredimensionaban sus cronistas del pincel o el lente.
Es con la invención de la fotografía que puede reproducirse, lo más objetivamente posible, la naturaleza y el desarrollo de los movimientos del cuerpo danzante. Desde los primeros productos de esta nueva técnica, los cuerpos humanos y los movimientos que estos realizaban se convirtieron en importantes líneas de estudio, análisis y expresión. Asimismo, se puede suponer que en esas fotografías se llegaba a registrar involuntariamente los espacios circundantes, claroscuros, formas diseminadas, nubosidades, escenarios que podían surgir y hacerse atractivamente evidentes durante los procesos de revelado.
Hoy, cuando el cuerpo retorna al lente como broquel en su día a día de encierro y aislamiento, como suerte de esa otra foto-coreografía o coreo-fotografía necesaria, parecería que retornamos al inicio de todo. Sí, cuando Jean Georges Noverre soliviantara el statu quo y la quietud de la dieciochesca danza francesa, para preconizar uno de los mayores aportes kinestructurales del movimiento danzado: el ballet d’action, o sea, la semiotización del gesto, del emblema, del adaptador movimental que se concreta en la pantomima y la fijación de la “imagen en movimiento” se vuelve oficio de soberana importancia. Y es que, al incidir sobre el valor sígnico de las cualidades y vectorizaciones del gesto danzado, sus aportaciones se entronizan con aquellos raros e incomprendidos estudios iniciáticos sobre la anatomía en la kinesfera del cuerpo humano -danzante, ahora por extensión- donde afeites y aditivos se volvían protésicos de la corporeidad.
Así, la fotografía de danza trastoca su sentido de ser mero registro, para implicarse más allá del “sometimiento de la forma” (Dallal, 2013: 14). En tanto transcripción y registro de la experiencia o el acontecimiento dancístico, al retratar los límites de los cuerpos de los danzantes, algún gesto de sus rostros; la fotografía permitía a cualquiera examinar o explorar las cualidades del movimiento, así como una gran cantidad de elementos, de modalidades, de procesos y de intenciones dentro del dibujo coreográfico, el cual también se desarrolla en un espacio captado, apresado por la foto.
Tal como nos ha señalado Alberto Dallal, en cierto sentido, cada fotografía de un acto dancístico debe hablar por sí misma, considerando que cuando se escribe sobre esta forma de registro, “la escritura se apodera aquí de la fotografía, la interroga, propone, anticipa provisionalmente ciertos elementos de ordenación del material fotográfico” (Barthes, 1992: 12). En este sentido, aunque el ‘texto’ que escribe el observador de una fotografía de danza en su cerebro es válido para asimismo ‘juzgar’ esa foto de danza, sirve simultáneamente para “argumentar sus sensaciones”, es decir, para “ordenar” pensamientos en torno al acto dancístico (Barthes, 1992: 12). Barthes explica qué ocurre en el cerebro del ‘veedor’ de una fotografía de danza cuando aduce que “lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la Fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente” (Barthes, 1992: 31).
Entonces, hoy, cuando danza y fotografía forman un par biunívoco en este otro escenario que viene marcando el aislamiento pandémico, al tiempo que la danza se hace vector fragmentado de sus cuerpos en juego; la fotografía de danza adquiere una categoría conexa al arte de la danza que, sin embargo, asume una categoría propia de la obra de arte, ya que “aquí la fotografía se sobrepasa realmente a sí misma: ¿no es acaso la única prueba de su arte? ¿Anularse como médium, no ser ya un signo sino la cosa misma?” (Barthes, 1992: 93).
Mientras que el transcurso de estos infinitos meses de “estambay”, cuerpo danzante y lente fotográfico se lían en una suerte de pas de deux recurrente y salvador, nuestra historia de la danza viaja a través del legado de tantos fotógrafos que en sus obras han develado el quehacer de la danza cubana para ayudarnos, desde el presente, en su comprensión. Ellas y ellos, han ganado autonomía, han sabido establecer modos de penetrar en esos elementos propios de la danza, de cada danza; entrar en sus dominios mediante la manipulación (tal como lo haría un coreógrafo) del juego luz-oscuridad. Saber cómo hacer que se desvanezca o se transforme el espacio o, mejor, que el espacio se haga tránsfuga del cuerpo danzante y su movimentalidad.
No siempre la sensualidad del cuerpo y la escena que lo acoge se tornan mágicas formas capaces de dialogar con la abstracción del ritmo y los compases menos sospechados para accionar el obturador. Han sabido, por igual, retener el tiempo para aprehender del gesto que se amplía con el movimiento. Así, al final, descubrir o presentir cada impulso, cada acento, cada salto o pose, solo entonces llega el “clic” y con él, lo aparencial de la forma que sujeta se inserta en el singular plano de la foto.
Como mascaradas para un baile, las imágenes creacionales de artistas (coreográficos-fotográficos) se convierten en testigos de un tiempo-cuerpo irreal y verdadero. Quieren ellos, los cuerpos-imágenes-artistas, otorgarle al movimiento una fuga también aparente. Pues, han quedado por siempre atrapados entre el deseo de seguir siendo pasado, presente y futuro de estos tiempos.
Foto de portada: Imponderable, Coreografía: Goyo Montero, Acosta Danza. Foto Buby Bode.
Referencias:
Barthes, Roland (1992), La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, 2ª ed., Barcelona, Paidós.
Dallal, Alberto (2011), Curso: imagen, espacio, significación. Ver y estudiar el arte de la danza, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
Dallal, Alberto (2013), “La fotografía de la danza o el sometimiento de la forma”, La Colmena No. 77, pp. 9-20.