Por Roberto Pérez León / Fotos Yuris Nórido
Para los que llegaron a la sala Adolfo Llauradó, tal vez porque se enteraron de que en la obra que se ponía en estos últimos días de noviembre había desnudos y creyeron que podía existir algún amago de erotismo, les aseguro que tal vez salieron decepcionados en ese sentido. En Equus sí hubo desnudos pero fueron desconsoladores, de una desolación casi hiriente. En esos desnudos podía verse cualquiera de nosotros porque todos y todas podemos ser Alan.
Alan es un joven de diecisiete años con un padre ateo y de doble moral, una madre sobreprotectora y aberrantemente religiosa. De muy chico tuvo la primera experiencia de montar un caballo cosa que lo hechizó, recuerda ese día como el más feliz de su vida pese haber sido también la ocasión en que fue atropellado por su padre. No obstante la obsesión por los caballos empezó a ser hipnótica.
Pasados los años, por azar, Alan empieza a trabajar en una caballeriza y luego de un encuentro carnal con una chica, la misma por la que estaba trabajando entre caballos, Alan desata su pasión furiosa hacia los equinos y poseído por una especie de embriaguez religiosa comete la atrocidad de dejar ciegos a cinco caballos. Es internado en un hospital siquiátrico. Entonces entre paciente y médico no sabemos en verdad quien está más trastornado; el siquiatra todo el tiempo obliga a Alan a confesarse como si con eso domesticara sus impulsos; por otro lado, pareciera estar usando a Alan para canalizar sus trastornos personales y se establece una relación médico-paciente intrincadamente tormentosa.
Alan ama a los caballos de una manera inconcebible tanto para el siquiatra como para sus padres; Alan se siente libre y encantado identificándose con los caballos; Alan no concibe que lo traten como un loco y se rebela; Alan está rodeado de gente que trata de auxiliarlo pero no entiende cómo lo quieren ayudar si no son capaces de reconocer sus ardores; Alan se enfrenta al padre, a la madre, al siquiatra, solo quiere estar con él mismo, que lo dejen tranquilo.
La pasión, el deseo, el delirio provocado por el sonido de los caballos en la caballeriza electriza a Alan y comete la atrocidad de cegar a los caballos bajo el confuso entusiasmo que lo estimula, por el que será reprochado en nombre de la cultura, la civilización, la ciencia, las convenciones sociales, la familia sobre todo.
Equus es una obra del dramaturgo inglés Peter Shaffe, un escritor que ha inspirado dos grandes películas; precisamente Equus fue trasladada al cine en 1977 por Sidney Lumet y en 1979 Milos Forman hizo Amadeus, partiendo de la obra homónima de Shaffe.
Equus desde 1972 en que fue escrita y empezó a ser representada en todas partes del mundo ha sido causa de polémica y hasta de censura. Casi medio siglo después llega a La Habana en pleno festejo por el 500 aniversario de la fundación de la ciudad.
Ha sido excelente que sobre todo un grupo de jóvenes capitaneados por Jazz Martínez-Gamboa se haya arriesgado a montar tan comprometida obra donde sí discursean escénicamente criterios socio-culturales de mucha beligerancia.
Hay que decir que Equus nos llega también con la sazón de haber sido el personaje de Alan interpretado por Daniel Radcliffe en los inicios del dos mil; el magnífico Harry Potter, que entonces era menor de edad, tenía que hacer un desnudo frontal y se enfrentó al escándalo que se armó y al final el chico se salió con las suyas, y sorprendió al más pinto por su trabajo actoral que mereció muchos reconocimientos.
Ahora tenemos Equus en La Habana, nunca es tarde si la dicha es buena. Y la dicha ha sido sumamente satisfactoria. El montaje que hace Jazz Martínez-Gamboa es conciso y con seso.
En Equus la mesura en la composición escénica es determinante, siempre existe el riesgo de caer en excesos innecesarios sobre un argumento casi detectivesco que sobrepasa, por momentos, las mismas sesiones siquiátricas que consumen la totalidad del tiempo y el espacio escénico concebible.
Durante dos horas un siquiatra persigue, cuestiona, indaga implacablemente para llegar al origen de las pulsiones de Alan fascinado por un extravío que le resulta apasionante. Esta situación sostenida durante toda la representación ha sido balanceadamente expuesta en el montaje que hemos tenido en la sala Llauradó.
Jazz Martínez-Gamboa ha sabido asimilar las muchas propuestas que de Equus se han hecho sin sobrepasar incluso determinadas indicaciones del propio Peter Shaffer. El joven director ha compuesto con equilibrio en un solo plano toda la puesta en escena; y, si bien debo señalar que en la última media hora sentí cierta retórica visual y actoral, empleándose recursos que bordean el melodrama, la resultante final me puso de pie y aplaudí agradecido por el trabajo de los jóvenes que evidentemente o son estudiantes o acaban de graduarse. Quiero anotar de paso que últimamente estamos viendo en el escenario, e incluso en la propia televisión, una hornada de actores y actrices “pichones” que bien vale la pena saber conducir para que no se malogren en chapucerías escénicas o televisivas.
Equus propone unos traspasos temporales y espaciales muy contundentes por lo que el montaje requiere de mucha maestría compositiva para no perder espesor en la atmósfera intimista que precisa la obra.
Cuando decía que todo transcurría sobre un mismo plano escénico hay que destacar que los actores están en todo momento expuestos ante el público, sentados a los lados del escenario, intervienen en la medida en que tienen que participar y luego regresan a sus puestos. Pero son no fantasmas ni siluetas, son presencias participantes en la galopante y compleja trama de Equus.
Ahora que escribo esta nota sin programa de mano, no porque no lo dieron sino porque lo perdí, no puedo precisar la banda sonora, no la recuerdo, sí tengo muy marcado el diseño de luces en su mayoría planas, pero en oportunidades centradas en determinados focos que acentúan el carácter de las actuaciones que requieren de un concreto esfuerzo físico, además de la necesaria vehemencia con que cada personaje tiene que ser asumido.
No solo el empleo o manejo de las luces sino también las rupturas actorales, que fungen como especies de transiciones, permiten el acontecer paralelo o contrapuntístico del tiempo y el espacio, de un lado y de otro; entramos y salimos indistintamente del pasado, del presente, participamos de recuerdos, evocaciones, acciones en ambientes disímiles.
El diseño escenográfico es magro, descarnadamente cónsono con la dinámica que persigue la puesta, que me resultó una especie de ring donde no deja de estar sucediendo una pelea contra los demonios de todos los personajes y los de nosotros en las lunetas.
Por otro lado, una de las venturas de la puesta son las imágenes-cuerpo; la ausencia de la voz y la mirada en cuerpos desnudos quita fuerza humana, pero resulta que en Equuss los cuerpos desnudos en el escenario quedan sustanciados por una leve gesticulación que los despoja de ser cuerpos-objeto, metafóricamente encarnan caballos que en su presencia no nos sentimos a gusto por la extrañeza que provocan. Y dice Theodor Adorno que la extrañeza que provoca no sentirnos del todo a gusto es propia de los acontecimientos cuya entidad relacionante es una prolífica expresión estética.
Extrañeza y asombro ante la inquietante tensión de cuerpos desnudos que sin negar del todo su humanidad, laten con una complacencia de naturaleza inquietante. Mirando cuerpos así no nos sentimos a gusto, nos asombramos como ya casi hemos olvidado de hacerlo por la desacralización que nuestra cultura ha hecho del desnudo. Hay una sensible alteridad externizada en esos desnudos incrustados en imágenes de asepsia marmórea.
Equus tiene nueve personajes que en la adaptación que nos llega conservan el poderío dramatúrgico de la obra de Peter Shaffe, quien se basó en un hecho real para ficcionalizar sobre la fascinación sexual y religiosa que ejerce un caballo en un chico de 17 años y su tratamiento en un hospital psiquiátrico (sic).