La Dra. Isabel Monal fue la primera directora del Teatro Nacional de Cuba, sitio donde se fundaron la compañía Danza Contemporánea de Cuba, la Orquesta Sinfónica Nacional y el Coro Nacional. Ante un auditorio compuesto mayoritariamente por jóvenes, recordó los primeros años de trabajo de la institución. Cubaescena reproduce la conferencia de la Dra. Isabel Monal, el 27 de enero de 2019, en el Teatro Nacional de Cuba.
Ser la directora del Teatro Nacional con solo 27 años fue posible por la existencia de la Revolución, un hecho absolutamente extraordinario; es la Revolución más increíble que ha tenido lugar en el planeta Tierra, la más limpia, la más sana, la menos sangrienta, la que abrió más caminos.
Todos éramos jóvenes, con 27 o 28 años. El país hervía de ideas, sentíamos que se rompían todas las amarras, no solo las de la explotación económica, también las de la creatividad. ¿Qué hace la Revolución con la cultura? Le abre senderos a la creatividad, sin cortapisa, sin limitaciones; se llamó a muchos compañeros a colaborar y hubo una explosión, no tengo otra palabra para calificarlo.
Hay que ubicarse en la época para entender lo que ocurrió. Los gobiernos anteriores no se ocuparon de la cultura, había artistas y escritores muy talentosos, con ganas de hacer, con sus proyectos, con sueños, había una acumulación de talentos que era como un volcán a punto de estallar. Pienso en Ramiro Guerra, Argeliers León, Carlos Fariñas. De pronto, tienen la posibilidad de crear y se produce una explosión.
Nos reuníamos entre las 8 y 10 de la noche, era horario normal para trabajar, no se había terminado la construcción del Teatro, tomábamos acuerdos de trabajo y, a la mañana siguiente, no había que convencer a nadie, arrancábamos a hacer, pero las cosas no empezaron así.
De las instituciones que se crearon en 1959, la nuestra nació sin un centavo. Había un viejo fondo del patronato de la época de Batista que estaba congelado y alguien me lo dijo. No tienen idea del peregrinar que tuvimos que hacer por oficinas y papeles, pero una vez que obtuvimos el dinero, tampoco teníamos a nadie que nos dijera cómo gastarlo y cómo no hacerlo.
Nosotros mismos distribuimos el presupuesto como nos pareció correcto. Los constructores nos decían: el Teatro está para tal fecha; tuvimos hasta un espía del FBI que trabajaba como constructor, en la terraza de mi casa me preguntó: a qué velocidad quiere que caigan las cortinas. Me quedé en una pieza. Yo iba mucho al teatro, no había mucho teatro pero yo iba a lo poco que había. Una de las tareas de la contrarrevolución era hacer daño en la construcción, pero nosotros no teníamos nada que ver con eso.
Lo primero que hicimos fue lanzar la convocatoria para la creación del Conjunto de Danza Moderna del Teatro Nacional, que fue su primer nombre. Empezar con la danza moderna en Cuba fue una tarea difícil porque había mucha gente en contra.
El pobre Ramiro Guerra, antes del triunfo de la Revolución, se presentaba y no tenía ninguna repercusión. Había un público para el ballet, no muy grande, pero existía. Había que crear un público para la danza moderna, había que ir a contracorriente, había que demostrar que una cosa no excluía a la otra.
No tienen idea de las batallas que hubo que librar tras bambalinas para que se impusiera la danza moderna entre nosotros, hubo que enfrentarse a fuerzas increíbles. Recuerdo que fui a una discusión sobre el presupuesto y un compañero al que estimaba me dice: si quieres te doy dinero para el ballet, pero no te daré para que bailen los negros.
Ya se estaban presentando los espectáculos yoruba, organizados por Argeliers León. Fíjense en la apertura que tenían los de Danza desde la programación de la primera función, con las obras que montó Lorna que tenía su línea estética, y Ramiro que tenía otra, las dos se presentaron en igualdad de condiciones. Para nosotros era una especie de Biblia la apertura estética, las visiones diversas, porque hay espacio para todos, no hay por qué quitarle el espacio al otro.
Quisimos poner una obra de teatro norteamericano, Nuestro pueblito, de Thorton Wilders, y se puso. Nadie cuestionó que fuera una obra del enemigo, eso era primitivismo. Cada Departamento fue creando su propio grupo, luego los nombres fueron cambiando y nosotros no creamos ninguna dificultad para que se convirtieran en grupos nacionales y pasaran a otra dimensión. Nunca caímos en esa mezquindad, cometimos otros errores, pero mezquinos no éramos.
Entonces se creó la Orquesta Sinfónica del Teatro Nacional, la actual Orquesta Sinfónica Nacional, que comenzó ensayando con el piano en mi oficina porque no teníamos otro lugar. Cambiaron solo el nombre, eran los mismos músicos, los mismos directores, la concepción era la misma en el sentido de que Carlos Fariñas, que era el director del Departamento de Música, señaló como uno de los pilares del trabajo, que había que incluir autores cubanos y autores latinoamericanos, y a esa Orquesta, al igual que al grupo de danza, se le organizaron giras a lo largo y ancho del país, se dieron funciones en la cooperativas para los campesinos, que nunca habían visto ni danza ni ballet, ni habían escuchado una orquesta.
Las funciones en las cooperativas se hacían contra viento y marea, era el espíritu que vivía el país, nosotros no teníamos uno distinto, era el espíritu de la Revolución. Así nació, un poco después, en el 60, el Coro del Teatro Nacional de Cuba. Fíjense que teníamos Conjunto de Danza del Teatro Nacional de Cuba, Orquesta Sinfónica del Teatro Nacional de Cuba. Cuando se creó el Consejo Nacional de Cultura, el Coro se convirtió en Coro Nacional de Cuba. Duele que cuando se celebran los aniversarios del Coro Nacional nadie mencione a Carlos Fariñas, ni a su primer director y fundador, Serafín Pro. Vinieron ellos a proponérmelo a mi oficina y sacamos dinero debajo del piso para crearlo.
Las primeras funciones del Teatro Nacional fueron a principios de los 60, comenzamos en el 59 lanzando las convocatorias para que se presentaran los interesados en la danza, en la orquesta. Queríamos que todos los Departamentos dieran funciones, la gente estaba lista para actuar pero no había teatro.
Y se hizo lo que se puede hacer en medio de una Revolución, y a teatro despejado, con piso de cemento, con las tablas que puso un compañero para la acústica, se hizo la función. Tengo que decir que los compañeros bailarines del Conjunto de Danza se sentaban con nosotros a coser sacos, a colaborar para que el Teatro echara a andar en las condiciones que fueran, a cargar sillas.
Dio la casualidad que vino a Cuba Jean Paul Sartre, y eso sí fue casualidad, se estaba montando La ramera respetuosa, y fueron a verla Sartre, Simone de Beauvoir y Fidel. Fidel quedó impresionado con lo que estaba viendo. Yo no olvidaré nunca la frase que me dijo al oído: “Yo no sabía que la gente venía tanto al teatro”. Ya en los camerinos le dijo a Sartre: “Acabo de descubrir un arma revolucionaria”. Sartre, que era un hombre de mente abierta, le dijo: “Yo se la entrego”. Si recordamos la historia de La ramera respetuosa veremos que hay una crítica social.
Cuando se hicieron las primeras funciones, para la gente de Argeliers estaban incluidas en el presupuesto no escrito unas botellas de ron para que los bailadores y tocadores salieran a escena. No lo incluíamos porque iban a decir: qué está haciendo esa loca. Es verdad que yo estaba medio loca, pero era revolucionaria, y no me importaba cuidar el puesto. Cuando tu vida es la Filosofía y estás trabajando en lo que yo hacía, y feliz de estar allí, y no te importan los cargos, lo que te importa es hacer y estar a la altura de la Revolución.
De las instituciones que se crearon en los 60, la Imprenta Nacional y nosotros, el Teatro Nacional, teníamos una visibilidad inmediata. El impacto social fue muy grande, la gente vio lo que estábamos haciendo, vio a la Revolución actuando en la cultura. Los compañeros que trabajaron aquí fueron fundacionales, aquí se concibieron los instructores de arte, se organizó el movimiento de artistas aficionados, se creó lo que después fueron las Brigadas Covarrubias, se creó el Seminario de Dramaturgia, que Dragún realzó pero que fue ideado por Fermín Borges.
Los compañeros nuestros sabían a quiénes debía dirigirse el Seminario, a personas que hoy son grandes escritores. Dragún llegó a Cuba y no los conocía, pero nuestros compañeros sabían quiénes eran. Cuando se hizo la primera presentación del grupo de Argeliers hubo una manifestación, no se imaginan cómo era tratada la cultura afrocubana antes de la Revolución.
Yo tuve la suerte de asistir a las conferencias de Fernando Ortiz en el Aula Magna de la Universidad de La Habana. Era una cultura marginada y despreciada. De pronto, el Teatro Nacional abre sus puertas y presenta el cuadro yoruba, el congo; y Argeliers logra que los abakúa, que tenían prohibido salir a escena, lo hicieran. Hay que resaltar el valor de aquellos abakuá que se enfrentaron a sus compañeros, tuvieron el valor de subir a escena y sentar un precedente, así abrieron un camino.
Es una enseñanza para los jóvenes: las cosas se hacen con verdadero convencimiento, con espíritu creativo, con seriedad, con entrega, con el rigor con el que trabajábamos. Nuestro legado es el camino de trabajar por hacer las cosas correctamente, el de la creatividad sin cortapisa. Eso hizo a los compañeros que trabajaron en el Teatro Nacional defensores de un proyecto cultural, ese es el legado que los puede nutrir a ustedes porque fue un proyecto fundacional.
En ese año 1959 se sentaron bases fundacionales para el trabajo cultural. A esos compañeros la Historia tiene que recordarlos por su talento, por su dedicación, por la valentía, por la osadía, por su amor y su lealtad a la Revolución. A los jóvenes les corresponde hacer más grande la cultura de la Revolución.
Tomado de La Jiribilla
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