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¡Demasiado Selfie!

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Por Roberto Pérez León

En la sala Llauradó finalizó recientemente una exitosa temporada de Selfie, puesta a cargo del colectivo Teatro del Caballero, que tiene la dirección general de José Antonio Alonso.

El texto, la producción y la dirección artística de Selfie son de Carlos Sarmiento quien, según deduzco del programa de mano, muestra el resultado de su trabajo bajo el auspicio de la Beca de Creación El reino de este mundo 2018, de la Asociación Hermanos Saiz.

Selfie, según el programa de mano, es “la primera dramaturgia de autor que da a conocer al teatro cubano el también actor, teatrólogo y director  Carlos Sarmiento”. Casi que es un ser del Renacimiento en el mundo de las artes escénicas este joven. No obstante, considero que Selfie es teatralmente un ejercicio inacabado.

En muchas ocasiones he insistido en la importancia de un programa de mano. De la función que vi de Selfie salí muy confundido. Se trata de una obra donde participan dos hombres, dos mujeres y una niña, según el elenco registrado. No se ponen los nombres de los personajes de la pieza, solo aparece el de los intérpretes, tal vez sea para afianzar la auto-referencialidad como recurso dramatúrgico del texto. Por otra parte, en el escenario, con las dos actrices, hay tres hombres, es decir, uno más de los  anotados en el elenco.

Al iniciar la función el autor de la obra dice algo que en realidad no tiene objetivo preciso ni siquiera como presentación, se declara autor de lo que se va a ver y explica qué es un selfie. Sucede que en el transcurso de la función el autor interviene de manera esporádica, todo lo cual hace que se convierta en el tercer actor varón.

El joven autor en escena no agrega absolutamente nada más allá de insistir en la auto-referencialidad que se persigue desde el mismo título del espectáculo. Al no aparecer en el programa como actor, supuse que tal vez se quería conseguir el súbito, lo incondicionado condicionante, una digresión en la enunciación escénica, la oportunidad de la experimentación que no puede pasar de moda.

Pero una puesta como la de Selfie no es ad libitum. Nada es azaroso. Y lo que pretendería serlo se convierte en una destemplada en medio del accionar escénico.

Las actuaciones no son fluidas ni singulares. Las estrategias expresivas son las mismas en todo momento. Los desplazamientos en el espacio de la representación; la voz y el ritmo de la dicción, más cuando se trata de imitar determinada cadencia como es el caso del personaje femenino más sobresaliente; y, la gestualidad, son lo vertebral en la performance del actor y deben engarzarse según los motivos y los matices oportunos para hacer eficaz la presencia escénica.

Selfie se queda en la anécdota de personajes poco convincentes a veces por lo que dicen y a veces por cómo lo dicen. En general suceden actuaciones muy de estudiantes que aún les queda por hacer mucho. Las intensidades, el desmayo vocal y gestual, devienen en bandazos entre el escándalo, el manoteo y el decir atropellado.

Selfie es una pieza accidentada, discontinua en su desarrollo sintagmático. Carece de sintaxis efectiva. Resulta muy nutriente la fragmentación y la composición de diferentes planos discursivos en una puesta en escena. Estructuras narrativas interpuestas logran entonar el ritmo escénico y la linealidad suficiente y necesaria para que no derivar en algo abrumador o tiránico. La irradiación narrativa enriquece la reflexión en el receptor y demuestra la capacidad discursiva del productor.  Pero cuando la fragmentación se convierte en un recurso colorante de la enunciación, cuando es su más notable operación para encontrar significados escénicos, resulta infecunda como expresión significante de la matriz teatral. La fragmentación no funciona para llenar los vacíos o ambigüedades de un texto dramático. Tampoco para suplir lo envarado del metatexto global.

Cuando se abarca mucho se aprieta poco. El alcance temático de Selfie intenta ir desde la más elemental mirada al suceso cotidiano del hoy por hoy, hasta los ya muy bien estéticamente historiados sucesos del Escambray con sus secuelas sociales, sin dejar a un lado el omnipresente trauma de la inmigración que, por cierto, es tiempo de que tenga otro cauce, el tigre cuenta con demasiadas rayas.

Nuestro imaginario colectivo está lleno de todos los temas que apunta Selfie. Va siendo hora de que los abordemos desde una dramatúrgica con aristas más distintivas desde lo sicosocial, lo histórico y lo estético. Hay que buscar nuevos ángulos, crear perspectivas con materiales escénicos que se constituyan en intrépidos sistemas significantes que hagan del teatro un objeto de conocimiento para pensar el teatro mismo y la sociedad. Hay que tejer desde el escenario ardientes reflexiones.

Por otra parte, para decirnos lo que somos no hay que recurrir al lenguaje marginal, a la expresiva vulgaridad corporal y lingüística. Sí, claro que tenemos porciones indeseables en nuestro quehacer cotidiano que atentan contra la compostura en el comportamiento civil, pero para qué naturalizarlo a través de la escena y aceptarlo como un componente más de nuestra gala caribeña. A veces siento que comercializamos con nuestro suceder. Traemos y quitamos y ponemos y mezclamos de manera muy fútil nuestros tropezones y baches socioculturales: Eletra Garrigó, María Antonia o Aire Frío.

En el teatro la producción y creación de sentido es un suceso colectivo. Son validos los procedimientos de auto-referencia y los metalenguajes pues suponen dinámicas de creación escénica, pero solo  cuando son susceptibles de decantación y modulación.  Veo a Selfie no como una obra acabada, sino como parte de la complicada cartografía del proceso de formación de un joven.

Selfie comprende sensiblemente los deseos, las pasiones, las reflexiones éticas y sociales de su autor. Esta obra es parte de la novel biografía que le pertenece a estas alturas de su labor creativa. Pero aún eso no lo salva de poder estar dentro y fuera, de ejercer el distanciamiento brechtiano y poder generar un suceso emocional y critico a la vez. Sin duda hay empatía con el orden social, con el quehacer y la historia cubana, pero la implicación emocional lastra y al desatarse la perspectiva personal se amelcocha el discurso en un egotismo insustancial. Dramatúrgicamente hay lagunas, espacios amorfos, un poco blandos. Las dinámicas relacionales fallan desde el mismo texto y se traducen en una representación turbulenta que no es el requerido movimiento.