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De la danza y sus significaciones

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Por Noel Bonilla-Chongo

«Le point de départ de toute construction du signification dans la danse renvoie à

la nécessité, l’urgence même, de dire, de crier parfois,

à la face du monde, le trop plein de sens dont son être

est porteur jusqu’au débordement»

Laurence Louppe

El panorama coreográfico desde principios del siglo XXI ofrece desafíos de pensamiento para abordar el comportamiento de la danza. Ya sea por la creciente porosidad de las fronteras entre las diferentes artes/prácticas escénicas, o el surgimiento del arte digital que ha venido como catalizador dinámico y acelerado en los modos expresivos que usa la danza para materializar su estado de presencia. Reflexionar sobre estos temas implica necesariamente volver a las recurrentes preguntas iniciales sobre la naturaleza de la danza y la definición que se le puede otorgar. Cuestionar el tipo de creación de significado operado en el movimiento danzado y sus propias modalidades, sería abrirnos hacia una posible comprensión de la especificidad y de la unidad de diferentes prácticas en/desde/por la danza.

De ahí, me permito comenzar con una sarta de preguntas. Queriendo que sus posibles respuestas emerjan, sino a través de mis pensares y decires, sí desde de la propia praxis y creación coreográfica, de la registrada por la historiografía y esa que hoy producimos como observadores acompañantes o hacedores. Aquí estaría el punto nodal de una inversión de perspectiva sobre la cuestión de una definición de danza, de la necesidad o de la posible obsolescencia en esa investigación que venimos reclamando como imperiosa.

¿El movimiento danzado debe necesariamente producir significado?

¿Qué clase de significado sería este, entonces?

¿Según qué procesos se construye y es percibido ese significado?

¿Qué es un cuerpo en el escenario?

¿Qué tiempo y espacio genera ese cuerpo?

¿Qué es la “presencia”?

Sí, preguntas situadas en la necesidad de una investigación (teórica) sobre los fundamentos del arte coreográfico, hecho que ya animó a una gran parte de creadoras y creadores, de investigadoras e investigadores de la segunda mitad del siglo XX. Pienso, por ejemplo, en el trabajo pionero y convencido de la irreverente Anna Halprin sobre el movimiento cotidiano como áncora del movimiento danzado; también, en los esfuerzos teóricos de Michel Bernard, para circunscribir la “corporeidad” u “orquestalidad” que propugna la danza y su lenguaje.

Con todo y más, el estudio de la creación de significado no fue, en gran medida, objeto de interés, incluso cuando la cuestión de la naturaleza de la danza estuvo en el centro de las investigaciones del siglo XX. ¿Cuáles serían las razones? Motivos puede haber varios, desde la sombra de la figura tutelar de “el teatro” (el arte que “habla”) que intervine jerárquicamente sobre los caminos de investigación/expresión de la danza; la emergencia de la danza postmoderna en su ser-en-transcurrir “sin narratividad aparente”; o la relación institucional e históricamente complicada de la danza con el sistema de las artes y la noción de estatus entre ellas. En la tradición occidental, la asunto de si la danza pertenece o no al panteón de las artes existe desde hace mucho tiempo. Todo ello pesa en las formulaciones a partir de la capacidad de la danza para comunicar significado, o incluso, más a menudo, para contar una historia.

El ballet tal como se inició en las cortes europeas del Renacimiento, y del cual nuestros espectáculos contemporáneos son herederos, nació de una diferencia sutil, pero capital, con las mascaradas: ante las fantasías y saltimbanquis de este último, el ballet favorecería una organización en torno a un hilo conductor, si no narrativo, al menos orientador. Esta aspiración al relato y a la expresión de las pasiones humanas alcanzaron su apogeo gracias a los defensores del ballet d’action en el siglo XVIII. Hecho magnificado en el siglo XIX en las leyendas de los ballets románticos, literarias por excelencia y, finalmente socavado en el siglo XX. Pero, sobre todo, la idea de contar siempre estuvo en el centro de los debates sobre la esencia del ballet. ¿La danza te permite expresar, contar o significar algo? En la respuesta a esta pregunta reside un posible ascenso al rango de arte. Estas cuestiones de estatus han dejado huellas que aún perduran hoy en día, y las frecuentes críticas por el lugar de la danza en la programación y los presupuestos de las instituciones teatrales nos recuerdan, en cierto modo, las protestas de un Diderot, un Noverre revolucionado o un Cahusac poliédrico.

Con excepción de las doctrinas religiosas más austeras, todas las corrientes de pensamiento han reconocido la “importancia de la danza”: nunca dejaron de defender su poder unificador, educativo, incluso médico, a través de los tratados teóricos que se han ido acumulando a lo largo de los siglos. El primero de ellos, el diálogo que Lucien de Samosate en su Eloge de la Danse, desarrolla a través de la voz de Lycinos y sus loas innumerables a las virtudes del arte del bailarín, beneficiosas para el cuerpo que lo practica e instructivas para la mente que lo contempla. Pero las opiniones que se oponen a estos argumentos, también continuaron en gran medida: la danza fue considerada durante mucho tiempo una actividad frívola, incapaz de sostener la atención como las “artes del discurso”, siendo un mero entretenimiento placentero. Obvio, nos queda claro que, ante estas conjeturas, que suenan a acusación malsana, el arte del ballet ha tratado de defenderse durante mucho tiempo a través de historias danzadas y contadas por dramáticos argumentos.

Ante la pregunta de si el movimiento danzado debe necesariamente producir significado, creo que puede haber tantas respuestas, como obsesiones invaden a la creación coreográfica. Cierto es que los creadores de hoy parecen haber demostrado ampliamente su capacidad para situar cuestiones sociales, políticas y las propiamente ajustadas a la danza como lenguaje, en la actualidad de la danza contemporánea, razones que pudieran justificar la seriedad de una responsabilidad ocupacional. Aunque, de similar manera, podemos hacer notar cuánto ha tenido que luchar la institución ballet durante mucho para defender su lugar entre las artes principales (junto al teatro, la música o la pintura). Con todo y más, insisto, “de la danza y sus significaciones” también centra su mirada en el tamaño de las secciones de “danza” de las bibliotecas y librerías, o incluso en las páginas dedicadas a la manifestación dentro de revistas y medios culturales de promoción e investigación. De ahí que, en comparación con las de otras artes, para notar la huella que aún hoy dejan estos debates sobre legitimidad, debe la danza seguir erigiéndose como actividad constructora de significados. No sé si sería tanto en la argumentación de sus fábulas y relatos coreográficos, más bien pensaría en el estatus que la hacen danza (lenguaje, dispositivos internos de construcción) y no otra cosa.

Sobre estas temáticas seguiremos discurriendo. La academia y la práctica profesional de la danza requieren ir más allá de lo conseguido, de lo hasta hoy sistematizado y encarnado. Si la danza es producida por el cuerpo, y este presupuesto caracteriza las nociones operativas de su ser; la calidad/cualidad de actividad generadora de significado(s), signado o no por las complejidades de un universo todavía a definir de lo propio de la danza como campo de estudio, nos lleva a afirmar, como diría Louppe, que “el punto de partida de cualquier construcción de sentido en la danza se refiere a la necesidad, a la urgencia misma de decir, de gritar a veces, ante el mundo, el desbordamiento de significado con el que su ser flota hasta desbordarse”.

En portada: Daile Carrazana en Cascanueces, coreografía de Osnel Delgado para MalPaso.

Foto Ernst Rudin.