Por Noel Bonilla-Chongo
Con puesta en escena de Alfonso Menéndez, la actual propuesta de Los miserables en concierto, que ocupara el escenario de la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís, dentro de la agenda de la Francofonía 2025 y en homenaje al vigésimo aniversario de fundada la Casa Victor Hugo, centro cultural adscripto a la gestión de la Oficina del Historiador de La Habana, ha sido un notable evento.
Sí, más allá de la trayectoria de Los miserables, en su versión musical, fílmica y valores literarios originales de la gran novela del escritor romántico francés Victor Hugo; la inagotable imaginería escénica de Alfonso Menéndez no deja de sorprenderme como peculiar objeto atendible de estudio en el panorama de las artes escénicas cubanas.
Y digo esto sin temor a criterios distintos que pudiera generarse de nuestro “gremio teatral”, no solo por las deudas acumuladas de necesarios estudios sostenidos en el tiempo alrededor de la memoria y escena musical cubana, de sus figuras, momentos, o por lo arengado como lamento y también como certeza del no reconocimiento gremial a quienes se dedican al teatro musical en sus distintas variantes, formas y modos expresivos de realización. Se sabe, ya lo hemos anotado; aquí, en esta tierra donde una nutrida historia de correspondencias, disolvencias y asimilaciones artísticas ha enriquecido “lo musical” de manera particular, dotando al quehacer teatral (a partir del teatro vernáculo) de situaciones, personajes y fórmulas espectaculares de contar con excelencia, seguimos en desventajas, justo por la no sistematización del fenómeno.
Aquí, donde la sustancia músico-teatral, como tesoro narrante en el tejido social, cultural, sonoro, actoral y danzario cubanos, ha nutrido el teatro musical cual elegante conglomerado múltiple de elementos y dispositivos estructurales de envergadura, el gusto (aunque fracturado ante lo eventual de las programaciones y la pérdida de espacios dedicados al género) y preferencia de los públicos sigue siendo francamente estimable.
Lo viví y aprecié ante la reacción empática de quienes asistieron a la función vespertina de Los miserables en concierto, que gestara Alfonso como titán combinatorio. Un elenco muy joven de cantantes, la mayoría con exquisitas cualidades interpretativas y vocales; la danza que coreografiara la maestra Isabel Bustos con su novel tropa en Danza-Teatro Retazos; los artilugios técnicos para reformular cortes y edición de los videos de apoyatura narrativa, la banda sonora enlatada, las didascalias que ubicaban a los espectadores dentro de la situación dramática, los hechos y sus traslaciones dentro del discurso espectacular del concierto (muy diferente a lo que sería en una puesta teatralmente configurada), etc., todo consecutivo, sin sobresaltos, ni baches lamentables, yo diría que hasta orgánicamente eficaz.
Y es esa eficacia (virtud, vigencia, resistencia) y eficiencia (poder transformador del aquí y el ahora) escénica donde la imaginería del Alfonso Menéndez se me hace infinita. Él no conoce los límites, o sí, los conoce, pero juega el eternal juego de violarlos una y otra vez para reinventar nuevos pretextos y enclaves de lo escénico. Y es que Menéndez “viene de atrás”, de la “vieja escuela”, aquella donde cada acto por común y cotidiano que pareciera, era capaz de redimensionar el instante de lo aparentemente fugitivo de lo efímero para reformar el valor traslaticio de la presencia y proyección escénica, del parlamente dicho, cantado y bailado; del aditamento (sombrero, abanico, plumas, chistera, bastón, etc.) que se vuelve eminentemente funcional y vector expresivo de una aptitud, un estado, un personaje, de la situación y acción generativa del acontecimiento.
En la versión que refiero de Los miserables en concierto, en este marzo de alabanza francófona, a medida que transcurría el espectáculo, que veía cómo se hilvanaba la saga narrativa, cómo se concentraban los sucesos para hacer que la fábula avanzara sin tropiezos, que los cantantes entraban y salían de escena, en ocasiones a modo de plano dual, de doble visión, la proyectada en video y el cuerpo real de los intérpretes en vivo; ver cómo se las arreglaba la danza real para, aun convergiendo en tiempo y momento con la contenida en la imagen audiovisual, ser autónoma, suerte amplificada de lo contado y descrito en la imagen cinematográfica de fondo, algo sin dudas, no habitual. Me preguntaba cómo puede Menéndez hacer del registro fílmico documentado (pasado) un arte vivo del presente espectacular. Entonces, preso de la búsqueda de inmediatas respuestas que se debatían con el disfrute del concierto, pensaba en lo que dijera Brea cuando “lo visible es lo verdadero y lo verdadero es lo (in)visible, siendo las imágenes memoria de lo verdadero”.
Quizás sea porque Alfonso Menéndez “viene de atrás”, de los tiempos de clases infaltables, ensayos y dobles funciones diarias, de las obras en carteleras durante largas temporadas, de las giras y actuaciones con grandes elencos y orquestas en vivo; de los períodos de la magia escénica y el uso reiterado de los camerinos de cambios rápidos, de los tiempos de grandes figuras, aquellas que han dejado icónicas huellas en nuestra memoria musical, danzante y teatral. De los espectáculos de dos y tres actos, de los tiempos de “tirar de arriba abajo” sin cansancio aparente, sin pausas desconectadas, del maquillaje que se caía por su propio peso sin toallitas húmedas ni desmaquillantes testados dermatológicamente. Y de esas historias tan personales está hecha nuestra gran Historia, la del teatro, de la danza y del espectáculo musical. Son las historias particulares de quienes han hecho de “lo escénico”, en esta tierra, un vector decisivo de todo lo que somos, teatralmente hablando, de donde se impone reconquistar, no solo como salva del olvido, más bien como vehículo expandido de cuánto puede el teatro ser objeto activo del presente.
De Alfonso Menéndez hay que hablar cuando describamos la rica trayectoria, aunque entrecortada, heredera de lo mostrado, conquistado y erigido en nuestra tierra. Desde los tiempos de aquellas compañías de repertorio variado, de zarzuelas y operetas, de estrellas mundiales de paso por escenarios nocturnos habaneros, de las compañías itinerantes del llamado Circo-Teatro, producto cultural que penetró hasta los más intrincados rincones del país. Del espectáculo escénico musical made in Cuba, ese que generó un modo expresivo que conjugaba patrones foráneos con lo más auténtico y propio de nuestras identidades culturales; de la zarzuela, el sainete, la revista y las variedades, de la comedia musical, difundida masivamente por el cine estadounidense.
Alfonso sabe que de todos esos caminos distintos se fue configurando el espectáculo musical made in Cuba, al tiempo que se iba entronizando en el gusto popular de cubanas y cubanos. Los teatros Martí, Alhambra, Alcázar, América, Payret, Musical de La Habana, entre otros de la geografía insular, exhibirían todo y “de todo” lo que, en materia teatral/musical/danzaria, conformaría el carácter escénico de nuestro poderoso teatro musical espectacular.
Menéndez es hijo de esa amalgama creativa, quizás de ahí su inagotable fuerza para seguir erigiendo modos, formas y maneras de ser tan musical y tan teatral en medio de una realidad que ha cambiado y donde él, más allá de tener que reinventar cada día, deja que su imaginería lo lleve más allá de lo real, lo posible y lo imaginado.
Notas, reclamos y recomendaciones pudiera tener ante esta puesta de Los miserables en concierto, pero créanme que de lo compartido con los espectadores, con los artistas implicados y desde mis intercambios con Alfonso, sobresale reconocer la capacidad zapadora de su obsesión constructiva de la escena; cómo ha sabido reubicar en el presente de su tiempo creativo lo tanto hecho anteriormente, lo tanto dado al público de sus espectáculos musicales en el Anfiteatro del Centro Histórico de La Habana o en el Teatro Martí.
Menéndez es un ser teatral, un ente de lo musical, una parte del espectáculo escénico musical habanero y cubano. De ahí que seguir reclamando estudios e investigaciones sobre él y otros hacedores vivos, sobre temáticas específicas, o aproximaciones creativas y un mayor alcance de esta tipología teatral (muy a pesar del consabido apelativo de “costoso” de sus producciones), es necesario. Con todo y más, no me cansaré de celebrar el deseo y su convicción incalculable en su imaginería infinita.
Fotos © Néstor Martí